Jovenel Moïse impulsa una carta magna a su medida y antojo, en tanto que cada vez más extensos segmentos de la población haitiana exigen su renuncia inmediata.
El presidente de Haití Jovenel Moïse y el canciller Claude Joseph anunciaron para este año la elaboración de una nueva Constitución que reemplace a la Carga Magna vigente en el país desde el año 1987. A demanda del ejecutivo, el Consejo Electoral Provisional (CEP) estableció un calendario maratónico: el 25 de abril se celebraría un referéndum aprobatorio, el 19 de septiembre la primera vuelta de las elecciones presidenciales y las elecciones legislativas, y el 21 de noviembre el eventual balotaje, así como los comicios municipales. El gobierno actúa como si la saturación electoral pudiera conjurar el descrédito de un gobierno que hace tiempo ha abandonado la senda constitucional y que constituye a todas luces un gobierno de facto. Jovenel Moïse, quien se ha convertido ante el rotundo silencio de la comunidad internacional en el más flamante dictador de América Latina y el Caribe, busca ahora un blindaje constitucional elaborando ahora una carta magna a su medida y antojo.
Una dictadura sin estridencias
«Nèg banann», el «muchacho de los plátanos», es el apelativo con el que las vastas mayorías populares de Haití conocen al presidente en funciones. Empresario bananero oriundo del noroeste del país, personaje sórdido y deslucido como el resto de los outsider fabricados por los gurús de la derecha continental, ahijado político del ex presidente Michel Martelly -un «bandido legal» como él mismo suele presentarse- y miembro del ultraconservador partido PHTK, Moïse ha sabido sostenerse de pie en medio del tembladeral de la política haitiana, pese a que las primeras exigencias de su renuncia coinciden con la fecha de los comicios que lo llevaron a la presidencia de la nación caribeña.
Tras las resonadas denuncias de fraude y la suspensión de las elecciones del año 2015, el CEP organizó en 2016 unos nuevos y contestados comicios en donde Moïse fue elegido con tan solo 590 mil votos de un padrón de más de 6 millones de electores habilitados, redondeando una participación de tan sólo el 18.1%. Según diversos especialistas y veedores internacionales, la intervención deliberada en el organismo electoral habría desplazado del primer lugar al favorito Jude Célestin y dejado fuera del balotaje al nacionalista de izquierda Jean-Charles Moïse, también aspirante a la presidencia de la República.
Desde julio del 2018, mes del anuncio y la suspensión de los gravosos aumentos al precio de los combustibles, la renuncia del por entonces Primer Ministro provocaría que la Jefatura de Gobierno quedara vacante por largos períodos, habiéndose sucedido cuatro Primeros Ministros en los últimos dos años. Lejos de fungir como un contrapeso a las prerrogativas presidenciales, el último de ellos, Joseph Joute, fue nombrado directamente por Moïse y ni siquiera fue ratificado por el Parlamento, como demanda la Constitución del país.
Por otra parte, las elecciones legislativas que debieron celebrarse en el año 2018 fueron suspendidas en reiteradas oportunidades, hasta que el CEP dio a conocer la última fecha, prevista, con un bienio de demora, para fines de este año. Ante la imposibilidad de renovar los mandatos de los diputados y de dos tercios de los senadores, Moïse decidió cerrar el Parlamento, por lo que desde enero del 2020 gobierno por decreto.
El otro aspecto consustancial a la deriva dictatorial del gobierno tiene que ver con la violencia política. Un decreto presidencial del mes de diciembre instauró una serie de medidas para el «fortalecimiento de la seguridad pública», mientras que otro creó la Agencia Nacional de Inteligencia (ANI), cuyos agentes gozan de una inmunidad virtual en el ejercicio de sus opacas funciones.
Hasta el «Core Group», entidad que aglutina a los principales países occidentales que han servido de sostén a los gobiernos del PHTK, calificó a los decretos como reñidos con “ciertos principios fundamentales de la democracia, el Estado de derecho y los derechos civiles y políticos de los ciudadanos”, en tanto los actos de oposición y protesta que de ninguna manera pueden encuadrarse como «terroristas» podrían conllevar penas de entre 30 y 50 años.
Se trata de políticas anti-terroristas en un país sin más terrorismo que el estatal o el de los grupos delincuenciales que como el denominado «G9» co-gobiernan el país y aterrorizan los barrios de la capital Puerto Príncipe. La Comisión de Desarme del Estado nacional estima que hay 76 grupos delincuenciales altamente organizados operando -muchos de los cuales han sido armados y financiados por empresarios, parlamentarios y por el propio gobierno-. Uno de estos grupos cometió la masacre de La Saline, un barrio popular de la capital en donde fueron asesinadas 71 personas en noviembre del año 2018. Los funcionarios Fednel Monchery, ex Director General del Ministerio del Interior, y Rigaud Duplan, ex Director Departamental del Oeste, fueron implicados en una investigación policial y debieron renunciar a sus cargos.
El objetivo tácito de los decretos de seguridad, la creación de la ANI y la sucesión de masacres en zonas rurales organizadas o en barrios populares de Puerto Príncipe, no tienen otro objetivo que la represión política más eficaz del movimiento popular que pareció resurgir de sus cenizas desde las llamadas «marchas del hambre» del año 2016, la insurrección masiva de julio del 2018 y el movimiento que desde septiembre de aquel mismo año exige la devolución del desfalco multimillonario de fondos del Estado llegados al país en el marco del programa energético Petrocaribe.
Sin elecciones, con una autoridad electoral elegida unilateralmente por el ejecutivo, sin Parlamento, sin un Primer Ministro constitucional, con el Tribunal Superior de Cuentas amordazado y reducido a órgano “consultivo”, sin presupuesto oficial, con asesinatos selectivos de periodistas y líderes de la sociedad civil –como Monferrier Dorval, antiguo presidente del Colegio de Abogados de Puerto Príncipe-, con milicias y grupos delincuenciales gestionando importantes franjas de territorio nacional, no quedan prácticamente instituciones legales ni autoridades constitucionales que hagan de contrapeso a un gobierno cada vez más represivo y autoritario. El fantasma de la dictadura duvalierista ha dejado de ser sólo un fantasma, y son numerosos los analistas que hablan ya de la casi completa «macoutización» del Estado, en referencia a los «Tonton Macoutes», las célebres milicias del régimen de facto que controló el país durante treinta años. Para despejar cualquier duda sobre la orientación general de la política nacional, el partido de gobierno estrechó sus lazos con Nicolas Duvalier, hijo de Jean-Claude Duvalier, y comienza a considerarlo como posible candidato para suceder a Moïse en la presidencia.
Disputa constitucional, incomodidad internacional
Quizás una propuesta constituyente pueda parecer progresiva y atractiva, a la luz del reciente «Apruebo» chileno, o de las expectativas de reforma que cobran cuerpo y legitimidad en un país como Perú. Pero mientras ambos movimientos constituyentes con claramente progresistas y anti-autoritarios en esencia -el uno post-pinochetista y el otro eventualmente post-fujimorista-, la situación es muy diferente en Haití, dado que la carta magna vigente es la principal conquista del movimiento democrático que en el año 86 interrumpió por fin la dictadura vitalicia de Fracois y Jean-Claude Duvalier y que más tarde decantaría en el portentoso movimiento «Lavalas» que llevaría a la presidencia del país al cura progresista Jean-Bertrand Aristide.
Si a la oleada constituyente neoliberal y multicultural de la década del 90 le siguió el nuevo constitucionalismo latinoamericano de los años 2000, el proceso chileno o eventualmente el peruano pueden verse como procesos diferidos, quizás menos radicales y a escala, de la llamada «primavera latinoamericana». Mientras que el caso haitiano es -en esto como en tantas otras cosas- sui generis y, quizás, anticipatorio de las tendencias del continente, como una suerte de termómetro del avance de las fuerzas neofascistas en la región.
La de Moïse es una dictadura que pretende blindarse constitucionalmente. ¿Blindarse de qué? En primer lugar de un régimen político híbrido, de tipo semi-parlamentario, en el cual, a diferencia de la mayoría de los sistemas políticos de América Latina y el Caribe, coexisten una figura presidencial -el Jefe de Estado- y un Primer Ministro -en tanto Jefe de Gobierno- con un Parlamento con poder de fuego y amplias prerrogativas. En segundo lugar de una Constitución vigente, la de 1987, que pese a sus taras supo cristalizar en su momento buena parte de las aspiraciones democráticas en la inmediata post-dictadura, introduciendo elementos como las políticas de descentralización y ciertas conquistas en torno a la reivindicación de la lengua y la cultura nacional y popular, aún cuando no haya cristalizado las aspiraciones anti-neoliberales de la época.
Esta hidra de varias cabezas fue un diseño institucional tendiente a poner coto a las garantías y poderes ilimitados de los sucesivos presidentes y a limitar la entronización de nuevos autócratas, tras una extensa dictadura de 31 años de duración. Pero el interregno democrático en Haití fue fatalmente breve. Su magro saldo desde el año 1986 ha sido, según el economista y cineasta haitiano Arnold Antonin, “ocho golpes de Estado, 34 cambios de gobierno (por cambio de primer ministro), cinco elecciones abortadas, tres intervenciones militares extranjeras y cinco misiones de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para la estabilidad y la paz.” Lejos de los barbarismos con que pretende explicarse esta inestabilidad nacional, sus causas deben cifrarse en la frecuente intervención de los países occidentales en los asuntos domésticos, y en la oprobiosa desigualdad que han generado en el país las políticas de liberalización comercial y financiera de los últimos 50 años.
En relación a este, el frente internacional, la posición de los grandes jugadores geopolíticos ha comenzado a cambiar. En 2019, el acorralado gobierno de Moïse supo jugar una carta fuerte: la ruptura de relaciones con la Venezuela bolivariana, el reconocimiento del anodino Juan Guaidó, y completo alineamiento con la política de Donald Trump en la región gran-caribeña. Pese a los costos de esta política suicida para el país en lo que refiere a articulaciones regionales como la CARICOM y Petrocaribe, el gesto de Haití le dió al gobierno de Moïse una suerte de inmunidad internacional que ha sabido administrar. Difícil es no leer el férreo apoyo de la OEA y el Departamento de Estado al esperpento gubernamental como una retribución de favores, pese a que la visibilización de la crisis haitiana en el 2018 elevó los costos internacionales de sostener al gobierno actual. Y pese a que la remoción de instituciones o mecanismos democráticos acentúa dramáticamente la brecha entre el idílico imaginario democrático occidental y la cruda inconsecuencia de los aliados regionales como Haití, Chile o Colombia.
Pero la inapelable derrota de Trump y el ascenso de los demócratas parece obligar a un cambio, siquiera de formas, por lo que aumentan las presiones para una seudo normalización institucional en el país -en esa clave deben leerse los últimos posicionamientos y recomendaciones del Core Group-. El primer hecho de una nueva orientación que aún no ha terminado de cuajar del todo, fue la sanción del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos contra dos funcionarios de gobierno y un líder paramilitar aliado. En el marco de la Ley Magnitsky, estos tres sujetos vieron sus activos congelados y se les prohibió el acceso a la preciada visa norteamericana.
Esto parece dar algunos indicios de las dos principales alternativas de la geopolítica de los Estados Unidos en lo que respecta a Haití: la «normalización por vía institucional» -en la amplia gama de matices que van desde la democracia de baja intensidad, el fraude electoral y hasta una reedición de las ocupaciones internacionales vía las Naciones Unidas- o la profundización del shock represivo, que incluye el refuerzo de la alianza gobierno-grupos delincuenciales, la paramilitarización del tejido social, las nuevas leyes de seguridad y la represión y asesinatos selectivos a opositores. En esta línea, en febrero de 2019 la Policía Nacional de Haití detuvo a un grupo de ocho mercenarios fuertemente armados -cinco ex-marines de los Estados Unidos, dos serbios y un haitiano-, que se suponen parte de una política sistemática de infiltración de fuerzas irregulares extranjeras. Los mercenarios fueron deportados de forma expeditiva vía la Embajada de los Estados Unidos, sin que pudieran ser investigados y juzgados en Haití. En la evaluación y aplicación de estas dos estrategias, pesan, por supuesto, no solo la eficacia relativa de cada método, sino también la «limpieza» relativa de cada uno y los costos eventuales para los Estados Unidos y los organismos occidentales en la arena internacional.
Todo pareciera indicar que Biden y los demócratas están detrás del calendario electoral propuesto por el CEP, tras el relativo fracaso de las políticas seguidas por el Departamento de Estado el último bienio. Sin embargo, el celo está puesto en el simulacro electoral y no en la democracia sustantiva. Por eso la nueva Constitución está siendo elaborada por una comisión secreta, y a casi dos meses del plebiscito que debería ratificarla, se desconoce por completo su contenido.
A la fecha apenas si han circulado algunos trascendidos sobre sus previsibles objetivos: el retorno al régimen presidencialista, la eliminación formal del Senado y la construcción de un Parlamento unicameral, así como una serie de medidas tendientes a ganarse el apoyo de la diáspora como la legalización de la doble nacionalidad. Además, la propuesta cuenta con otro vicio de origen: la Carta Magna actual prohíbe de forma explícita la celebración de mecanismos consultivos para su modificación. Pese a todas estas impropiedades, la OEA y los Estados Unidos se apresuraron a manifestar su apoyo a una iniciativa que probablemente haya salido de sus propios despachos. Por su parte, cada vez más extensos segmentos de la población haitiana exigen la renuncia inmediata de Moïse, en un amplio entramado de organizaciones, clases y sectores que incluye a partidos políticos, movimientos campesinos, sindicatos, organizaciones territoriales, ONGs, iglesias y hasta cámaras empresariales.