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Europa desde los años 50: la esencia de la oligarquía

Fuentes: Le Monde diplomatique

Traducido para Rebelión por Caty R.

«Usted sueña con una Europa unida, autónoma, socialista. Pero si rechaza la protección de Estados Unidos, Europa caerá sin remedio en las manos de Stalin» (1). Estas palabras de uno de los protagonistas de Los Mandarines, la novela de Simone de Beauvoir, tienen la virtud de recordarnos un hecho esencial: después de la Segunda Guerra Mundial siguió siendo la guerra -ahora «fría»- entre las dos superpotencias, la que inspiró la dinámica del proyecto europeo.

Mientras el Viejo Continente veía su parte occidental colocada bajo la tutela estadounidense y que la Unión Soviética extendió su dominación al este, la cooperación intergubernamental fue viento en popa. Bajo la amplia capa de la paz y la libertad, la causa europea agrupó una nebulosa compuesta de conservadores católicos y socialistas reformistas, sindicalistas moderados y grandes patronos, servidores del Estado e intelectuales liberales. No todos estaban de acuerdo en cuanto a la naturaleza precisa de la Unión y sus formas de aplicación. Sin embargo se agruparon en un gran «Congreso de Europa» en La Haya, en 1948.

Un navío escorado a la derecha

¿El proyecto de una unión de Europa pasaba por encima de las jerarquías políticas? En realidad, los europeístas manejaban un barco que se escoraba claramente a la derecha. Desde el principio, los conservadores consiguieron la mayoría. Hasta el punto de que sus adversarios comunistas, muy poderosos en Francia e Italia, tuvieron que denunciar «la Europa vaticana» que parecían prometer los barones de la Democracia Cristiana. Incluso la revista católica Esprit se mostraba recelosa: «¡Atención!», escribía Jean-Marie Domenach en 1948, «porque la federación de los pueblos de Europa, el abandono de las soberanías nacionales, es el sueño más atrevido de los izquierdistas (…) para ellos, actualmente, los Estados Unidos de Europa son la respuesta total (2)».

En ese clima de tensiones, la administración estadounidense se consolidó como un apoyo fundamental -y decisivo- para la unificación de Europa. Durante una decena de años EEUU contribuyó con un organismo bautizado como «American Commitee on United Europe» (ACUE) (3). Para Estados Unidos se trataba entonces de «contener» la pujanza soviética y frenar los avances electorales del comunismo. Este objetivo condujo a incluir a los países de Europa occidental en una alianza militar dirigida por Washington, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), instituida el 4 de abril de 1949, que constituye la pieza esencial. Pero los objetivos geoestratégicos también cubrían otra dimensión. El gobierno estadounidense exigía la institución de una unión aduanera entre sus socios europeos y necesitaba la apertura de sus mercados con el objetivo de dar salida a mercancías y capitales.

Contener a los comunistas

Semejante perspectiva no dejó de seducir a los medios neoliberales (4) que, desde los años 30, concibieron la integración europea como uno de los principales medios para reducir las estructuras gubernamentales de las naciones. En la era del Estado del bienestar, una unión económica y monetaria permitiría soslayar la soberanía de los Estados y serviría de cortafuegos a las tentaciones proteccionistas, e incluso socialistas, de los gobiernos.

No es nada sorprendente, por lo tanto, que los neoliberales convencidos se encontrasen uncidos a los puestos claves: el economista René Courtin, por ejemplo, presidía el Comité Ejecutivo Francés del Movimiento Europeo, creado tras el Congreso de La Haya, mientras que el «modernizador» Robert Marjolin dirigía la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE). En cuanto a la Liga Europea de Cooperación Económica (LECE), inspirada, entre otros, por Edmond Giscard d’Estaing -inspector de finanzas reconvertido en dirigente patronal-, disfrutaba del apoyo condescendiente de Georges Villiers, presidente del Consejo Nacional de la Patronal francesa (CNPF).

Muy presentes en la Comisión Económica y Social del Congreso de La Haya, los adeptos al neoliberalismo fijaron el rumbo para el futuro al conseguir que se adoptara una resolución final que evitaba hábilmente cualquier referencia apoyada en la planificación, pero que comprometía a la futura Unión a establecer «en todo su ámbito de aplicación» la libre circulación de mercancías y capitales (5). Así, la integración sería el eje del restablecimiento del libre comercio en el continente.

Los neoliberales fijaron el rumbo

Esa esencia reaccionaria explica la actitud crítica de los laboristas británicos. Aunque se mostraban favorables a diversas formas de cooperación intergubernamental, el Primer Ministro Clement Atlee (1945-1951) y su secretario de Asuntos Exteriores Ernest Bevin, se opusieron firmemente a las iniciativas de los federalistas europeos. El gobierno de Atlee llevaba a cabo un programa de ambiciosas reformas sociales (marcado, entre otros, por el sistema de salud pública –National Healt service– y por una serie de nacionalizaciones) y rechazaba la disminución de la soberanía en beneficio de instituciones controladas por los conservadores.

Premonitorio de los resultados del neoliberalismo, el periodista estadounidense Walter Lippman le da toda la razón: «No hay que hacerse ilusiones: la unión política de las naciones libres de Europa es incompatible con el socialismo de Estado del tipo británico», aseguraba en la Gazette de Lausanne del 9 de mayo de 1948.

Los intereses imperiales del Reino Unido fortalecían ciertamente la hostilidad de sus gobernantes hacia los proyectos de integración. Sin embargo no supieron sintetizar el conjunto de sus motivaciones. Considerada de forma realista, la pérdida del control de los gobiernos sobre sus economías desembocaría, en efecto, en dejar esos aspectos fundamentales de la política nacional en manos de las instancias supranacionales, al mismo tiempo poco legítimas desde el punto de vista democrático y con frecuencia dominadas por los conservadores. «La única base aceptable para la integración económica, afirmaba el Labour, sería la persecución del pleno empleo y la justicia social para todos los gobiernos concernidos (6)».

La vía del mercado

No obstante, los partidarios del progreso social eran claramente minoritarios. En la mayoría de los países europeos, los socialistas no suscribían el punto de vista laborista e incluso mostraban una «apertura» hacia la derecha. En efecto, la etiqueta puede ser engañosa. Aunque socialista de nombre, el belga Paul-Henri Spaak se distinguía sobre todo por su proximidad a los medios dirigentes y su dedicación a los intereses de EEUU. Tanto a la izquierda como a la derecha, el anticomunismo desató claramente las contradicciones. En realidad, dar prioridad al combate europeo suponía relegar el socialismo a un segundo plano (7), tanto en la Europa de los liberales hoy, como en la de los socialistas mañana -quizás-. «No estamos de acuerdo en todos los puntos», explicaba el diputado André Philip (Sección francesa de la Internacional Socialista, SFIO) «pero yo, socialista, preferiría una Europa liberal a ninguna Europa, y pienso que nuestros amigos liberales preferirían una Europa socialista a ninguna Europa» (8).

Si se trataba de Jean Monnet, esa presunción parece bastante arriesgada. Nada indica, en efecto, que el poderoso comisario del Plan francés habría apoyado una Europa regida por los principios socialistas más que «ninguna Europa». Heredero de una familia de negociantes de Cognac que antes de la guerra había hecho una carrera excepcional como diplomático y financiero de alto rango, Monnet frecuentaba con más gusto los salones enmoquetados del poder que los congresos obreros. Fue el principal instigador de la célebre declaración del ministro francés de Asuntos Exteriores Robert Schuman, el 9 de mayo de 1950, que conduciría a la creación de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA) en abril de 1951. Instituida entre Alemania occidental, Bélgica, Francia, Italia, Luxemburgo y los Países Bajos, dicha Comunidad constituyó la primera etapa de la construcción comunitaria actual.

Incompatible con una transformación social audaz

Garantía de paz, esa iniciativa ambicionaba también «modernizar» y «racionalizar» un sector de la economía. ¿Se podía vislumbrar un esbozo de colectivismo? Semejante disparate enfureció a Monnet: «Lean el texto del tratado y díganme dónde se encuentra el dirigismo del que se le acusa». El mercado y la planificación son antinómicos en tanto que la intervención del Estado favorece la auténtica competencia libre. Encabezada por la Alta Autoridad (futura Comisión Europea), independiente, la puesta en común de la producción franco-alemana se prestaba más a la crítica democrática, porque confiaba a los expertos sin responsabilidad política la tarea de administrar los intereses de los trabajadores y de los Estados. Precisamente por esta razón el economista liberal Daniel Villey se mostraba encantado con el «sistema Monnet», «que no sólo defiende a Francia e Italia del peligro comunista interior, sino que además les obliga, con la presión de la competencia, a hacer sus economías más eficaces y más liberales» (9).

Así, desde sus inicios, la integración europea toma la vía del mercado. Firmado en 1957 entre los países miembros de la CECA, el Tratado de Roma confirma esta orientación. Los neoliberales alemanes, en particular el canciller Sudwig Müller-Armack, figuran entre sus inspiradores fundamentales. Es decir, el socialismo impregna poco el texto fundador de la Comunidad Económica Europea (CEE). A falta de una coordinación «desde arriba», la libre circulación de las personas, mercancías, servicios y capitales, debilita la intervención pública y obliga a los sistemas de protección social a plegarse a las reglas de una economía de mercado competitiva. «Se invocarán las duras leyes de la competencia internacional para demostrar que un nivel de empleo elevado sólo se podrá asumir si los trabajadores se muestran ‘razonables'», destacaba, premonitorio, Jean Duret, director del Centro de Estudios Económicos de la Confederación General del Trabajo (CGT) (10).

La Europa social: una promesa eterna

Desde 1975, el diputado radical Pierre Mendès France señalaba que la única solución «correcta y lógica» a la constitución del Mercado Común habría sido exigir «la equiparación de los cargos y la rápida generalización de las ventajas sociales dentro de todos los países del Mercado Común» (11). El gobierno francés, por otra parte, había establecido las propuestas en ese sentido. Esas veleidades no resistieron mucho tiempo frente a la determinación de los negociadores alemanes. «La lista de las reivindicaciones y reservas francesas es interminable», señalaba con desdén Majolin, entonces miembro del gabinete del ministro de Asuntos Exteriores Christian Pineau. «La negociación del Tratado de Roma consistirá en hacer que entre el mayor número posible sin aceptar más exigencias que las conformes con el espíritu del Mercado Común» (12).

Indudablemente, el Mercado Común no produjo plenamente sus efectos hasta la adopción del Acta Única de 1986. Sin embargo, durante la firma del Tratado de Roma, los observadores más informados comprendieron que a largo plazo arrebataría a los Estados una parte apreciable de su capacidad de control sobre la economía. Mendès France veía incluso «la abdicación de la democracia». Un sistema que se basa fundamentalmente en la acción presuntamente beneficiosa de la libre competencia, efectivamente parece difícil de compatibilizar con una política de transformación social audaz. Pero eso no impide prometer, elecciones tras elecciones, la próxima realización de una «Europa social».

(1) Simone de Beauvoir, Les Mandarins, Gallimard, París 1954. p.11

(2) Jean-Marie Domenach, «Quelle Europe ?», Esprit, noviembre 1948. p. 652.

(3) Richard J. Aldrich, The Hidden Hand, Britain, America and Cord War Secret intelligence, Londres 2001.

(4) La doctrina económica «neoliberal» se desarrolló en Francia a mediados de los años 30, como reacción al fracaso del liberalismo tradicional (crisis de 1929) y al colectivismo soviético. Véase Néolibéralisme, version française, Demopolis, París, 2007.

(5) Resolución del Congreso de La Haya, mayo de 1948, disponible en www.ena.lu

(6) Labour Party, «European Unity: A statement by the National Executive Committee of the Critish Labour Party», Partido Laborista, Londres, mayo de 1960.

(7) Anne-Cécile Robert «La gauche dans son labyrinthe», Le Monde diplomatique, mayo de 2005. En español: «La izquierda europea en su laberinto»: http://www.insumisos.com/diplo/NODE/611.HTM

(8) Colectivo, André Philip, socialiste, patriote, Chretien. Comité por l’histoire économique et financiare de la France, París 2005.

(9) Travaux du colloque International du libéralisme économique, Editions du Centre Paul-Hymans, Bruselas, 1958, p. 141.

(10) Jean Duret, «Que signifie le Marché Commun dan une Europe capitaliste?», Cahiers internationaux nº 78, julio de 1957, pp. 19-30.

(11) Journal officiel de la République française, París, 19 de enero de 1957, pp. 159-166.

(12) Robert Marjolin, Le travail d’une vie, Mémoires (1911-1986), Robert Laffon, París 1986, p. 286.

Texto original en francés: http://www.rougemidi.fr/spip.php?article3861

François Denord y Antoine Schwartz son autores del libro l’Europe sociale n’aura pas lieu, Raisons d’agir, París 2009.