El 29 de diciembre se cumple el decimoquinto aniversario de la Firma de la Paz Firme y Duradera. Quince años han pasado desde que los comandantes del movimiento armado (la URNG: Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca) y el gobierno del por entonces presidente Álvaro Arzú estamparan solemnemente sus firman para dar así por terminada la segunda […]
El 29 de diciembre se cumple el decimoquinto aniversario de la Firma de la Paz Firme y Duradera. Quince años han pasado desde que los comandantes del movimiento armado (la URNG: Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca) y el gobierno del por entonces presidente Álvaro Arzú estamparan solemnemente sus firman para dar así por terminada la segunda guerra civil más prolongada del continente, luego de la colombiana.
Ya quince años de paz…. ¿De paz? Las interrogantes que se abren son muchas más que las respuestas.
Se dice y repite hasta el hartazgo que «la paz es mucho más que la ausencia de guerra». Verdad rotunda, sin dudas. En Guatemala ello se hace patéticamente evidente. Formalmente en el país hace ya una década y media que terminó el enfrentamiento bélico, pero muy lejos se está de la paz. Es cierto que ya no existe un clima de militarización con fuerzas armadas ocupando todos los espacios (los geográficos y también los sociales), enfrentamientos armados, zonas tomadas por la guerrilla e impuestos de guerra, estrategias contrainsurgentes con desaparición forzada de personas y campañas de tierra arrasada. Todo eso quedó en el pasado. Ahora el país, formalmente al menos, vive en «democracia». Ninguno de los dos contrincantes antaño enfrentados en el campo de batalla puramente militar ha vuelto a desarrollar acciones bélicas contra el otro; el cumplimiento del cese al fuego ha sido celosamente respetado por ambas partes, y sus fuerzas desmovilizadas se han integrado a la vida civil. De ello pueden dar fe una larga lista de observadores y acompañantes internacionales del proceso de paz. Pero la paz, si es cierto que ella es más que la ausencia puntual de guerra, es una realidad muy lejana en la cotidianeidad de la sociedad guatemalteca.
El país sigue presentando índices de pobreza y exclusión social alarmantes. Según datos de Naciones Unidas, ocupa el primer lugar en América Latina y el sexto a nivel mundial en desnutrición crónica (UNICEF, 2011). Por otro lado, dada la catástrofe medioambiental que se vive, el cambio climático lo coloca en cuarto nivel a escala global en orden a la vulnerabilidad derivada de los desequilibrios ecológicos, que golpean básicamente a los sectores pobres. El analfabetismo sigue siendo una dura realidad, con un 25% de su población que no lee y escribe (ya no digamos analfabetas digitales, donde apenas un 10% del total de sus habitantes se conecta a internet); el 51% de los guatemaltecos se encuentra por debajo de la línea de pobreza (2 dólares diarios de ingreso), las diferencias entre lo urbano y lo rural continúan tajantes, con población de origen maya siempre excluida, sin mayor representación política (8 diputados mayas sobre un total de 158), condenada a los peores y más mal pagados empleos, y para una buena parte de la juventud en general, maya y no maya (70% de la población tiene 30 años o menos) la única salida posible es marchar como inmigrante irregular a Estados Unidos en búsqueda de mejores horizontes. En otros términos: las causas estructurales que encendieron la mecha de la guerra civil en la década de los 60 del siglo pasado siguen vigentes.
Para completar el paisaje social donde la paz es, ante todo, una dudosa declaración discursiva, podría agregarse que hoy por hoy, a partir de una compleja sumatoria de motivos, la situación de inseguridad ciudadana coloca a la sociedad en un clima de zozobra perpetua, donde la criminalidad campea impune y la sensación de indefensión de la población civil, aunque por distintos motivos, no es tan distinta de la vivida años atrás en los momentos más álgidos del conflicto armado interno.
No cabe ninguna duda que hoy ya no se respira un agobiante clima dictatorial, que no hay retenes policiales ni militares a cada paso, que existen garantías constitucionales desconocidas algunos años atrás. Si se quiere hacer una lectura optimista de todo ello, sin dudas se puede concluir que hoy la guerra es algo del pasado, y el 15 º aniversario de la firma de la paz da para festejar mucho. Pero quedarse sólo con eso puede ser un tanto miope…, o malintencionado.
Hoy no hay guerra, eso es una realidad. No hay 20 muertos diarios producto de las acciones bélicas, no hay censura en los medios de comunicación, cualquiera puede expresar bastante libremente sus ideas sin temor a los servicios de inteligencia que lo estarán persiguiendo, se puede circular sin mayores restricciones por cualquier parte del país…, pero la paz no ha llegado. Y tal como van las cosas, nada indica que ande cerca, aunque se festeje quizá con cierta pompa un nuevo aniversario (u otros más en el futuro inmediato, porque nada indica que en el breve plazo vaya a darse un nuevo conflicto bélico interno).
Dos cuestiones importantes a destacar entonces. Por un lado, si bien hoy no existe una dinámica de guerra, un abierto clima bélico con combates, atentados y emboscadas, la sensación de inseguridad generalizada así como la cantidad de muertos diarios por hechos criminales colocan a Guatemala con tasas de violencia como si se tratara de un país en guerra. De hecho, está entre los más violentos del mundo (en el momento de festejar este nuevo aniversario, la cantidad de muertos diarios por hechos violentos ronda las 15 personas, con una tasa de homicidios de 45 por cada 100.000 personas al año, considerada altísima según los patrones internacionales). Junto a ello, abonando también al clima de violencia generalizada, como fenómenos directamente ligados a la cultura militarizada de la post guerra se da una serie de hechos altamente cuestionables y preocupantes: la cultura de violencia y desprecio por la vida que legaron tantos años de guerra está incorporada en la normalidad cotidiana. De ahí que puedan verse como hechos cotidianos los linchamientos, la «limpieza social» de «indeseables» (rateros, pandilleros, travestis), la proliferación de violentas pandillas juveniles con lógicas de acción y armamentos militares (lo que puede hacer pensar en agendas ocultas tras de ellas), el asesinato con posterior descuartizamiento de las víctimas, el feminicidio en curso (asesinato selectivo de mujeres con marcado sadismo, lo cual comporta mensajes políticos), y el consecuente pedido de «mano dura» por parte de la población para terminar con esta explosión de violencia que se presenta como incontenible. Por lo pronto, en las recién pasadas elecciones quien acaba de ganar la presidencia es un general retirado que justamente prometía endurecimiento contra esta inseguridad, y fue lo que le llevó a triunfar en la justa electoral, asentándose en el temor de la población, urbana en mayor medida.
Junto a esta primera consideración, no puede dejarse de mencionarse como otro elemento especialmente importante que conspira contra la paz, la expandida cultura de impunidad que barre toda la sociedad. En realidad, todos estos elementos se interconectan, y combinadamente son los que tornan tan difícil -cuando no imposible- hablar seriamente de una genuina paz en Guatemala: a) la pobreza crónica como común denominador con diferencias irritantes entre los más ricos y los más excluidos (el país tiene el promedio más alto del mundo en tenencia de automóviles Mercedes Benz per capita, así como de avionetas particulares, junto a índices de pobreza escalofriantes, como Haití o como países del á frica sub-sahariana), combinado con b) los efectos que dejó la guerra (armas en manos de civiles por doquier, legales y no legales; agencias de seguridad privada que superan en número en un 600% a los efectivos policiales nacionales; aceptación normal de salidas violentas para resolver todo tipo de conflictos, estructuras del aparato contrainsurgente que no se han desmantelado y continúan manteniendo cuotas de poder, muchas veces enquistadas en el mismo Estado), todo lo cual se da sobre c) un mar de fondo de absoluta impunidad (según lo reconoce el mismo sistema de justicia oficial, 98% de los crímenes no llega jamás a condena; con algunos centavos, o con un buen matón a sueldo, cualquier juez se «ablanda», con lo que el mensaje dominante es, entonces, que la justicia no funciona).
Es importante resaltar que la impunidad no es sólo un efecto de los años de guerra; el enfrentamiento armado la dejó ver de un modo evidente, pero en realidad puede llegar a decirse que el mismo conflicto bélico vivido por 36 años y la modalidad que el mismo tomó fueron consecuencia de una impunidad crónica que marca toda la historia del país. Desde la constitución del Estado-nación moderno, en 1821, la unidad nacional no dejó de ser pensada y manejada como gran finca, con una aristocracia agroexportada mirando siempre hacia el extranjero (Europa o Estados Unidos), que basó su desarrollo económico en una inmisericorde explotación de la mano de obra desorganizada y barata, indígena en su mayoría. La cultura de impunidad recorre de cabo a rabo la formación de la sociedad guatemalteca, haciendo posible que un finquero fuera amo y señor de su tierra, disponiendo de un modo casi feudal lo que sucedía en su propiedad. A modo de ejemplo, valga decir que durante la dictadura del general Jorge Ubico, entre 1931 y 1944, existía una ley que legitimaba abiertamente esta impunidad permitiendo al finquero cometer cualquier tropelía contra el empleado díscolo, eximiéndolo de toda responsabilidad penal. Tiempo en que se vendían las fincas con «todo lo clavado y plantado, indios incluidos». Es decir: impunidad que marca la vida cotidiana en todos sus aspectos, haciendo que las asimetrías entre poderosos y desposeídos sean abismales, con un Estado que no hizo sino legitimar históricamente esas diferencias, siempre pensando en la agroexportación llevada a cabo por una escasa élite, multinacional muchas veces, y de espaldas a las grandes mayorías, rurales en lo fundamental. Impunidad que se expresa en todos los aspectos de la vida; valga como muestra la relación entre géneros, donde hasta hace algunas décadas la mujer que deseaba trabajar fuera de la casa necesitaba el consentimiento de su padre, esposo o tutor, o donde el varón que violaba a una mujer menor de edad, según una normativa jurídica nacional aprobada constitucionalmente, si ésta lo aceptaba luego como esposo, quedaba libre de toda responsabilidad criminal, ley que fue derogada recién después de la Firma de los Acuerdos de Paz.
Todo esto significa que la impunidad como norma es la matriz con la que se desenvolvió la sociedad guatemalteca a través de los años, de los siglos. La guerra civil que enlutó al país dejando una cauda de 200.000 muertos y 45.000 personas desaparecidas y de cuya finalización ahora se celebra el 15 º aniversario, expresa la brutalidad impune con que siempre se han manejado las cosas: el silencio y la resignación como norma, y cuando se pretende protestar, represión feroz, sabiéndose que quien reprime no tendrá consecuencias (de hecho, después de terminad la guerra y con la cantidad enorme de violaciones de derechos humanos registrada, no hay prácticamente ningún juicio que condene a los responsables de estos abusos -más de 600 masacres de aldeas campesinas, por ejemplo-, salvo algunos ocasionales «chivos expiatorios» (algún militar de bajo rango, algún agente de policía o algún patrullero civil, pero nunca alguien de la jerarquía castrense). Dicho en otros términos: la impunidad es la ley imperante.
Terminó la guerra, es cierto, pero las causas estructurales que la provocaron persisten, y la cultura de impunidad reinante hace que lo que se firmó 15 años atrás no haya podido, y como van las cosas, no vaya a poder concretarse nunca. Es decir que, tal como está la situación real, los Acuerdos de Paz no pueden dejar de ser letra muerta para pasar a constituirse en hechos efectivos de la vida político-social en Guatemala. Los poderes reales del país (los grupos aristocráticos tradicionales ligados a la agroexportación o ligados a las nuevas economías globales, o las nuevas aristocracias emergentes, ligadas en muchos casos a economías no muy «santas» -narcotráfico, lavado de dinero, contrabando-, así como los llamados «poderes ocultos» que siguen manejándose con la lógica contrainsurgente de años atrás), si bien aceptaron la firma de la paz, nunca se comprometieron realmente con la misma. Lo que fijan los Acuerdos de Paz no es vinculante: nunca pasaron a ser texto constitucional. Se cumplieron a cabalidad los acuerdos que fijaban la desmilitarización concreta, la desmovilización de efectivos del ejército y del movimiento guerrillero con su correspondiente reasentamiento y opciones para la reinserción a una vida no militar. Pero todos aquellos acuerdos que fijaban -al menos en el papel- modificaciones reales a la estructura de poder en el país (tenencia de la tierra, tributación fiscal, políticas sociales) no pasaron de las buenas intenciones.
Podría decirse que en el único campo donde se registraron algunos reales avances es en la presencia cultural de los pueblos mayas. Hoy día el racismo no ha desparecido de la sociedad guatemalteca; ni siquiera eso se plantea seriamente con políticas públicas sostenibles. Pero sí es cierto que las nuevas agendas abiertas luego de la Firma de la Paz en 1996 visibilizaron bastante la situación de los pueblos originarios. No cambiaron en lo sustancial, pero al menos hoy tienen una presencia nueva con la que no contaron en la historia pasada. Esa es, quizá, la faceta más visible como cambio social en estos 15 años. De todos modos es preciso destacar que en ese cambio cultural hay mucho de cosmético, de espectáculo preparado en términos de «corrección política» y en el que cuenta mucho el apoyo económico de la comunidad internacional: se les permite y reivindican sus ceremonias religiosas ancestrales, por ejemplo, pero su situación económica real no cambia. Hace ahora un año en que se produjo un accidente donde un camión cargado de «indios» (80, para ser exactos) volcó, provocándose la muerte de alrededor de 20 de ellos. Era un camión que llevaba población maya a un corte de café igual a como se hizo históricamente, transportándolos de sus lugares de origen a las fincas de producción en las peores condiciones: el accidente dejó ver lo que continúa siendo la realidad social de los pueblos originarios, más allá de algunas transformaciones mas cosméticas que sustanciales: la mano de obra barata acarreada como siempre, aunque se alienten oficialmente sus ritos religiosos en un país de tradición católica a morir.
Ahora bien, si nada ha cambiado, si incluso puede pensarse que «poderes ocultos» siguen manejando metodologías contrainsurgentes fomentando el actual clima de inseguridad pública («en río revuelto, ganancia de pescadores»…): ¿por qué se firmó la paz entonces? Eso hay que entenderlo en el contexto regional, pero más aún, en el concierto internacional. La guerra estaba empantanada desde hacía ya un buen tiempo antes que se sellara la histórica firma el 29 de diciembre de 1996. Técnicamente ninguno de los dos contendientes podía derrotar en forma abierta al otro; de todos modos, las estrategias contrainsurgentes seguidas por las fuerzas armadas habían desmovilizado ampliamente a las bases populares, campesinas en su mayoría, creando un clima de terror que no permitía el crecimiento político de la propuesta revolucionaria. De esa cuenta, la guerrilla no crecía, y mucho menos podía imponerse. Y para la derecha guatemalteca, si bien la convivencia con la guerra no le era cómoda, tampoco le era especialmente incómoda, dado que seguía adelante con sus negocios (siempre lo más importante en la lógica de acumulación del capital), en tanto las fuerzas armadas -dominantes de la escena política- habían conseguido un espacio económico que la guerra misma no le impedía, o más bien favorecía. Si se firmó la paz fue porque la composición del escenario internacional, dominado por la hegemonía estadounidense, no la alentaba, o dicho de otro modo: ya no necesitaba de estas guerras regionales en Centroamérica.
La Guerra Fría había tocado a su fin y los grupos armados ya no tenían mayor espacio para seguir moviéndose. En Nicaragua, caída la revolución sandinista por vía electoral en 1990, para la geoestrategia imperial ya no era necesario seguir manteniendo a la Contra en el plano militar. Ese reacomodo de fuerzas y los aires de «pacificación» que se fueron imponiendo para la región, hicieron que la guerrilla salvadoreña -el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, FMLN- no pudiera seguir adelante con su lucha, llegando a una paz negociada políticamente en 1992. El escenario no permitía tampoco la continuidad del proyecto revolucionario por vía armada en Guatemala, con un campo socialista ya desintegrado y con Cuba atravesando su terrible «período especial», dificultándosele cada vez más el apoyo a los procesos transformadores en el área. La paz, entonces, fue más producto de la imposibilidad de seguir adelante con una guerra que ya no tenía reales posibilidades de triunfo por parte de la URNG que por un proceso genuino de transformación que superara las diferencias históricas que la habían iniciado casi cuatro décadas atrás.
De algún modo puede decirse que no habiendo podido triunfar en el plano militar, el movimiento revolucionario plasmó en el papel de los Acuerdos buena parte de su ideal de cambio para sentar las bases de una nueva sociedad. Ahora bien: si la derecha nacional, incluidas sus fuerzas armadas -y por supuesto con el aval de Washington- aceptaron esa firma, fue porque la correlación de fuerzas políticas se lo permitía: se firmaba algo sabiendo que luego, en la práctica, nada cambiaría. Al día de hoy es poco lo cumplido de esos históricos acuerdos. Y lo que no se cumplió en 15 años, ya muy difícilmente pueda cumplirse de aquí en más. El gobierno entrante del general Otto Pérez Molina, que asumirá el próximo 14 de enero del 2012, no augura para nada una profundización de esos acuerdos, sino por el contrario su paulatino olvido.
15 años después, la maniobra es evidente: se puso fin a un proceso militar que, sin ningún lugar a dudas, era contraproducente para muchos sectores pues no ofrecía salidas, pero el genuino espíritu de cambio (paz y justicia) que imponían los Acuerdos está muy lejos de haberse materializado. Se podrá decir ahora, quizá con cierta grandilocuencia, que efectivamente no hay guerra, que se silenciaron las armas y que el clima democrático prevalece. Aunque eso es muy relativo, muy engañoso incluso: no hay guerra formal, pero sigue habiendo 18 muertes diarias por inanición, por hambre, en un país productor de alimentos.
Las luchas sociales siguen. No hay, en todo caso, un proyecto claro y definido desde la izquierda; el movimiento guerrillero, ahora reconvertido en partido político, no encuentra su espacio, y su actuación electoral es bastante pobre. Por otro lado, los movimientos sociales están desperdigados, sin haber instancias que aglutinen todo el descontento que flota en el aire. Es cierto que no hay acciones armadas, pero la conflictividad está a la orden del día expresándose de una y mil maneras. La violencia delincuencial que azota al país es una expresión (en muy buena medida manipulada desde las sombras) que funciona como mecanismo de control social. Por supuesto, los beneficiados de todo ello no son los ciudadanos de a pie que la experimentan día a día.
No hay guerra, es cierto, pero sigue habiendo muerte, sufrimiento, pobreza extrema, desesperanza y desmovilización. Si se quiere ver con objetividad: no hay guerra en términos formales, pero el país no está en paz ni remotamente. Por tanto, es poco lo que puede festejarse este 29 de diciembre.
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