Guatemala es uno de los países de todo el orbe donde las injusticias son más evidentes, más impunes y descaradas. Ello se debe a una sumatoria de causas; hay una historia que pareciera inmodificable tras todo ello. 36 años de sangrienta guerra civil no lograron transformarlo.
Para decirlo brevemente: es un país eminentemente campesino, cuyas principales fuentes de recursos las da el agro. Tanto en los rubros de agroexportación que generan la mayor cantidad de divisas y alimentan a opulentas aristocracias (las tradicionales azucareras y cafetaleras, recientemente también ligadas a la palma aceitera), así como en la producción de los granos básicos con que sobrevive la gran mayoría de su población, el campo es la fuente principal de riqueza. Últimamente, manejada por nuevos sectores emergentes salidos de la pasada guerra interna (militares retirados en buena medida, y nuevas mafias) podría agregarse la producción de plantas que servirán como droga (cannabis) o como materia prima para la elaboración de heroína (amapola). Este es un rubro muy reciente y todavía no incide especialmente en el Producto Bruto Interno, pero va camino. En síntesis: lo rural tiene una importancia definitoria en la dinámica nacional.
En términos económico-sociales, según datos proporcionados por los Informes de Desarrollo Humano aportados por Naciones Unidas, Guatemala, junto a un pequeño puñado de países con características bastante similares, siempre evidencia los peores índices de distribución de la renta nacional; es decir, es de los diez lugares del mundo donde las diferencias entre ricos y pobres son más irritantes. Una investigación realizada por la empresa Wealth- X, asociada al banco suizo UBS, estudio citado y analizado por la desaparecida publicación electrónica guatemalteca Nómada, mostraba que “hay 260 ultra-ricos guatemaltecos que poseen un capital de US$30 mil millones, lo que representa el 56% del PIB. [Es decir que] 0.001 por ciento de los 15 millones de guatemaltecos tienen más capital que el resto de la sociedad. (…) Los $30 mil millones [de dólares] son Q231 mil millones [de quetzales]. Esto equivale a lo que el Estado de Guatemala recauda cada cuatro años.”
Las injusticias –estructurales e históricas– se manifiestan igualmente en la discriminación étnica, hondamente presente en la vida cotidiana. En un país donde alrededor del 60% de su población es de origen maya, los grupos indígenas están marginados en su propia tierra, condenados a la exclusión social, económica y política. Hasta mediados del pasado siglo, cuando la Revolución de Octubre de 1944, las fincas se vendían con «todo lo clavado y plantado, indios incluidos«. Esta situación ha comenzado a cambiar –muy lentamente, por cierto–, pero el racismo imperante aún permea todas las relaciones. Para ilustrarlo: es común escuchar entre la población no-indígena el dicho «seré pobre pero no indio«. Pese a unos primeros y muy tibios cambios, la población maya sigue siendo la más excluida, presentando los peores índices socioeconómicos, con mayores niveles de desnutrición, analfabetismo y carencias varias.
En términos generales, el campesinado maya sobrevive con escasos recursos con una agricultura de subsistencia de muy pequeña escala, siendo mano de obra –barata, no sindicalizada, siempre en situación de precariedad– de las grandes unidades terratenientes. En algunos casos, incluso, es brutalmente despojada de sus territorios ancestrales por terratenientes que buscan terreno para los cultivos de exportación, o por las nuevas industrias extractivas: hidroeléctricas y minería, instaladas en abierta violación de normativas nacionales e internacionales. O, incluso, por la narcoactividad, que busca tierras para sus cultivos. En otros términos: ese campesinado sigue viviendo una tragedia iniciada hace cinco siglos con la conquista española. En lo fundamental, nada ha cambiado.
A estas injusticias de cuño ancestral, que definen en buena medida la identidad del país, se suman otras más recientes, ligadas a la Guerra Fría y a los escenarios que la confrontación Este/Oeste trajo aparejadas en estas últimas décadas. Guatemala fue uno de los países de América Latina donde la guerra interna entre movimiento guerrillero y ejército cobró mayor virulencia; luego de 36 años de lucha armada hay 200,000 muertos, 45,000 desaparecidos, más de 600 masacres de aldeas en zonas rurales, un millón de personas desplazadas. La militarización de toda la vida nacional fue enorme, con consecuencias que aún permanecen, y que sin dudas seguirán estando presentes todavía por algunas generaciones. A ello se agrega, como un elemento que ha dañado muy profundamente –y seguirá haciéndolo por décadas–, una forzada división de la población de las áreas rurales donde, desde una maniquea manipulación con que se llevó a cabo la estrategia contrainsurgente, las redes comunitarias tradicionales fueron virtualmente pisoteadas, extinguidas.
Como parte de las estrategias antiguerrilleras del Estado, se forzó a la población masculina de las áreas rurales –donde operaban las fuerzas insurgentes–, desde adolescentes a tercera edad, a integrarse a fuerzas paramilitares, oficialmente presentadas como voluntarias: las llamadas Patrullas de Autodefensa Civil –PAC–. Durante los años más álgidos del conflicto armado llegó a haber alrededor de un millón de patrulleros. Todos campesinos pobres, mayas, usados como tropa de apoyo en la lógica de la Doctrina de Seguridad Nacional, fueron el principal aliado –aliado forzado, sin dudas– del ejército en su lucha contra la guerrilla, y más aún, contra la base social de la misma: otros campesinos pobres, mayas, tan excluidos históricamente como los mismos patrulleros.
Estos PAC fueron denunciados como victimarios de numerosas masacres y miembros activos de la feroz represión que se vivió en Guatemala por espacio de largos años. Lo trágico de esta historia es que tanto víctimas como victimarios son, en sustancia, lo mismo: campesinos pobres, de origen maya, sin peso político en las decisiones nacionales, sin tierra o con exiguas parcelas que permiten una muy magra subsistencia, con muy escaso grado de estudios formales, viviendo en áreas donde prácticamente no hay servicios del Estado (salud, infraestructura básica, educación, seguridad social). Terminada la guerra –básicamente porque la nueva recomposición de fuerzas luego de la caída del bloque soviético ya no la necesitó– víctimas y victimarios no cambiaron su situación de campesinos pobres y de indígenas discriminados. Pero la ruptura de sus redes sociales de base quedó establecida; los enconos de la militarización siguen vigentes, y aunque víctimas y victimarios deben compartir por fuerza el mismo espacio geográfico –las montañas que fueran teatro de operaciones bélicas, las más remotas aldeas alejadas de la capital–, la historia de tajante división sufrida no va a extinguirse en lo inmediato.
Si bien los Acuerdos de Paz firmados en 1996 y que pusieron fin a ese largo enfrentamiento estipularon medidas de reparación para las víctimas, más de dos décadas después de finalizada la guerra interna la justicia ante tanto crimen aún no llega. Y nada indica que vaya a llegar; solo algunos casos puntuales, importantísimos sin dudas, pero gotas en el océano, que no alcanzan para cambiar en profundidad el estado general de las cosas. Se habla mucho de reconciliación, pero ante una injusticia que cada vez se vuelve más grosera, aquella se torna sumamente difícil. ¿Cómo podría reconciliarse una población desgarrada si toda la estrategia consistió en destruir los tejidos sociales, romper la solidaridad, fomentar la desconfianza y la paranoia de guerra? ¿De qué manera reconciliar una sociedad que sigue viendo, entre aterrorizada y atónica, cómo la impunidad campea soberbia por doquier? El ícono de esa represión antipopular, el general José Efraín Ríos Montt, sentenciado finalmente varias décadas después de su dictadura por crímenes de lesa humanidad (genocidio) a 80 años de prisión inconmutable, a partir de presiones de la élite económica a la que sirvió pasó solo una noche en la cárcel. Luego, con ardides leguleyos, vivió en libertad hasta su muerte en 2018. No es posible construir la paz sobre tanta injusticia; no es posible la paz con hambre y con impunidad. Y como siempre, esa masa campesina sigue olvidada, excluida, falta de atención por parte del Estado. Empobrecida y excluida por la eterna segregación étnica, igual que en la colonia. Y para colmo, desintegrada por esos perversos mecanismos de la contrainsurgencia.
Esa masa de ex patrulleros que de buenas a primeras se encontró con el final de la guerra –para lo cual no decidió nada–, luego de la Firma de la Paz Firme y Duradera el 29 de diciembre de 1996 fue olvidada por sus mandos reales: el ejército. Ninguno de ellos recibió compensación alguna por su trabajo paramilitar dado que, al menos supuestamente, eran voluntarios.
Años después de su formal desmovilización, la administración del Frente Republicano Guatemalteco –de quien fuera fundador y hombre fuerte el ex dictador general Ríos Montt– y bajo la presidencia de Alfonso Portillo, entre el 2000 y el 2004, nombró a esa masa de campesinos «héroes de la patria«, concediéndoles una pensión. La administración siguiente, de Oscar Berger, entre 2004 y 2008, prosiguió con los pagos. Todo ello abrió un profundo debate social: los ex patrulleros ¿son víctimas?, ¿merecen resarcimiento?, ¿se les debe abrir juicio como violadores de derechos humanos? Campesinos mayas pobres reprimiendo a otros campesinos mayas pobres… La tragedia campesina sigue al rojo vivo.
Su utilización como «fuerza acompañante» del ejército, supuestamente en decisión voluntaria (que, por supuesto, no lo fue), hace pensar en la misma estrategia utilizada por la CIA años atrás en Nicaragua para enfrentar a la Revolución Sandinista: la creación de una fuerza contrarrevolucionaria, conocida como «Contra», alimentada básicamente con campesinos pobres manipulados, a los que se le presentó el sandinismo como el peor apocalipsis posible («¿Por qué se metió a la Contra?«, se le preguntó a un comando desmovilizado en 1991, («Porque si no venían los sandinistas y le ponían una vacuna que lo convierte a uno en ateo y comunista«). Esa Contra fue la que minó la revolución nicaragüense con su guerra de baja intensidad, llevándola a su derrota en las urnas en 1990. Los PAC en Guatemala sirvieron en definitiva para detener cualquier intento revolucionario, alternativo al sistema. ¿Estrategia bien planificada? Campesinos pobres matando a otros campesinos pobres.
Más allá de la discusión que todo esto genera, si algo muestra la actual situación creada es que las injusticias siguen en Guatemala. Además de haberse destruido las redes mínimas de convivencia –eso buscaron las estrategias contrainsurgentes, regenteadas en definitiva por Washington–, la polarización insalvable que queda en la sociedad se refuerza una vez más con lo que está sucediendo. Ante las cantidades monumentales de víctimas que dejó la guerra (muertos, mutilados, huérfanos, viudas, gente que perdió sus escasas pertenencias, población con traumas psicológicos), la respuesta del Estado ante estas calamidades ha sido mínima, por no decir inexistente. Solo años después de finalizado el conflicto, con mucha lentitud e irregularidades, se puso en marcha un Programa Nacional de Resarcimiento, con fondos de la cooperación internacional y no del presupuesto ordinario de la nación. Paradójico que los PAC recibieron su indemnización mucho antes que las víctimas; o que «las otras» víctimas, las víctimas reales. Y no puede obviarse que el resarcimiento de estas últimas consistió solo en un desembolso económico –magro, por cierto– sin ningún plan de sostenibilidad a mediano y largo plazo.
¿Fueron los Patrulleros de Autodefensa Civil víctimas? ¿Los utilizó el ejército, obligándolos a convertirse en verdugos de sus mismos hermanos, para luego abandonarlos? Por supuesto que en medio de la guerra hubo de todo: aprovechamientos, «ajustes de cuenta» entre grupos, odios personales que se resolvieron con sangre. Como siempre: las situaciones límites sacan lo mejor y lo peor de los seres humanos, la solidaridad más genuina o el acomodamiento más individualista más repulsivo. Hubo PAC que respiraron tranquilos cuando terminó la guerra –y que secretamente colaboraban con la guerrilla–; otros aprovecharon la situación y se quedaron con las tierras y las viudas de quienes ajusticiaron. Evidentemente, la ruptura de los tejidos sociales y el odio generado por el enfrentamiento armado, aumentado por la llegada en masa de las iglesias neoevangélicas que inundaron las aldeas rurales con mensajes apocalípticos y anticomunistas, aumenta la tragedia campesina. Los nuevos cultos evangélicos fundamentalistas que llegaron con la guerra –no olvidar que el general Ríos Montt era pastor evangélico– dividieron más aún el tejido social, quitándole lugar a la Teología de la Liberación de la Iglesia católica. «No somos mayas sino evangélicos«, dijo alguna vez un campesino maya-quiché. ¿Divide y reinarás?
Entonces: ¿cómo lograr una genuina reconciliación entre población tan dividida? La misma es muy difícil, imposible quizá, si no hay justicia. Así todo, con justicia, es difícil reconciliar dos actores tan extremos, tan enfrentados como víctimas y victimarios. En definitiva: ¿por qué van a reconciliarse? Una cosa es la idea, externa al proceso, por cierto, de decir: «una sociedad no puede vivir eternamente en guerra, por tanto, hay que reconciliarse«. Otra cosa muy distinta es la posibilidad real de que ello suceda. ¿Por qué un torturado, o una viuda, van a abrazarse con su verdugo? ¿Cómo, en nombre de qué? Lo que sí sucede es que la vida continúa, por fuerza, y las poblaciones generan mecanismos para seguir sobreviviendo, para compartir incluso espacios comunitarios entre víctimas y victimarios, aunque en lo profundo siga el odio. Es posible la reconciliación en términos individuales, después de una pelea con la propia pareja, con un familiar, con un vecino; pero eso no funciona con similares categorías en términos sociales. Pasados más de 60 años los nazis siguen siendo odiados por los judíos víctimas o descendientes de víctimas del Holocausto, y por los no-judíos en tanto ejemplo de lo que nunca más se debe transitar: el odio racial, la idea de «raza superior». ¿Quién podría reconciliarse con esos asesinos engreídos? En todo caso, se les juzgó, en el memorable Juicio de Nüremberg, y se les condenó. Homologando la pregunta: ¿por qué pedirle a una viuda campesina que vio cómo torturaban a su hijo o a su esposo y luego lo mataban a machetazos o prendiéndole fuego, que se reconcilie con el varón que luego se quedaría con su parcela y que actuaba como PAC en aquel entonces? ¿Cómo podría aceptarlo nuevamente como un igual, un amigo, un compañero de su comunidad? La estrategia del «divide y reinarás» se cumplió a cabalidad.
Los pueblos mayas siguen siendo olvidados. El movimiento campesino, asentado en el Altiplano Occidental y el norte del país, aunque está supuestamente reivindicado con los Acuerdos de Paz, no ha cambiado su situación de exclusión en lo fundamental. Incluso hoy sigue el despojo. En muchas ocasiones finqueros de las zonas norte del país, en los departamentos de Alta y Baja Verapaz, Izabal, Petén, arremeten contra los pueblos originarios (en este caso: campesinos mayas-quekchíes fundamentalmente) quitándoles sus territorios. Esto se difunde muy poco por los medios de comunicación masivos, o en todo caso se presenta en forma tergiversada, criminalizando la defensa de sus propios territorios ancestrales como «invasiones» a la «sacrosanta e inalienable» propiedad privada terrateniente. Allí no se mencionan los abusos que están cometiendo guardias privados al servicio de esos terratenientes, muchas veces con complicidad de fuerzas estatales, contra los campesinos del lugar, quitándoles tierras para sus negocios, para las plantaciones de palma aceitera, desviando ríos para sus centrales hidroeléctricas, en ocasiones para la instalación de pistas de aterrizaje o laboratorios para el procesamiento y/o trasiego de drogas ilegales. A quienes protestan contra esos atropellos se les calla, y regularmente, con el asesinato.
Definitivamente la balanza se sigue inclinando de forma injusta en Guatemala, y la tragedia campesina, la tragedia de los pueblos mayas no da miras de terminar en lo inmediato. La «democracia» retornada hace ya más de tres décadas no parece solucionar mucho.
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