Me telefonea mi buen amigo Gervasio Guzmán. «¿Qué piensas de la revuelta de los jóvenes en Grecia?», me pregunta. Y sin esperar mi respuesta, prosigue: «Está claro que tienen sobrados motivos de descontento, pero eso no les da derecho a armar la marimorena. ¡Se han dedicado a romperlo todo!». Compruebo una vez más cuántos presuntos […]
Me telefonea mi buen amigo Gervasio Guzmán. «¿Qué piensas de la revuelta de los jóvenes en Grecia?», me pregunta. Y sin esperar mi respuesta, prosigue: «Está claro que tienen sobrados motivos de descontento, pero eso no les da derecho a armar la marimorena. ¡Se han dedicado a romperlo todo!».
Compruebo una vez más cuántos presuntos herederos del 68 -Gervasio sigue hablando de las luchas estudiantiles de entonces con lacrimosa emoción de ex combatiente- han olvidado por entero los principios rectores de aquel movimiento juvenil. Una de las principales consignas de los estudiantes del Mayo francés fue «On a le droit de se révolter» («Tenemos derecho a rebelarnos»). En nombre de esa convicción, quemaron coches, rompieron escaparates y tiraron todos los cócteles molotov que pudieron.
«¡Pero es que Grecia es una democracia!», me argumenta Gervasio. ¿Y qué? ¿Lo eran menos la Francia, la Italia, la Alemania o la Gran Bretaña de 1968? No; lo eran más.
Cabe entender la democracia como un sistema en virtud del cual cada tantos años se convocan elecciones para que se disputen los escaños del parlamento los partidos políticos que cuentan con el dinero necesario para hacerse oír. Si la democracia es eso, Grecia es una democracia. Pero, urnas aparte, la política griega pertenece al reino de la corrupción, el nepotismo y la desatención de las necesidades populares más elementales: educación, sanidad, infraestructuras, medio ambiente…
La clase dominante griega ha logrado que muy buena parte de la población de su país, joven y menos joven, esté harta de cómo la tratan. Porque no ve cómo arreglárselas para vivir. Y, como está desesperada, se rebela. Tiene derecho a rebelarse.