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Frente al referéndum: construir un no alter-europeísta

Fuentes: Mientras Tanto

Todo parece indicar que el hasta ahora marginal debate sobre la «Constitución europea» se calentará en los próximos meses. El gobierno español ha anunciando la convocatoria de un referéndum consultivo para febrero de 2005. De manera más o menos velada, ha dejado entrever su intención de hacer campaña a favor del sí. La mayoría de […]

Todo parece indicar que el hasta ahora marginal debate sobre la «Constitución europea» se calentará en los próximos meses. El gobierno español ha anunciando la convocatoria de un referéndum consultivo para febrero de 2005. De manera más o menos velada, ha dejado entrever su intención de hacer campaña a favor del sí. La mayoría de los partidos y de los sindicatos, reticentes a la hora de pronunciarse o de abrir un debate interno, se están viendo forzados a colocar sus cartas sobre la mesa y a adoptar una clara posición de cara a una convocatoria planteada en términos de apoyo o de rechazo.

Naturalmente, habrá muchas maneras de decir que sí o que no a este Proyecto de Constitución. Al igual que en el referéndum sobre la OTAN o frente al Tratado de Maastricht, la izquierda social y política alternativa deberá asumir un desafío complejo: construir un no altereuropeísta que le permita diferenciarse, tanto de la oposición de derechas al Proyecto, como de sus partidarios, incluidos aquellos que propugnan un «sí crítico».

De entrada, una cosa al menos debería quedar clara: quien más se ha beneficiado con este «proceso constituyente» y con la actual construcción de la Unión ha sido la derecha europea. Dominaron la Convención encargada de redactar el Proyecto, reservando la muy influyente presidencia a un conservador sin complejos como Giscard d’Estaing. Fuera de algunas cesiones retóricas, casi todas sus reivindicaciones en materia económica fueron incorporadas al texto. La libre circulación de capitales, la obsesión por la ausencia de déficit y por la estabilidad de precios, la prioritaria defensa de la competitividad, el mantenimiento de criterios monetaristas de convergencia, la independencia casi absoluta del Banco Central. Es verdad que a algunos les hubiera gustado ir más lejos. Por ejemplo incorporando una mención explícita a Dios o al papel de la Iglesia Católica en Europa. Pero desde Chirac a Rajoy o al neofascista italiano Dini han subordinado esas exigencias «menores» a sus intereses de fondo, plenamente reconocidos.

Mírese si no el caso de Aznar. Desairado tras las elecciones, amagó de manera histriónica con oponerse al Proyecto por el mal reparto de votos en el Consejo conseguido por Zapatero. Pero fue un patético gesto pour la galerie. Sus propios compañeros de partido lo mandaron callar. Y le recordaron que lo obtenido por el PP en el Proyecto había sido mucho. Por ejemplo, la integridad de las fronteras estatales, un precepto en el que Aznar empeñó toda su influencia, con el objeto de bloquear cualquier actualización democrática del derecho de autodeterminación.

En todo caso, lo verdaderamente lamentable en todo el proceso ha sido el papel de la socialdemocracia. A pesar de que la mayoría de sus dirigentes en Europa están a favor del texto, resulta muy difícil detectar en él todo rastro de la tan predicada «huella socialista». Lo pactado con la derecha no se ha traducido en una Europa ni más social, ni más democrática ni más europea de la que había hasta ahora. Los más comprometidos con esos objetivos -como los socialistas franceses- apenas han podido hacer sentir su influencia. Y los más influyentes -como los laboristas británicos- han orientado toda su capacidad de presión hacia el bloqueo sistemático de cualquier avance en la dirección de una Europa más social, federal y democrática.

La estrategia de Zapatero de presentarse como artífice de una Constitución que el torpe ejecutivo de Aznar habría bloqueado por su atlantismo y su neoliberalismo desmedidos carece de bases creíbles. Primero, porque los gobiernos del eje franco-alemán al que Zapatero pretende acercarse han sido, más allá de las divergencias geoestratégicas planteadas por la guerra de Irak, dóciles impulsores de la «americanización» de la vida económica y social en sus respetivos países. En segundo lugar, porque la visión de la política exterior de los socialistas españoles no supone una alternativa de fondo al militarismo y a la hegemonía de Estados Unidos. Basta fijarse en Solana, que será el candidato del PSOE a ministro de Relaciones Exteriores de la Unión si la Constitución se aprueba. Finalmente, porque el PSOE ha dado ya sobradas muestras de que la Europa Social es sólo una etiqueta retórica en su discurso. La última prueba de ello es su apoyo a la Comisión Europea que presidirá Barroso, un ultraliberal que fue anfitrión de Bush, Aznar y Blair en la tristemente célebre Cumbre de las Azores y que, de 25 miembros que tendrá el ejecutivo de la Unión, sólo ha admitido a 6 socialdemócratas.

Hay que esperar, es verdad, la reacción de las bases socialistas, sobre todo en sitios como Catalunya. Si Convergencia i Unió se pronunciara por el no, el PSC podría quedarse solo con el PP en su defensa del Proyecto. Las discrepancias surgidas a nivel europeo tampoco pueden subestimarse. Las juventudes socialdemócratas suecas se han rebelado contra la dirección del partido y han exigido que se convoque un referéndum sobre el Proyecto, en lugar de la simple ratificación parlamentaria. En Francia, la división entre los socialistas es tal que su secretario general, F. Hollande, ha decidido convocar una consulta interna antes de diciembre. Un posible presidenciable, el moderado L. Fabius, ya ha dejado abierta la posibilidad de convocar a los suyos a votar por el no. En Alemania, al Proyecto no le espera tampoco un camino de rosas. Durante buen tiempo, Schröeder, con el apoyo explícito de su ministro verde J. Fischer, se opuso a la convocatoria a un referéndum sobre el Proyecto argumentando que la Constitución no preveía esa posibilidad. Sin embargo, el anuncio oficial de celebración de referéndum ya en nueve países (Bélgica, Dinamarca, España, Francia, Irlanda, Luxemburgo, Países Bajos, Portugal y Reino Unido), sumado a la creciente presión social, han llevado al gobierno a barajar la posibilidad de una reforma constitucional que autorice la consulta.

En un contexto así, lo que vaya a ocurrir en el Estado español no puede anticiparse de antemano. El PP, el PSOE, la patronal y las cúpulas de Comisiones Obreras y UGT defenderán el sí y lo impulsarán en sus radios, en su prensa y en sus cadenas de televisión. Sin embargo, no les resultará sencillo explicar a los ciudadanos por qué tienen que votar un Proyecto como éste. El insuficiente reconocimiento de las naciones minoritarias en la Unión ha comenzado a generar divisiones incluso entre nacionalistas conservadores de Catalunya y Euskadi. A la izquierda, tras algunas vacilaciones iniciales, parece que partidos como IU, Iniciativa per Catalunya o ERC se sumarán finalmente a los movimientos político-sociales que, desde un comienzo, han venido defendido la necesidad de oponerse a este Proyecto y de impulsar una Europa alternativa.

El tiempo que queda hasta febrero de 2005 no es mucho. En buena parte, el debate sobre la Constitución coincidirá con otros importantes como el de las elecciones en Estados Unidos, la celebración del III Foro Social Europeo y, sobre todo, la reforma de los Estatutos de Autonomía. Será, en todo caso, una valiosa oportunidad para hacer coincidir el impulso social y de izquierdas que pueda generar el objetivo de una refundación social, democrática y plurinacional del Estado español -la «segunda transición»- con la batalla por una refundación similar de Europa. De lo que se tratará, así, es de mostrar que entre la fuga hacia adelante de la Europa simplemente intergubernamental, neoliberal y tecnocrática, y los cantos de sirena del populismo estatalista, es posible pensar un robusto espacio de convergencia a favor de otra Europa: federal, social y democrática, ecológica, pacífica, multicultural y plurinacional. La única que, tomada en serio, podría convertirse en alternativa civilizatoria a lo que actualmente supone Estados Unidos y ganarse el compromiso de millones de mujeres y hombres que hoy la contemplan con comprensible distancia.