El 28 de marzo pasado, la Corte Suprema de Justicia de Honduras dejó en firme la extradición a Estados Unidos del expresidente Juan Orlando Hernández, acusado por cargos de narcotráfico.
Hernández se encuentra detenido de forma preventiva en una unidad especial de la Policía hondureña desde el pasado 15 de febrero, tan solo dos semanas después del fin de su mandato.
El expresidente se ha declarado inocente y afirma ser “víctima de una venganza y una conspiración” de los carteles que persiguió durante su mandato y de sus enemigos políticos, entre ellos Xiomara Castro, actual presidenta del país y esposa del derrocado presidente Manuel Zelaya.
Estos hechos marcan un nuevo capítulo en la convulsionada historia política del país centroamericano y en la relación de Estados Unidos con los países centroamericanos del Triángulo del Norte: Guatemala, Honduras y El Salvador.
Un presidente polémico
Hernández llegó a la presidencia del país en 2014 como sucesor de Porfirio Lobo, dirigente, al igual que él, del conservador Partido Nacional. Lobo fue elegido en 2010 luego del breve gobierno interino de Roberto Micheletti, quien tomó las riendas del país tras el golpe de Estado que sacó del poder al izquierdista Manuel Zelaya.
Este golpe de Estado lo impulsó el Congreso Nacional, la Corte Suprema y el Tribunal Electoral ante el intento de Zelaya de convocar a una Asamblea Constituyente y de adherir el país a la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA), proyecto de integración regional liderado por el entonces mandatario venezolano Hugo Chávez.
Durante el gobierno de Hernández, Honduras vivió una mejora significativa de sus indicadores macroeconómicos y de seguridad. Sin embargo, al final de su mandato el país enfrenta una deuda pública de más de 16 000 millones de dólares, una tasa de pobreza de 73,6 % de los hogares hondureños y un alto nivel de desconfianza en las instituciones.
Honduras es hoy el país más violento de América Central, con una tasa de homicidios de 38,6 por cada 100 000 habitantes, sus dos ciudades principales se encuentran entre las 40 más violentas del mundo y es considerado como uno de los cinco países más peligrosos para los defensores del medioambiente.
La presidencia de Hernández también estuvo marcada por serios escándalos de corrupción.
Pocos meses después de su llegada al Palacio José Cecilio del Valle, sede del Ejecutivo en la capital, Tegucigalpa, los hondureños salieron masivamente a las calles para pedir su renuncia tras la revelación del ingreso a su campaña de dinero proveniente del saqueo al Instituto de Seguridad Social, donado a través de empresas fantasma.
Hernández finalmente admitió esta acusación, aunque alegó en su defensa que desconocía el origen ilegal de estas donaciones y que de acuerdo al jefe de su partido éstas habían sido “devueltas».
Otro punto crítico de descontento ciudadano se dio en torno a su reelección en 2017, la cual se dio gracias a una controvertida decisión de la Corte Suprema que declaró inconstitucional el artículo de la Carta Magna hondureña que prohíbe la reelección.
Hernández resultó ganador con una ventaja de apenas 1,7 % de los votos, en medio de serios cuestionamientos de la oposición y la comunidad internacional sobre la transparencia de los comicios. Luego de tres semanas de protestas, que dejaron un saldo de por lo menos 23 muertos y centenares de heridos, Hernández fue confirmado para un segundo período presidencial. Las autoridades hondureñas no muestran interés en procesar a los presuntos autores intelectuales del asesinato de la activista ambiental en 2016, lo que deja intacta casi en su mayoría a la red criminal que ordenó el homicidio.
El proceso de extradición de Hernández
El proceso que adelanta la justicia estadounidense contra el expresidente Hernández está estrechamente ligado al de su hermano, Juan Antonio, mejor conocido como Tony Hernández, capturado en Miami en noviembre de 2018 y condenado en marzo de 2021 a cadena perpetua y una multa de 138,5 millones de dólares por delitos vinculados al narcotráfico.
De acuerdo a los testigos que participaron en el proceso contra Tony —todos narcotraficantes confesos que actualmente pagan penas en Estados Unidos—, los hermanos Hernández están en el centro de las operaciones de tráfico de drogas y lavado de activos en Centroamérica.
Uno de ellos señaló incluso que Tony habría recibido un millón de dólares del capo mexicano, Joaquín “El Chapo” Guzmán, para la campaña de reelección presidencial de su hermano José Orlando en 2017, a cambio de protección para algunos de sus aliados. Con base en esta información, el fiscal del caso declaró que Honduras se había convertido “en un virtual narcoestado”.
En consecuencia, en julio de 2021, poco después de la condena de Tony, Juan Orlando Hernández fue incluido en la Lista Engel del estadounidense Departamento de Estado, que incluye a personas implicadas en corrupción y actos antidemocráticos.
Esto no se hizo público hasta el pasado 7 de febrero, luego de que Hernández dejara el cargo, cuando las autoridades estadounidenses anunciaron la suspensión de su visa y el congelamiento de sus activos en ese país. Una semana después, el expresidente fue pedido oficialmente en extradición al gobierno de la recién proclamada presidenta, Xiomara Castro.
El 15 de febrero, Hernández fue arrestado en la puerta de su casa en medio de un fuerte operativo policial encabezado por el ministro de seguridad hondureño y agentes de la Administración de Control de Drogas de Estados Unidos (DEA).
Hernández fue trasladado a una unidad especial de la Policía y compareció ante la Corte Suprema de su país el 16 de marzo, la cual autorizó la solicitud de extradición presentada por una Corte del Distrito Sur de Nueva York.
La defensa de Hernández apeló la decisión, pero ésta fue ratificada por el pleno del tribunal supremo hondureño el 29 de marzo. Se espera que Hernández sea extraditado en las próximas semanas.
Una nueva alianza geopolítica
La extradición de Hernández es un desenlace inesperado para quien fuera uno de los aliados más cercanos de Washington en el hemisferio.
Como presidente del Congreso Nacional, cargo que ocupó antes de ser elegido a la presidencia del país, Hernández promovió la reforma constitucional que permitió la extradición de ciudadanos hondureños a Estados Unidos, y luego, como presidente, extraditó a ese país a 36 personas por delitos de tráfico de drogas y lavado de activos.
A lo largo de su gobierno, Hernández contó con el respaldo de Washington a pesar de las acusaciones de corrupción gubernamental y de violaciones a los derechos humanos por parte de la fuerza pública.
La relación se hizo más estrecha durante la administración de Donald Trump, quien vio en Hernández un aliado clave para la seguridad y el manejo de la migración en el Triángulo del Norte. Esto incluyó el envío de millones de dólares como ayuda para las fuerzas de seguridad hondureñas.
Sin embargo, en los últimos años las relaciones se hicieron más tensas y el proceso judicial contra Tony Hernández aceleró su deterioro, a tal punto que varios funcionarios estadounidenses evitaron el contacto directo con Hernández durante sus visitas al país.
Con la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca, las relaciones de Washington con Hernández y su partido se enfriaron aún más como parte de la agenda demócrata de lucha contra la corrupción en Centroamérica.
El quiebre quedó confirmado con la asistencia de la vicepresidente estadounidense, Kamala Harris, a la posesión de Xiomara Castro, que fue sorpresiva para muchos, debido a su programa de gobierno de corte socialista, a su promesa de estrechar los vínculos con China, y, sobre todo, por el apoyo tácito que dio Estados Unidos al golpe de Estado que derrocó a su esposo, Manuel Zelaya, quien ahora funge como primer caballero de la nación.
¿Qué hay detrás de este giro? La administración demócrata necesita un aliado sólido en el Triángulo del Norte para consolidar sus intereses de seguridad, y para llevar a cabo sus políticas orientadas a desincentivar la migración por medio del desarrollo económico y el fortalecimiento de las instituciones en estos países.
Y en el escenario actual, Honduras aparece como la mejor opción frente a la deriva autoritaria de los gobiernos de sus vecinos. Con la victoria de Xiomara Castro el progresismo tiene otra oportunidad después de 12 años de derechismo corrupto, miseria y violencia extrema.
Por un lado, las relaciones con El Salvador se han hecho cada vez más tensas desde la llegada al poder de Nayib Bukele, especialmente a raíz de la reciente reforma constitucional que habilitó su reelección en 2024 y que llevó a que 14 funcionarios y magistrados salvadoreños fueran incluidos en la Lista Engel.
Por el otro, las relaciones con Guatemala se han deteriorado luego de que la Fiscalía General de ese país destituyera a mediados de 2021 al jefe de la Fiscalía Especial contra la Impunidad, quien había sido condecorado meses antes por el secretario de Estado estadounidense, Antony Blinken, por su labor en la lucha contra la corrupción. El funcionario se vio obligado a pedir asilo en Estados Unidos y Washington incluyó a la fiscal general guatemalteca en la Lista Engel.
La alianza de Estados Unidos con el gobierno de Xiomara Castro, afianzada con la extradición del expresidente Hernández, también puede ser vista como un indicador de una nueva estrategia de Washington para contener la creciente influencia de China en el hemisferio.
Consciente de los costos que puede traer perder un gobierno aliado, Estados Unidos parece dispuesto a colaborar con gobiernos de izquierda para mantener su influencia en su “patio trasero”. Este enfoque, más pragmático y menos ideológico, podría ser la manera para mantenerse a flote en medio de la nueva marea rosa que recorre América Latina y el Caribe.
Este artículo se publicó originalmente en democraciaAbierta.