Al acabar la Primera Guerra Mundial, el político francés Aristide Briand enarboló la bandera del europeísmo y el pacifismo. Según Briand Europa sólo podría subsistir si iniciaba un proceso de unidad económica que culminase con una federación de países y diese por finalizado, de ese modo, el tiempo del nacionalismo y la guerra. Briand, aunque […]
Al acabar la Primera Guerra Mundial, el político francés Aristide Briand enarboló la bandera del europeísmo y el pacifismo. Según Briand Europa sólo podría subsistir si iniciaba un proceso de unidad económica que culminase con una federación de países y diese por finalizado, de ese modo, el tiempo del nacionalismo y la guerra. Briand, aunque sea muy poco conocido, contó con el apoyo entusiasta de los políticos republicanos españoles, franceses e italianos, Carlos Esplá, Marius Moutet, Aurelio Natoli y Randolfo Pacciardi, quienes ya habían decidido en 1930 dar los primeros pasos proponiendo una unión económica y política de los países mediterráneos que partiría de la asociación de Francia, Italia y España. La guerra española, preludio de la segunda mundial, interrumpió los proyectos de Briand y sus amigos, siendo retomados en 1943 por Jean Monnet, quien, en plena barbarie hitleriana, dijo desde Argel que nunca habría paz en Europa, si los Estados se reconstruían sobre una base de soberanía nacional, ya que los países de Europa eran demasiado pequeños para asegurar a sus pueblos la prosperidad y los avances sociales indispensables. Lo que suponía la necesidad ineludible de que los Estados de Europa se agrupasen en una Federación económica que garantizase el progreso económico y social y pusiese las bases para la Unión Política.
Tras muchos años de vacilaciones, con periodos de estancamiento, de retroceso y de avances, el 7 de febrero de 1992 -gracias al impulso de Felipe González, Helmut Kohl y François Miterrand-, se firma en Maastricht el Tratado de la Unión Europea por los Ministros de Asuntos Exteriores y de Economía de los Estados miembros. Aunque el tratado levantó muchas críticas en sectores de la izquierda y de los sectores más conservadores de los pequeños países centro europeos como Dinamarca, Suiza y las consustanciales reticencias y negativas del Reino Unido a todo lo que oliese a unidad, el Tratado de Maastricht, modificado después en Niza, supuso un enorme avance de la vieja Europa hacia la unificación política, pues marcaba unas pautas a seguir que, de cumplirse, ineludiblemente terminarían por conformar algo parecido a una Federación Europea, cumpliendo así un sueño que había comenzado con Erasmo de Rótterdam.
Dentro de esos pasos a seguir, figuraban la supresión de fronteras, el espacio de seguridad común y la implantación del euro como moneda única. Se habló mucho de mercantilismo, se dijo que se habían dejado fuera de los tratados las propuestas sociales de Jacques Delors, y aunque no erraban los críticos, no se puede olvidar que las uniones de Alemania e Italia en el siglo XIX se hicieron partiendo de un mercado común, una zona de libre comercio y una moneda única. La crisis económica de principios de los noventa, la desaparición de los tres grandes líderes europeos -cuatro sin contamos a Delors- que dirigieron el proceso de unidad y las dos invasiones de Irak hicieron que Europa se sumiese en una crisis de identidad que se hizo más aguda por el posicionamiento incondicional de líderes como Blair, Aznar, Berlusconi o Barroso del lado de Estados Unidos -que nunca quiso una Europa políticamente unida-, por la influencia cada vez mayor de Norteamérica en los países del Este de Europa, por la entrada de éstos en la Unión y por la implantación del euro sin control alguno por parte de los gobiernos nacionales ni de las autoridades monetarias europeas.
La idea de Europa, que parecía haber tomado cuerpo y fuerza a principios de los noventa, una idea que escondía un modelo político, social y cultural sustancialmente diferente al representado por los Estados Unidos, se fue disolviendo tras la segunda invasión de Irak. Fracasado el proyecto Constitución europea, la Unión fue tomada por tecnócratas y políticos sin carácter, sin proyectos, sin ambición para llevarlos a cabo y el resultado es el que hoy tenemos a la vista. El euro ha hecho disminuir el poder adquisitivo de los europeos del sur en un cincuenta por ciento, las ayudas a la agricultura -absolutamente necesarias para mantener el hábitat rural del continente, el paisaje y una producción agrícola estratégica- han disminuido drásticamente, los gobiernos no pueden subvencionar a empresas en crisis aunque sí pueden permitir su deslocalización, los ministros europeos se reúnen para criminalizar a los inmigrantes, que son los que más han contribuido al incremento del PIB de la mayoría de los países de la unión y, por si faltaba poco, ahora pretenden cargarse un logro social que costó décadas y la muerte de muchos trabajadores: La jornada laboral de ocho horas, imponiendo otra de 65 horas semanales que implicaría que cada trabajador europeo tendría que trabajar 13 horas diarias de lunes a viernes, retrocediendo de ese modo a la Europa que magistralmente contaron Gogol, Dickens, Dicenta o Baroja, la Europa de la explotación, de la esclavitud.
No soy quien para hacer pronósticos del modo en que los hicieron Briand o Monnet, pero si Europa renuncia a los principios éticos y de justicia social sobre los que se quiso edificar y opta por imitar el modelo del otro lado de Atlántico -como siempre ha querido el Reino Unido-, Europa dejará de existir, no sólo como ente económico, sino como simple ente, volviendo a periodos de atomización que creíamos superados. Europa tiene dentro de sí valores ejemplares para organizarse, valores que han costado siglos de luchas contra el oscurantismo. Sin ellos no es nada, sólo un apéndice.