I Por razones que no vienen aquí al caso, este año he trabado amistad con una persona de Grecia. De Atenas, para más señas. Teniendo en cuenta que la información sobre lo que allí ha ocurrido -sobre lo que allí sigue ocurriendo- nos llega poco menos que con cuentagotas y ha sido desplazada por la […]
I
Por razones que no vienen aquí al caso, este año he trabado amistad con una persona de Grecia. De Atenas, para más señas. Teniendo en cuenta que la información sobre lo que allí ha ocurrido -sobre lo que allí sigue ocurriendo- nos llega poco menos que con cuentagotas y ha sido desplazada por la agenda informativa de los medios de información, ni que decir tiene que supone una extraordinaria ayuda en estos momentos para comprender la situación. No es una cuestión menor que la mayor parte de la información esté apareciendo en griego, idioma del que, por desgracia, hay pocos traductores.
Como ha escrito Mike Davies en un reciente artículo, «nuestras sociedades están supersaturadas con rabia no reconocida, una que repentinamente puede cristalizar en torno a algún incidente aislado de abuso policiaco o de represión estatal.» Y eso es efectivamente lo que ha ocurrido en la península helénica. Aunque la historia de las recientes revueltas en Grecia está todavía por escribir, no resulta difícil ver el telón de fondo (economía frágil, corrupción, planes de privatización de la enseñanza y la sanidad, un movimiento anticapitalista de larga y fecunda historia) ni el marco de una crisis económica internacional en las que se inscribe y que, si nada lo impide, en lo sucesivo no hará más que empeorar. No voy aquí a repetir las causas: ya hay otros análisis que se encargan de ello. Baste con decir que el hartazgo de la población griega hacia los Karamanlis, los Mitsotakis y los Papandreu, las tres grandes familias que se llevan alternando en el poder desde hace treinta años con el PASOK (social-liberal) y Nueva Democracia (centro-derecha), a cuya izquierda sólo existen el Partido Comunista Griego (KKE) -las manecillas de cuyo reloj se detuvieron hace mucho tiempo- y una interesante coalición de partidos radicales y de izquierda (SYRIZA), lógicamente ha robustecido a un movimiento anarquista todo lo poco formado teóricamente que se quiera, pero bien organizado y con varios años de experiencia en lucha callejera a sus espaldas. Cuando le expresé mi sorpresa a mi interlocutora por el uso de cócteles molotov -cuya sola posesión ya constituye un delito en la mayoría de países-, ella se sorprendió a su vez de mi sorpresa: los atenienses, por lo que me comenta, están acostumbrados a verlos volar hacia las filas de la policía en las frecuentes manifestaciones convocadas en el centro de la ciudad (algunas guías de viaje incluso alertan de ello al turista), en las que la policía responde indiscriminadamente con el lanzamiento de gases lacrimógenos, de los que, según se dice, la policía griega ha empleado ya 4 toneladas.
Tengo ante mí una carpeta con fotografías de los disturbios que ilustran las tácticas y estrategias de los jóvenes griegos que los han protagonizado: presididos por la vieja bandera anarcosindicalista, se defienden del gas lacrimógeno y del gas pimienta con máscaras antigás o máscaras para pintura industrial y gafas para la nieve; retrasan el avance de los antidisturbios arrojando pintura a los visores de sus cascos, rociándoles con extintores, construyendo barricadas, bloqueando las calles con automóviles incendiados; cuando las cámaras de vigilancia enfocan hacia un lado, por el otro se encaraman con la ayuda de una escalera y las destrozan. Hay personas encargadas de asesorar legalmente a los detenidos, otras, de comprar medicinas. Entre sus objetivos ha habido, además de tiendas de grandes marcas y concesionarios de automóviles, comisarías de policía, academias de policía, oficinas bancarias y hasta el archivo de deudas de ciudadanos al estado. Se han ocupado varias emisoras de radio y creado otras tantas, que sirven como enlaces. Ese tipo de cosas no pueden atribuirse, como pretende cierta prensa, a una una «erupción espontánea» (que dura ya más de dos semanas), ni se aprenden de un día para otro. Si todo se hubiera reducido a la muerte de un adolescente a manos de un agente de las fuerzas de seguridad, estas revueltas podrían haber muy bien ocurrido en España con la muerte de Carlos Palomino, pero entonces no existía un movimiento equiparable al griego para organizarlas.
El republicano Thomas Jefferson escribió en una carta a William Stevens Smith (13 de noviembre de 1787): «¿Qué país puede preservar sus libertades si sus gobernantes no son puestos en aviso de vez en cuando de que su pueblo conserva el espíritu de resistencia?» (what country can preserve its liberties if their rulers are not warned from time to time that their people preserve the spirit of resistance?). Éste, y no otro, es el mensaje de la botella, si se me permite la broma. Y los gobernantes harían bien en tomárselo muy en serio: países del sur de Europa como Italia o España presentan perfiles muy similares, donde podría prender la chispa que ahora ha saltado en Grecia. Jóvenes de todo el mundo, como escribe Davies, «miran en las calles de Atenas la métrica apropiada de su propia rabia»: se han registrado protestas desde los EE.UU. hasta algunas de las ciudades de las antiguas repúblicas soviéticas. El espíritu de Lord Byron podría abandonar su tumba griega y sobrevolar, de regreso a su país de origen, al hombro portando otra enseña, Europa. Los más viejos del lugar saben a qué me refiero.
II
Al ver las imágenes de comercios y automóviles ¡y hasta policías!, en llamas, los especialistas se han dejado llevar por la espectacularidad de la acción directa de los koukoulofori y trazado con prisas una analogía con los recientes disturbios en los suburbios franceses y con los disturbios que salieron de los barrios pobres de Los Ángeles en 1992. Pero, como ha señalado Davies, la segregación espacial de los jóvenes inmigrantes y pobres es menos extrema que en París o Los Ángeles, por lo que, creo yo, si se quieren buscar antecedentes -además de, naturalmente, las protestas en Seattle y Génova- la revuelta contra la poll tax son un buen candidato. En éstas, como en aquéllas, la rabia acumulada por diez años de neoliberalismo salvaje estalló en una revuelta ante una actuación policial desmedida en la que confluyeron los sindicatos, los socialistas, los comunistas y aun el ala izquierda del laborismo, pero en la que los anarquistas, fortalecidas sus líneas por el descontento hacia los partidos socialistas mayoritarios, tomaron el protagonismo. En éstas, como en aquéllas, vinieron a unirse grupos y luchas que hasta entonces habían ido por separado: los mineros, que habían sostenido una prolongada lucha contra los cierres de los pozos (y que en Orgreave devino verdadera batalla campal con la policía); los trabajadores del sector industrial y público, abocados al desempleo; inmigrantes hostigados por las autoridades y criminalizados por los medios de comunicación, muchos de los cuales habían participado en los disturbios en Brixton y Toxteth; y finalmente los jóvenes de la generación del NO FUTURE. El ambiente era tenso, dominado por una crisis económica internacional y existía la sensación de que en cualquier momento podría pasar cualquier cosa.
Los ochenta fueron, como es sabido, años de contraofensiva neoliberal. La victoria electoral de Margaret Thatcher en Gran Bretaña supuso el comienzo del desmantelamiento de los estados del bienestar surgidos de la posguerra, cuyas consecuencias, por todos conocidas, quedaron plasmadas en algunas de las mejores películas de Kean Loach. El descontento ciudadano, que a lo largo de una década no hizo más que ir en aumento a la par que las cifras del paro, estalló definitivamente con la aprobación de un impuesto sobre la vivienda llamado «community charge» -pero que pasaría a la posteridad como poll tax– en 1988. Este impuesto de la vivienda era igual para todos los habitantes (de ahí su nombre) y no proporcional a la superficie de la vivienda, con lo que la carga impositiva se desplazaba drásticamente de las rentas más elevadas hacia las más bajas. Lisa y llanamente: el acaudalado aristócrata pagaría tanto por su mansión como el campesino pobre por su cabaña.
El rechazo a la medida fue la gota que colmó el vaso. Varias de las organizaciones de izquierda existentes, y otras nacidas a raíz de la protesta contra la poll tax, para noviembre de 1989 ya se habían agrupado en la All Britain Anti-Poll Tax Federation (ABF) con el objetivo de coordinar sus acciones y paralizar su aprobación. Su primera respuesta fue una campaña de desobediencia fiscal, inspirada en la que habían llevado a cabo los socialistas escoceses antes -la poll tax se había implantado primero allí- que, aunque podía significar el encarcelamiento por evasión de impuestos, fue seguida por 18 millones de británicos. En algunas partes de Escocia el 60% de los contribuyentes se negaron a pagar el impuesto. La ABF ofreció asesoramiento legal para evitar los embargos por impago. Terry Fields, miembro del parlamento por el Partido Laborista llegó a pasar 60 días en prisión por negarse a pagar el impuesto. El ala derecha de su partido, en cambio, no tuvo nada mejor que tachar a todos los anteriores de «revolucionarios de juguete». A todo ello hizo oídos sordos Margaret Thatcher, que convirtió a la poll tax una cuestión personal y declaró que el gobierno no daría marcha atrás en su decisión.
El Comité Ejecutivo de la ABF decidió convocar una gran manifestación en Londres para el 31 de marzo de 1990, coincidiendo con la fecha de la aprobación del impuesto. El seguimiento superó todas las previsiones de la Federación, que había calculado la asistencia de alrededor de 60.000 manifestantes: la coordinación de los movimientos sociales, el buen tiempo y la decisión a última hora del Partido Laborista de unirse a la protesta atrajeron al mediodía hasta Kennington Park, al sur del Támesis, a más de 200.000 manifestantes procedentes de todo el país, que se desbordaron en todas direcciones, colapsando prácticamente por completo el centro urbano. Hacia las 14:30 Trafalgar Square, lugar donde terminaba la marcha, ya se encontraba casi a su plena capacidad. La policía, temiendo que algún grupo de manifestantes -y muy especialmente los anarquistas de Class War, una organización que preconizaba la «propaganda por los hechos» y que había ganado cientos de afiliados descontentos con la política de los partidos socialistas- alcanzara Downing Street, desplegó a sus unidades antidisturbios y bloqueó Whitehall Street por sus dos salidas, atrapando a un buen número de participantes en la marcha. Otro grupo de manifestantes, en su mayoría miembros de Class War, y que desconocían la maniobra policial, entró en Whitehall por Richmond Terrace (la calle que lleva, precisamente, a Downing Street) justo cuando habían empezado las primeras detenciones. Cuando algunos manifestantes trataron de impedirlas, estallaron los primeros enfrentamientos serios entre policías y manifestantes, que poco a poco se fueron desplazando hasta llegar a Trafalgar Square a medida que los manifestantes retrocedían.
La policía antidisturbios decidió cargar contra la manifestación justo cuando ésta estaba a punto de concluir, lo que fue interpretado como una provocación por los manifestantes, que ayudaron a todos los que iban llegando procedentes de Whitehall a resistir la carga policial. A partir de aquí ya no hubo punto de retorno. La policía trató de dispersar a los manifestantes cargando a caballo contra hombre, mujeres, niños y ancianos. (Una joven fue arrollada por los caballos y arrastrada unos metros). Carga ésta que fue respuesta con palos, piedras, botellas, vallas, conos de tráfico y, en fin, todo el material que encontraron a mano. Los manifestantes no sólo consiguieron repeler la carga policial, sino que empezaron a avanzar contra ellos. Robert Huntley, un policía que se vio atrapado con su sargento en un coche patrulla, relata cómo «la pata de un andamio atravesó una de las ventanas, y luego nos arrojaron una señal de tráfico entera.»
A las 16:30 la policía tomó la decisión de cerrar las estaciones de metro, atrapando a toda la gente en la plaza. Unos mineros en huelga que se habían unido a la convocatoria treparon por unos andamios cercanos, desde los que lanzaron una lluvia de cascotes y restos de obra, retrasando así el avance policial aquí y allá. La policía, siguiendo el ejemplo de sus homólogos sudafricanos, condujo en dirección a los manifestantes con las furgonetas antidisturbios como método de disuasión, siendo un manifestante arrastrado 60 yardas por una de las furgonetas. Un numeroso grupo consiguió rodearlas, desmontar la protección de los cristales y llevarse cascos y escudos de los antidisturbios, que emplearon para defenderse de aquellos a quienes se los habían sustraído. Los oficiales de una de las furgonetas no pudieron hacer otra cosa que encerrarse en su interior y esperar a que amainase la tormenta para ser rescatados. El caos era ya absoluto.
Hacia las cinco de la tarde dos casetas de herramientas bajo los andamios y una sala de la Embajada de Sudáfrica -la Sudáfrica del apartheid- empezaron a arder, cubriendo la plaza de humo. La oscuridad obligó a la policía a detenerse durante veinte minutos y abrir las salidas sur de la plaza. Al ordenar las autoridades el cierre de los pubs de la zona, sólo consiguieron aumentar el número de alborotadores. Entre las seis y las siete de la tarde, la multitud salió en todas direcciones, rompiendo escaparates, asaltando tiendas e incendiando coches a su paso por Picaddilly Circus, Oxford Street, Regent Street, Charing Cross Road y Covent Garden, hasta las 3 de la madrugada. No puede decirse que fuese precisamente violencia descontrolada: los establecimientos de The Body Shop, Burberry’s, Mappin and Webb, McDonalds, Barclays Bank, Tie Rack, Armani, Ratner, National Westminster Bank, los almacenes Liberty’s, varios concesionarios de automóviles y otras tiendas del West End fueron atacados con especial saña. Los pubs, el pequeño comercio, los coches viejos y las oficinas de las aerolíneas irlandesas Aer Lingus amanecieron sorprendentemente indemnes a pesar de los disturbios.
Mientras los medios de comunicación cubrían las revueltas, la Primera Ministra se encontraba en una conferencia del Partido Conservador en Cheltenham que se centraba casualmente en el impuesto que había provocado lo que ya se empezaba a conocer como la (segunda) Batalla de Trafalgar. Cuando le informaron de lo ocurrido, Thatcher sólo pronunció una palabra: «wickedness«, que podría traducirse por algo así como «horror absoluto». La revuelta contra la poll tax se saldó con más de 400 heridos y un número mayor de detenidos. Las consecuencias podrían haber sido todavía peores: en el 2006 el gobierno británico desclasificó unos documentos que revelaban que la policía, creyendo haber perdido el control de la situación, ordenó abrir fuego contra los manifestantes, orden que no fue efectuada por un fallo en las comunicaciones. Una campaña en favor de los detenidos consiguió demostrar con pruebas de vídeo que al menos 491 de los acusados fueron arrestados con pruebas falsas. La popularidad de Thatcher se vino abajo como un castillo de naipes en cuestión de meses. La aparición de rivales en el seno del Partido Conservador, aprovechando el momento de debilidad de su líder, terminó con la victoria de John Major. Si en 1987 Thatcher había ganado las elecciones por tercera vez consecutiva por mayoría y parecía invencible, tres años después «la dama de hierro» abandonaba Downing Street con lágrimas en los ojos. Lo primero que hizo Major nada más llegar al poder fue abolir la poll tax.
Martin Luther King, alguien poco sospechoso de defender los métodos violentos, reconoció muchos años antes que «los disturbios son, en el fondo, el lenguaje de a quienes no se escucha.» (A riot is at bottom the language of the unheard). Puede que al final haya que darle la razón a Ian Hernon, autor de un interesante libro sobre el tema (Riot! Civil Insurrection from Peterloo to Present Day, Pluto Press, 2006): «el amenazante rugido de la multitud quizá haya hecho más por el cambio social que el comedido debate parlamentario.»
III
Conozco la sensación: el verano del 2007 trabajé como becario en el departamento de prensa de una productora de cine. A finales de cada mes -escena inmemorial donde las haya- acudía al despacho del departamento de contabilidad a recibir mi sueldo, y mi sueldo era un billete violeta y cabía en un sobre. No cotizaba, ni tenía seguro médico -tal era el contrato- y mi sueldo era un billete violeta y cabía en un sobre. Y era el mejor trabajo que encontré ese verano: el otro que me ofrecieron era en el servicio de atención telefónica de una caja de ahorros y aún estaba peor pagado.
Con mi sueldo, que era un billete violeta y cabía en un sobre, no podía hacer gran cosa, así que me tuve que quedar la mayor parte del verano en mi casa. De vez en cuando, muy de vez en cuando, iba al centro a pasear, a ver a un amigo o a tomar una cerveza. La vuelta, subiendo a pie el Paseo de Gràcia -mejor no malgastar el dinero en transporte-, remedaba el via crucis para la así llamada «generación de los 700». A cada paso, un luminoso: GUCCI, ARMANI, HERMÈS, LOUIS VUITTON.
A veces me detenía ante los escaparates. Era una sensación extraña: a un lado del cristal, un joven frustrado, sin vacaciones, sin perspectivas de futuro, cuyo sueldo era un billete violeta -¿adónde llevaría ese puente?- y cabía en un sobre; al otro, trajes, pañuelos y zapatos que costaban lo que tres veces mi salario, nuevos, relucientes, presentados en los entornos de ensueño que describiera Walter Benjamin en sus Pasajes. Y un cristal -sólo eso, nada más- nos separaba. Cómo no acordarse de la fría ecuación con la que David Ricardo describió al naciente capitalismo industrial: un obrero que produce un sombrero vale tanto como el sombrero que produce. Los jóvenes de mi generación, por lo visto, valemos mucho menos. El tipo de cosas que generan rabia, frustración, impotencia.
Cinco años antes había entrado en la universidad para estudiar Comunicación Audiovisual. Aún recuerdo a algunos profesores decirnos, con olímpica altivez, o crasa estulticia, no lo sé, lo «orgullosos» que estaban de impartirnos clase a nosotros, «la flor y nata de la universidad», que estudiábamos «una carrera de un brillante futuro» en «la sociedad de la información» en que ahora vivíamos. ¿Dónde estaba entonces mi futuro y el de muchos de mis compañeros? ¿En aquel billete violeta? ¿O quizás, con suerte, en dos? Lo más radical que nunca nos enseñaron fue la Escuela de Frankfurt tardía: Adorno y Horkheimer. Se hacen una idea. Y cuando tratábamos de ver que había más a la izquierda en busca de respuestas, los profesores nos tomaban del brazo y nos hacían volver a lo de siempre: allí -nos susurraban- no hay nada, sólo un camposanto, de viejas glorias cuyo tiempo hace mucho que ya pasó. Se podían contar con los dedos de una mano los profesores que nos hablaron de Walter Benjamin, Siegfried Kracauer o Fredric Jameson.
No era, por supuesto, el único, ni el que peor estaba. Los más resueltos de mis colegas cobraban un salario que también cabía en un sobre: dos billetes violeta, pero se los ingresaban directamente en el banco. Otros malgastaron cinco años de su vida o más en la universidad para terminar trabajando como camareros, recepcionistas, teleoperadores, oficinistas o reponedores de supermercado. Los que mejor parados han salido son quienes ya lo tenían todo solucionado incluso antes de entrar: el título era un trámite. El tipo de cosas que generan rabia, frustración, impotencia.
Así que no es en absoluto de extrañar que, en su desesperación, que también era la mía, muchos de ellos soñasen con romper, de una certera pedrada, del embaldosado arrancada, aquel cristal y ver a todos aquellos trajes, pañuelos y zapatos de GUCCI, ARMANI, HERMÈS, LOUIS VUITTON, nuevos, relucientes, presentados en los entornos de ensueño que describiera Walter Benjamin en sus Pasajes, consumirse entre lenguas de fuego.
Póngase por un momento en la piel de un joven que gana seiscientos, setecientos u ochocientos euros al mes. No puede hacer gran cosa. Ni siquiera puede permitirse sumergirse en un baño de ansiolíticos que aplace la rabia hasta nuevo aviso. «Entonces comienza a pensar. Ello es peligroso para él y lo es para el Estado» (Ilya Ehrenburg). Se preguntan: ¿Quién? y ¿Por qué? y luego ¿Por qué no?. Luego ya no se preguntan nada. Luego viene la toma de conciencia. En algunos casos, el petróleo. «¿Qué generación -se pregunta Mike Davies en el artículo antes citado- en la historia moderna (aparte de los hijos de la Europa de 1914) ha sido tan totalmente traicionada por los patriarcas?»
Unos metros -sólo eso, nada más- separan Kolonaki, el barrio chic de Atenas, de Exarcheia, el barrio desde el que se ha propagado la revuelta.
IV
«Las revueltas», escribió Brecht en Me-Ti, «estallan en callejones sin salida.» Habrá que recordarlo, por lo que pueda pasar en el futuro próximo. Las nueves barras de la bandera griega, por cierto, simbolizan las nueves sílabas de E–LEF–THE–RI–A I THA–NA–TOS, que en griego significa LIBERTAD O MUERTE.