Es un hecho, a lo largo de la historia humana, que el consentimiento y el control de los sectores populares han sido un asunto de vital importancia para la supervivencia de los grupos o clases dominantes.
En varias de las naciones de nuestra América existe un equilibrio inestable entre las fuerzas conservadoras o reaccionarias (que pugnan por preservar su hegemonía y el orden establecido) y las fuerzas populares (que pugnan por sus reivindicaciones y un nuevo orden), lo que ha sido matizado, de una forma u otra, por la disputa entablada por el imperialismo gringo contra Rusia y China con la finalidad de mantener el estatus de Estados Unidos como única y absoluta gran potencia hegemónica de nuestro planeta. Tal cuestión no representa novedad alguna, dado que ello es, prácticamente, la columna vertebral de la historia común de nuestras naciones. Por eso, las diversas protestas de calle que tienen lugar desde el norte hasta el sur de nuestro continente -siendo Perú el caso más resaltante de los tiempos más recientes-, con unas características y unos objetivos similares, en medio del marco de la legalidad permitida, exhiben resultados igualmente similares, entre estos, asesinatos y desapariciones de luchadores sociales, políticos, estudiantiles, ambientalistas, feministas, sexo-diversos, indígenas y campesinos; además de violaciones de la generalidad de los derechos humanos, gran parte de ellos sin castigo, lo que da cuenta de la complicidad de sus perpetradores y las autoridades encargadas de velar por el cumplimiento de la ley, pasando por encima de los derechos y los intereses colectivos.
Es un hecho, a lo largo de la historia humana, que el consentimiento y el control de los sectores populares han sido un asunto de vital importancia para la supervivencia de los grupos o clases dominantes. Por eso, la autonomía emancipatoria que puedan lograr los grupos subalternos (o populares) deberá enmarcarse en la construcción de una conciencia y de una homogeneidad que permita la construcción de un nuevo tipo de Estado; asumiendo (aún sin una legislación que así lo especifique) parte de las funciones que a este le corresponde, lo que dará paso a una nueva concepción del modelo civilizatorio vigente, traducida en una producción ideológico-cultural propia que es decir la construcción de poder. En tal sentido, es imprescindible trazar un camino de ruptura respecto al predominio ideológico cultural de las clases y grupos dominantes conservadores, cuestión que deben protagonizar y debatir en todo momento las diversas y disímiles formas de organización populares.
Como complemento, se debe tomar en cuenta que el miedo de las elites dominantes al pueblo consciente y organizado ha sido un rasgo constante de la historia. Por consiguiente, todo poder constituido tiende a autoprotegerse. Para lograrlo, éste se vale de legislaciones e instituciones que le otorgan la legitimidad necesaria para evitar y reducir hasta su mínima expresión cualquier tipo de disidencia y cuestionamiento. Si ello no ocurre, siempre habrá a la mano el recurso del terrorismo de Estado, desde el más sofisticado hasta el más salvaje (como se estila en las dictaduras fascistas), todo en nombre de la preservación de la libertad, de la democracia y, con poca diferencia a lo que se decía hasta muy adentrado en el siglo XX, de la cristiandad. Todo rasgo de rebeldía -aun aquel que resulte espontáneo y no conceptualizado- es acallado e invisibilizado de inmediato. No obstante, la identidad oprimida de quienes son segregados y reprimidos en función del orden y el buen comportamiento de los ciudadanos, acaba por aflorar y extenderse, ejerciendo presiones sobre las minorías dominantes, a tal grado que estas se ven obligadas a ceder terreno. La tendencia es generar un comportamiento general similar al de las colonias de abejas y hormigas laboriosas, dedicadas exclusivamente a la satisfacción de los gustos, placeres y emociones egoístas de quienes rigen el sistema-mundo actual. De esta forma, se estimula y refuerza el establecimiento de un poder político y económico caracterizado por un ejercicio arbitrario y personalista que poco o nada tiene que ver con el interés y los derechos colectivos; como también de relaciones sociales, educativas, religiosas y laborales donde predominan actitudes represoras y autoritarias, acompañadas de relaciones económicas que hacen de las personas simples instrumentos que garanticen el afán de lucro de los dueños del capital nacional y transnacionalizado.
Citando a Octavio Alberola, “no es necesario leer El Capital para comprender que la apropiación de la plusvalía, producida por la explotación del trabajo, es la única razón de ser del capitalista, y que esta ambición de apropiación no tiene límites para él, salvo los que en ciertos momentos históricos le ha impuesto la lucha de clases. Así ha sido hasta ahora y, por el momento, nada indica que los capitalistas estén dispuestos a renunciar a la acumulación sin límites, pues ni siquiera les parece suficiente una justa retribución entre el trabajo y el capital”. Por eso, la humanización de los oprimidos y explotados es una subversión intolerable para los grupos y sectores privilegiados que viven a expensas de la plusvalía generada por los trabajadores, sea cual sea su denominación y ubicación geográfica.
Si se tuviera que utilizar un símil para explicar el avance de las luchas populares en las diferentes naciones de nuestra América éste tendría que ser el de una guerra de de movimientos que, en el momento oportuno, llegará a convertirse en una guerra de posiciones, capaz de disputarle la hegemonía a los sectores o clases dominantes; sobre todo, en la situación de crisis económica generalizada, sin aparente solución inmediata, lo que plantea la factibilidad y/o certeza de la toma del poder constituido. En esta dirección, es fundamental la educación política del pueblo, lo que se hará acción política decisiva, más allá de los cánones tradicionales de la democracia y de lo simplemente permitido por las legislaciones vigentes; dando origen, en consecuencia, a una fuerza social y política transformadora, es decir, revolucionaria, forjadora de un nuevo Estado, de un sistema económico solidario y verdaderamente equitativo, y, en forma general, de un nuevo tipo de sociedad, en total correspondencia con estos elementos u órdenes.
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