1.- ¿Ser de izquierdas también en Europa? Intentar responder a una pregunta como esta no es tan difícil como parece. El problema es otro: responder con radicalidad, es decir, encontrar razones y argumentar válidamente yendo al fondo de los problemas que la realidad europea nos plantea y hacerlo, es lo sustancial, desde la izquierda. Y […]
1.- ¿Ser de izquierdas también en Europa?
Intentar responder a una pregunta como esta no es tan difícil como parece. El problema es otro: responder con radicalidad, es decir, encontrar razones y argumentar válidamente yendo al fondo de los problemas que la realidad europea nos plantea y hacerlo, es lo sustancial, desde la izquierda.
Y esto ya es más complejo. En principio, el debate europeo, las pocas veces que se discute de verdad, se hace en tales términos, desde un punto de vista tan abstracto, que los conflictos sociales y de clase, los lineamientos políticos básicos y las diferencias ideológicas fundamentales desaparecen. Son, esto se dice mucho, temas «de Estado», o sea, donde la política como proyecto desaparece o queda subsumida en un consenso sin límites. Lo paradójico de la situación tiene que ver, precisamente, que en lo referente a las cuestiones europeas, los temas «de Estado» se dirigen a limitar la regulación política de las relaciones sociales y «ampliar» el espacio autorregulador del «mercado». Un Estado que planifica imperativamente la disminución estructural de sus competencias, se refunda como «actor» en la dura tarea de favorecer la competitividad de sus empresas e intenta, no siempre con éxito, convertir los intereses de estas en los objetivos «nacionales».
Cuando se defiende la necesidad de un modelo alternativo de la izquierda a la construcción europea, se está diciendo, al menos, dos cosas: a) que hay que superar la estrategia política que una parte sustancial de la socialdemocracia ha venido practicando hasta el presente; b) que urge históricamente definir un proyecto político propio de la izquierda capaz de organizar un bloque social y político alternativo a las políticas neoliberales hoy dominantes en la Unión. En este sentido, el futuro de la izquierda política y social en Europa y, no se olvide, en cada uno de los países individualmente considerados, va a depender, va a estar en gran parte determinada, por esa capacidad de construir sujetos, organizar proyectos y definir estrategias políticas alternativas.
2.- Unión Europea: «modelo social» y «americanismo».
La primera tarea de la izquierda es «meter» la política en el debate europeo y situar las aspiraciones y necesidades de los ciudadanos y ciudadanas en su centro. El discurso oficial europeo neutraliza ideológicamente el debate, sitúa a la izquierda fuera de su espacio natural y concede una ventaja inaceptable a unos poderes económicos cada vez más fuertes y determinantes, por qué no hay que decirlo, cada vez más escorados a la derecha.
Lo que se ha puesto de manifiesto en el debate sobre la Constitución Europea es que en la realidad de las cosas no existen solo «euroescèpticos» y «europtimistas» y que las divisiones, muchas veces forzadas entre supuestos nacionalistas y supuestos europeistas, no definen los marcos políticos reales. No, cada vez más se abren en la opinión pública europea espacios que cuestionan la orientación de fondo, el tipo de integración europea y sus consecuencias para los derechos de la ciudadanía; el «modelo» de construcción, más allá de las rimbombantes frases sobre la «Europa social», y su cada vez más negativos efectos sobre los derechos, libertades y poderes de los trabajadores y trabajadoras en nuestras sociedades.
Como ha señalado Claus Offe, las políticas comunitarias han «minado en cada uno de los Estados participantes los logros constitucionales alcanzados en lo político y social, es decir, ha socavado su acquis nationale institucional que le permitía regular políticamente. Al menos en el continente europeo, el mérito desde la II Guerra Mundial de ese acquis nationale ha consistido no solo en la instalación de democracias liberales robustas, sino también en la creación de numerosas expresiones nacionales típicas; de regímenes de intervención político-económicos eficaces en los ámbitos de la modernización y el empleo; de instituciones de seguridad social y para la política de cogestión y de determinación salarial, al igual que otros acuerdos que limitaban al mercado (desmercantilizadores)».
Si un término pudiera definir la auténtica mutación histórica que el proyecto de integración europea hoy dominante está propiciando, lenta pero irreversiblemente, este sería el de americanismo, mejor dicho, norteamericanismo. La expansión de un modelo político, económico y de sociedad que tiene su antecedente en los EE.UU. y que al socaire de la globalización se pretende convertir en el Modelo, en el único posible, si no deseable, sí inevitable. Americanismo, modelo de construcción europea y neoliberalismo son momentos, facetas de un proyecto común que pretende cancelar una historia y abrir la transición hacia un modelo de sociedad caracterizado por un individualismo de masas, Estado mínimo, democracia elitista, libertades negativas y el derecho débil o flexible.
En el centro del discurso: la incompatibilidad del llamado modelo social europeo con la globalización triunfante. Lo que se pretende cancelar es cada vez más evidente: el Estado social, un tipo específico de regulación social y política del mercado, los derechos laborales de los trabajadores y trabajadoras, así como el papel de los Sindicatos en la empresa y en la sociedad. La mutación, la revolución neoliberal, lo que pretende liquidar es la política en sentido fuerte, la relación profunda establecida después de 150 años de durísima lucha de clases entre los procesos de democratización y la liberación de los trabajadores de la explotación. La política deviene de proyecto y norma con vocación de regulación democrática de la entera sociedad en residuo y límite que los mercados oligopolistas determinan. Cancelar, en definitiva, el viejo conflicto: ¿quién regula a quien? y hacer que sea el mercado capitalista el que fije las reglas y los límites. La política se convierte así en
instrumento que organiza socialmente su hegemonía.
3.- El retorno de la política (también) en la construcción europea: democracia republicana y emancipación social.
El modelo político de construcción europea ha sido analizado con detenimiento. Se debe a Scharpf una línea de análisis que ha interpretado los complejos procesos de integración y sus dilemas estratégicos en torno a las contradicciones entre dos modelos posibles de integración, el negativo y el positivo.
El asunto se puede explicar sin grandes dificultades. La construcción europea ha estado dominada por procesos de integración negativa, es decir, la tarea de construir un mercado único en torno a la libre circulación de bienes, servicios, trabajadores y capital, desmontando las regulaciones que históricamente los Estados nacionales habían ido organizando y que, de una u otra manera, limitaban social y políticamente a la economía capitalista. El acierto de Scharpf (siguiendo muy de cerca los trabajos de Weiler) es poner el acento en los mecanismos jurídico-políticos establecidos por la Comisión y, sobre todo, por el Tribunal de Justicia Europeo, en aras de construir un ordenamiento de la competencia que ha liquidado de hecho una parte sustancial del sector empresarial del Estado, interviniendo activamente en la mercantilización de los servicios públicos. La llamada directiva Bolkestein (en fase de proyecto) es un paso más, radical sin duda, en una dirección que viene de lejos y que se ha ido imponiendo en la Unión y en todos y cada uno de los países que la componen.
En la práctica, se ha ido construyendo una «constitución» económica europea que ha ido modificando e imponiéndose a las constituciones nacionales, generando una nueva «constitución material» que ha terminado por legalizar las políticas socioeconómicas de orientación neoliberal. La llamada integración negativa lo que cuestiona no es el Estado en general sino, específicamente, el Estado Social. No se trata ahora de profundizar en lo que este tipo de Estado significó. Lo fundamental es tomar conciencia de que este es el auténtico desafío de la llamada construcción europea.
En muchos sentidos se trata de una batalla civilizatoria. Lo que está en cuestión, hay que subrayarlo con fuerza, es un modelo político, unas relaciones específicas entre lo económico y lo social y, más allá, la concepción misma de la democracia. En el fondo, se trata de construir una «Europea no europea» y el desafío que nos imponen las clases dirigentes es que la única forma de construir Europa (la vieja y la nueva) es creando una «Europa norteamericana», enganchando nuestro continente al aliado estadounidense, subordinándose a sus intereses geoestratégicos, importando su modo de vida y sumodelo de organización social.
Por eso, si queremos una integración positiva europea, una «Europa verdaderamente europea» y si pensamos que no estamos condenados, la izquierda, a ser un remedo, más o menos humanizado, de las aspiraciones de los poderes económicos dominantes, tenemos que reencontrar la política en sentido fuerte, como proyecto de sociedad y como opción civilizatoria en torno al cual crear una auténtica ciudadanía europea. Se trata de recuperar lo que podríamos llamar el nexo perdido entre Robespierre y Marx, es decir, entre un concepto de democracia como autogobierno de los ciudadanos y ciudadanas, como autoinstitucionalización de la sociedad y el movimiento emancipatorio moderno ligado a la cuestión social y, en nuestro tiempo, también a la cuestión ecológica y a la liberación de la mujer. En definitiva, situar con fuerza de nuevo la necesidad de democratizar los poderes sociales y económicos y propiciar una ciudadanía activa y participativa que no limite la política a los políticos y a los aparatos institucionales.
4.- Construir una izquierda europea e internacionalista.
Si la política, según nos enseñan nuestros clásicos, es hacer posible lo necesario, es evidente que Europa, este concreto modo de concebirse y organizarse, necesita una alternativa y que solo la izquierda está en condiciones de propiciarla; una izquierda, como antes se dijo, capaz de organizar un bloque alternativo y de civilización. La conexión Robespierre-Marx, encontrarla en la política real, nos exige hoy, si queremos que las cosas no acaben degradándose aún más, la apertura de un auténtico proceso constituyente europeo que de voz y palabra a los ciudadanos y ciudadanas. Ciertamente se tratará de un proceso inédito y que exigirá coraje moral, imaginación y determinación política.
Asegurar el retorno de la política, el avance de una concepción democrática e igualitaria de la sociedad y el control de los poderes económicos, exige devolver el protagonismo a los hombres y mujeres comunes, salir de los espacios restringidos de la eurocracia y garantizar una participación política real. En este sentido, la elaboración de una auténtica constitución para una Europa soberana sería también una oportunidad para someter a debate público y plasmar jurídica y políticamente las líneas básicas de un proyecto de los europeos y europeas para sí y para el mundo. Una norma fundamental que diga lo que miles de hombres y mujeres, que viven y trabajan en Europa, expresan en sus luchas, en sus plataformas políticas y en sus sueños.
En primer lugar, una Europa que rechaza la guerra, que no admite la perpetuación de la OTAN y que vuelve a situar el desarme en el centro de la construcción de un nuevo orden internacional pacífico e igualitario. Una Europa que quiere ser actor principal en la regulación de un mundo multipolar que privilegie la lucha contra la pobreza y la explotación, capaz de resolver la crisis ecológico-social del planeta y que se comprometa a unas relaciones económicas internacionales justas.
En segundo lugar, una Europa que desarrolle y profundice el Estado Social, que limite el poder de los mercados oligopolísticos y que cree los mecanismos y los instrumentos para subordinar la economía a las necesidades básicas de las poblaciones. Pieza fundamental sería constitucionalizar una democracia económico-social y una ciudadanía integral.
En tercer lugar, construir una democracia paritaria que vaya más allá de la igualdad formal que hasta el presente las mujeres han conquistado en nuestras sociedades, garantizando un ejercicio real de derechos y libertades y unas nuevas relaciones entre la economía productiva y reproductiva.
En cuarto lugar, es necesario un derecho social europeo capaz de asegurar los derechos laborales de los trabajadores y trabajadoras con un acento especial en la población emigrante, concebida como una parte integrante de esta Europa a construir colectivamente. Un elemento clave sería la elaboración de una Estatuto de los Trabajadores y Trabajadoras Europeos que garantice los derechos fundamentales de los trabajadores como ciudadanos y ciudadanas.
Por último, asegurar una implicación de las instituciones y de la ciudadanía en la preservación y cuidado del medio ambiente. Los derechos y deberes ecológico-sociales deben de ser un elemento decisivo de esta contrucción ciudadana y de especie que tiene que formar parte de la identidad de la autodeterminación democrática europea. La sostenibilidad ecológica de los procesos sociales y económicos desde el principio de precaución, configurarán un marco normativo obligatorio para los poderes públicos y privados.
En definitiva, otra Europa será posible si convencemos y nos convencemos que la solución de nuestros más acuciantes y dramáticos problemas tienen una salida europea y si creamos sujetos sociales y políticos y proyectos capaces de implicar a las poblaciones. Que esto es difícil lo sabemos todos, pero la única garantía de avance que conocemos es que las ideas se conviertan en aspiraciones y en organización de los de abajo.