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Francia: raíces de la violencia

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A 11 días de iniciada en la localidad suburbana Clichy-sous-Bois, contigua a París, la oleada de violencia en Francia, ésta se ha extendido en forma sostenida y creciente a otras ciudades francesas: Ruán, Le Havre, Nantes, Orleáns, Rennes, Saint-Etienne, Toulouse, Lille, Pau, Cannes, Avignon, Rennes, Dijon, Marsella, Estrasburgo, entre otras. Ha dejado decenas de heridos, […]

A 11 días de iniciada en la localidad suburbana Clichy-sous-Bois, contigua a París, la oleada de violencia en Francia, ésta se ha extendido en forma sostenida y creciente a otras ciudades francesas: Ruán, Le Havre, Nantes, Orleáns, Rennes, Saint-Etienne, Toulouse, Lille, Pau, Cannes, Avignon, Rennes, Dijon, Marsella, Estrasburgo, entre otras. Ha dejado decenas de heridos, centenares de detenidos y enorme destrucción material, y llegó ya a la Plaza de la República, en el centro de la capital, en cuyos alrededores ­Corbeil-Essones, Evry, Grigny, Evreux, Epinay-sur-Seine, Aulnay-sous-Bois­ se han generalizado los incendios deliberados de locales y automóviles, así como los choques entre marginados y policía. Anoche, en Grigny, los efectivos policiales fueron blanco de disparos realizados con escopetas de caza, que dejaron saldo de 10 uniformados lesionados.

Este brote de violencia en el que se evidencia un extremado descontento social se originó por un suceso trágico: dos jóvenes árabes de 15 y 17 años, Bouna Traore y Zyed Benna, murieron electrocutados en Clichy-sous-Bois en la subestación eléctrica en la que trataron de esconderse cuando escapaban de la policía. El accidente detonó un resentimiento larvado durante años entre jóvenes marginados de los barrios pobres de la banlieue parisina, en los que sobreviven varias generaciones de inmigración discriminada y despojada de futuro.

El incendio social fue alimentado por la casi inconcebible torpeza del ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, quien en los primeros momentos de la revuelta profirió insultos y provocaciones contra los jóvenes de las barriadas; por la inacción del primer ministro, Dominique de Villepin, por la evidente rivalidad entre ambos y la tardía intervención del presidente Jacques Chirac, quien tardó 10 días en darse cuenta de que la actual crisis debía ser tratada como un asunto de Estado.

A primera vista puede resultar incomprensible que en una nación democrática, próspera y desarrollada, pilar de la Unión Europea (UE), haya podido presentarse una revuelta de marginados de semejante magnitud. Pero, si se revisa la historia de la potencia colonial y la situación social en el país contemporáneo, resulta un tanto sorprendente que la protesta no haya ocurrido antes. Hay que recordar que los estados de la actual Europa civilizada y moderna fueron, en siglos pasados, verdugos coloniales e implacables en Africa, Asia, Medio Oriente y América, donde escribieron una historia de rapiña, saqueo, destrucción y esclavitud. En el caso específico de Francia, su dominio colonial en Africa dejó tras de sí circunstancias nacionales miserables y de escasa viabilidad sociopolítica, lo que a su vez originó, no bien terminaron los procesos de descolonización de mediados del siglo pasado, un flujo migratorio sostenido desde las ex colonias hacia la antigua metrópoli.

En territorio francés los migrantes magrebíes y subsaharianos se han acomodado, durante décadas, a un estatuto de segunda clase y a una discriminación que rebasa las prohibiciones formales y contradice el lema de la República («libertad, igualdad, fraternidad»). Los índices de desempleo, insalubridad y abuso policial, por citar sólo tres factores, son mucho más elevados en los barrios de la inmigración que en las áreas mayoritariamente pobladas por franceses de origen metropolitano.

A unos kilómetros de la Ciudad Luz, las condiciones de vivienda que sufren los primeros llegados de Africa, además de sus hijos y nietos, ciudadanos franceses por nacimiento, suelen ser comparables a las de las ciudades perdidas del tercer mundo. Si se agregan las actitudes cada día más racistas de importantes sectores de la sociedad francesa «europea», la combinación resulta explosiva. En la selección de futbol de Francia hay siete jugadores de origen africano, y el país se coronó campeón del mundo gracias a un jugador de origen argelino ­Zinedine Zidane­, pero no hay un solo francés de origen africano en la Asamblea Nacional ni en el Senado, ni entre los presentadores de televisión. En Francia, el desempleo entre los graduados universitarios en general es de 5 por ciento, pero entre los graduados universitarios de origen magrebí el desempleo asciende a 26.5 por ciento.

Con estos datos en mente, una segunda sorpresa es que en los violentos disturbios de estos días no participe el grueso de los habitantes de los barrios pobres de la migración. Pero, como señaló en un comunicado la organización humanitaria SOS Racisme, los actos de violencia son protagonizados por una minoría «siempre bien colocada ante las cámaras», en tanto que la mayoría «prefiere hacer valer sus derechos en calma y en dignidad». Para el sensacionalismo de los medios informativos franceses, anota el organismo, es oportuno presentar los hechos como «una guerra civil» o una «intifada de los suburbios», con lo que se ahondan las fobias y los desencuentros.

Los acontecimientos de estos días han hecho evidentes dos cosas: por un lado, el gobierno francés carece de una idea clara de cómo enfrentar la crisis, y por el otro el conjunto del mundo rico y desarrollado ­el que concibió, gestó e impuso este desorden global injusto y polarizado, generador de migraciones­ está minado por conflictos en potencia como el que ahora sacude a Francia.