«A pesar de ese proceso de homogeneización, los europeos no se identifican con su continente. Aun aquellos que llevan una vida realmente transnacional, la identificación primaria sigue siendo nacional.»
Como el Dios de
Se trata, así, de una Europa históricamente joven.
De la política a los mitos no hay más que un paso. El mito europeo por excelencia es el de la identidad primordial. Lo que tenemos en común es esencial, lo que nos diferencia, insignificante o secundario. Ahora bien, para Europa la presunción de unidad es tanto más absurda cuanto que lo que ha caracterizado a su historia es, precisamente, la división.
Una historia de Europa es impensable antes del fin del Imperio romano occidental y, asimismo, antes de la ruptura permanente entre las dos orillas del Mediterráneo, luego de la conquista musulmana de África del Norte. Los griegos de la antigüedad se sitúan en una civilización tricontinental, que engloba el Medio Oriente, Egipto y un modesto sector de
Al fin de cuentas, el Imperio romano no logró jamás establecerse sólidamente más allá del Rhin y del Danubio; Roma fue un Imperio pan-mediterráneo, antes que europeo y lo que cuenta para el destino de Europa no es el imperio que triunfa sino aquel que desaparece. La historia de
Fragmentada durante por lo menos diez siglos, Europa fue constantemente presa de invasores. Los Unos, los Ávaros, los Magiares, los Tártaros, los Mongoles y las tribus turcas, llegan del este, los Vikingos del norte, los conquistadores musulmanes del sur. Esta época no finaliza totalmente hasta 1683, cuando los turcos son derrotados en las puertas de Viena.
Se ha sostenido que, durante esa lucha milenaria, Europa descubrió su identidad. Esto es un anacronismo. Ninguna resistencia colectiva o coordinada, incluso en nombre del cristianismo, consolida el continente y la unidad cristiana desaparece en medio de las invasiones. Hubo en lo sucesivo una Europa católica y otra, ortodoxa. Las cruzadas, que el papado lanza algunos años después de esta escisión, no fueron iniciativas de defensa sino operaciones ofensivas tendientes a establecer la supremacía del Papa en el mundo cristiano.
Entre la caída de Bizancio, en 1453, y el sitio de Viena de 1683, los últimos conquistadores venidos del Oriente, los turcos otomanos, ocupan toda
Pero otra parte de Europa había comenzado ya una carrera de conquista. Los últimos años de
El término «Europa» todavía no forma parte sin embargo del discurso político. Para eso habrá que esperar al siglo XVII, con el avance de Austria en los Balcanes, después de 1683, y la llegada al escenario internacional de Rusia, sedienta de modernidad occidental. Desde entonces hay coincidencia entre la geografía y la historia. Europa forma parte de aquí en más del discurso público, ella nace paradójicamente de las rivalidades continentales.
El nombre remite al juego militar y político, un juego dominado por Francia, Gran Bretaña, el Imperio de los Habsburgo y Rusia, a los cuales se agrega más tarde una quinta «gran potencia», Prusia, transformada en Alemania unida. Pero también fueron las transformaciones del paisaje político las que, en el siglo XVII, hicieron posible el nacimiento de esta Europa consciente de sí misma. La Paz de Westfalia, que puso fin a la guerra de los Treinta Años, trajo dos innovaciones políticas.
En lo sucesivo, hubo tantos Estados territoriales como soberanos y esos Estados no reconocieron ninguna obligación por encima de sus intereses, definidos según los criterios de la «razón de Estado» -una racionalidad puramente política y laica. Es el universo político en el que aún vivimos.
Ambas Europas se afirman. Es el principio de
En el curso del siglo XIX, Europa deviene la cantera de un conjunto de instituciones educativas y culturales y de todas las ideologías del mundo contemporáneo. El mapa de distribución mundial, antes de 1914, de las óperas, las salas de concierto, los museos y las bibliotecas abiertas al público, habla por sí mismo.
Este vistazo de la historia de la identidad europea nos permite apuntar con el dedo el anacronismo cometido cuando buscamos un conjunto coherente de pretendidos «valores europeos». Es ilegítimo suponer que los «valores» en los que se inspiran la democracia liberal y
Desde
La hegemonía de esta región provoca los problemas que continúan dividiendo a los historiadores. Señalamos solamente que, luego de la caída de Roma, Europa no tiene ningún cuadro común de autoridad ni ningún centro de gravedad permanente. La transformación de Europa y su dominación nacen de la fragmentación y la heterogeneidad de un continente desgarrado, durante quince siglos, por las guerras – exteriores e interiores. Se trata de una pluralidad contradictoria. De una parte, las fronteras de los Estados tienen sólo poco que ver con respecto a las actividades económicas que forman un sistema transnacional compuesto de una red de unidades locales dispersas. De otra parte, la base de la revolución económica europea fue la consolidación de un puñado de poderosos Estados militares y administrativos y la eficacia de sus políticas de expansión imperial y económica.
Una Europa mosaico de modestos principados no habría podido emerger como fuerza transformadora del mundo. La unidad de Europa es hija del acuerdo entre estos Estados; en última instancia
Pero esta heterogeneidad del continente esconde una división de funciones entre dos centros dinámicos sucesivos y sus periferias. El primer centro fue el Mediterráneo occidental, lugar de contacto con las civilizaciones de Oriente, próximo y lejano, lugar de la civilización de las villas y de la sobrevivencia de la herencia romana. Entre los años 1000 y 1300, una zona de más en más orientada hacia el Atlántico toma el puesto como un eje central de la evolución urbana, comercial y cultural del continente.
Es una franja de territorios que se extiende desde el comienzo de Italia del Norte a los Países Bajos, vía los Alpes occidentales, Francia del Este y la baja Renania. Un franja que se prolongó luego más allá del canal de
Alrededor de este eje, se articulan cuatro regiones periféricas: el Norte (Escandinavia y las partes norte y oeste de las islas Británicas), el Sur-Este – entre el Adriático, el Egeo y el mar Negro – y el Este, eslavo, de grandes planicies. Periféricas también las partes del mundo mediterráneo e ibérico, marginadas por el ascenso del nuevo centro, aunque su papel en el redescubrimiento de
Esquematizando, la aproximación del Norte (Irlanda exceptuada) con el centro se opera gracias a la penetración de los Vikingos, gracias a los lazos comerciales con los mercaderes de
Aunque las conquistas de los cruzados en el Báltico, los intercambios y la colonización campesina alemana hubieran empujado la influencia del centro hacia el este, esta inmensa región agraria quedó ampliamente fuera del desarrollo occidental. Antes del siglo XX, salvo en Rusia, dónde
El auge de Europa habría sido difícil sin el concurso de «periferias» exportadoras de materias primas. La diferencia entre estas zonas, cuyas estructuras sociales divergen en función de esta división de trabajo y de sus experiencias históricas, fue profunda.
Somos todavía conscientes de la línea de fractura que existe, aunque aminorada, entre las dos Europas: Italia del Norte e Italia del Sur, Cataluña y Castilla. Fue ineludible durante mucho tiempo hacia el este y el sudeste. La línea Hamburgo-Trieste separa Europa de la libertad legal de los campesinos de
En el siglo XIX, una élite limitada consigue remontar estas divisiones mientras que la masa de los europeos continuaba en el universo oral de los dialectos. El progreso de las lenguas de Estado perpetuó esta pluralidad territorial que evidentemente perduró con la llegada de los Estados nacionales: el ciudadano se identificaba desde entonces con una «patria» contra los otros y, en 1914, ni los campesinos, ni los obreros, ni el grueso de las élites cultivadas resistieron al llamado de la bandera.
Las revoluciones de los transportes y las comunicaciones facilitaron la homogeneización cultural, que progresa con la explosión de la educación secundaria y universitaria, así como la difusión, entre los jóvenes particularmente, de un modo de vida y de consumo de origen transatlántico. En el mundo de la cultura, en las clases instruidas y pudientes, es la herencia europea que se globalizó.
Desde la desaparición de los regímenes autoritarios y el fin de los regímenes comunistas, las divisiones político-ideológicas de Europa desaparecieron, pese a que los remanentes de la guerra fría siguen abriendo fosas entre Rusia y sus vecinos. No se trata de negar que subsisten profundas diferencias entre los países -que tornaron mucho más desequilibrada de lo previsto la evolución de la UE- sin embargo, en un marco globalizador,
Surge aquí una paradoja: a pesar de ese proceso de homogeneización, los europeos no se identifican con su continente. Aun aquellos que llevan una vida realmente transnacional, la identificación primaria sigue siendo nacional. Europa está más presente en la vida práctica de los europeos que en su vida afectiva. Ha logrado, pese a todo, encontrar un lugar permanente en el mundo en tanto colectividad. Permanente aunque incompleta, hasta tanto Rusia no encuentre su lugar en ella.
Eric Hobsbawm es el decano de la historiografía marxista británica. Uno de sus últimos libros es un volumen de memorias autobiográficas: Años interesantes , Barcelona, Critica, 2003.
Traducción para www.sinpermiso.info : Carlos Abel suárez