Karol Modzelewski, nacido en 1937, es historiador, especialista de la Edad Media; su suma L’Europe des barbares. Germains et Slaves face aux héritiers de Rome (Aubier, 2006) es una obra de referencia. Pero se dio a conocer en el mundo entero como figura central de la disidencia polaca al régimen comunista, desde los años 1960 […]
Karol Modzelewski, nacido en 1937, es historiador, especialista de la Edad Media; su suma L’Europe des barbares. Germains et Slaves face aux héritiers de Rome (Aubier, 2006) es una obra de referencia. Pero se dio a conocer en el mundo entero como figura central de la disidencia polaca al régimen comunista, desde los años 1960 a la creación del sindicato Solidaridad («Solidarnosc» en polaco). La aparición en francés de sus Memorias, Nous avons fait galoper l’histoire (publicadas en Polonia en 2013), ofrece la ocasión de repasar con él las etapas de ese largo combate por la libertad, cuyo recuerdo, en una Polonia ahora en manos de nacionalistas del Partido Derecho y Justicia, se revela más vital que nunca.
-Usted fue educado en una familia en la que las bondades del régimen soviético no eran nunca puestas en cuestión. Su padre adoptivo, Zygmunt Modzelewski (1900-1954), fue, tras la guerra, Ministro de Asuntos Exteriores de lo que sería luego la República Popular de Polonia. ¿Cómo se realizó el cambio que hizo de Vd. uno de las principales figuras de la oposición polaca?
Comencé mi recorrido político descubriendo la verdad sobre el estalinismo. Nadie hablaba de política conmigo en casa. Pero yo era curioso, y comencé a oír cosas. Y luego, en 1956, cuando era estudiante, se produjo el XX congreso [del Partido Comunista de la Unión Soviética, durante el cual Nikita Kurchtchev, entonces secretario general, desveló un informe que denunciaba la represión cometida bajo Stalin, muerto tres años antes]. Eso fue un choque inmenso. La gente no sabía. No se atrevía a decir nada. Y, en ese momento, se quería aún creer en el comunismo. La conclusión para mí y la gente de mi generación, como Jacek Kuron (1934-2004), mi amigo más cercano, fue que los ideales eran buenos, pero que el sistema era totalmente intolerable. Había por tanto que derrocarlo. ¿Cómo? Mediante una revolución. Es lo que se llama, en el pensamiento comunista, revisionismo, término muy cercano a la noción religiosa de herejía: se pone en cuestión la versión eclesiástica de la fe en nombre de la propia fe, de su pureza. Creamos, con un centenar de jóvenes cuadros, un grupo revisionista en la Universidad de Varsovia, donde recibí mi primera formación política consciente.
-¿Cuáles fueron las consecuencias del XX Congreso en Polonia?
La revolución con la que soñábamos fue desmontada, apenas emprendida, por Wladyslaw Gomulka [el primer secretario del POUP, el Partido Obrero Unificado Polaco], que condujo a una liberalización muy limitada, con el efecto de transformar la dictadura totalitaria estalinista en dictadura comunista autoritaria. Es una distinción que es útil cuando se está en Ciencias Políticas. Pero es muy práctica también cuando te ves confrontado a ella. En la dictadura autoritaria, mientras no pongas en cuestión el régimen, puedes vivir en paz. No se te exige ninguna ortodoxia ideológica. Resultado: la mayoría opta por no protestar. Reina el conformismo.
-¿Es el momento en que decide especializarse en historia medieval? ¿Qué motivó esa decisión?
Hoy diría que alguien se hacía medievalista por una doble razón. La más seria es que es un desafío de imaginación: cuando te enfrentas con sociedades y culturas medievales, estás forzado a penetrar a través de la muralla que separa nuestro mundo del mundo estudiado. Este desafío me impresionaba, aunque no lo formulara así. El segundo motivo, era que estudiando historia medieval uno no se sentía condicionado por la presencia de un comisario político imaginario o real detrás de nuestras espaldas. Las cuestiones sobre las que trabajábamos no eran importantes para las y los comunistas.
-¿Tuvo la tentación del conformismo? Vd. habría podido consagrarse tranquilamente a la Edad Media…
Estaba demasiado indignado. El poder había aplastado en el huevo una revolución con la que me identificaba. Me sentía ante todo opositor. Es cierto que, cuando me hice doctorando y profesor adjunto en la Universidad de Varsovia me dije que podía abandonar un poco la actividad política, para consagrarme a la investigación. Pero en 1961 obtuve una beca de un año para ir a estudiar a Venecia. Y allí vi la libertad, una libertad que se podía tocar con los dedos. Recuerdo una huelga, en la universidad. El rector salió de su oficina, se sentó en medio de las y los estudiantes en huelga, y se puso a discutir, buscando un compromiso sin decirles que estaban haciendo una contrarrevolución, un atentado contra el régimen, etc. Me sentí celoso. Cuando volví, sentía más que nunca el deseo de arrancar la mordaza que se nos había puesto en la boca. Retomé el contacto con mi amigo Jacek Kuron, y comenzamos un trabajo político juntos. Fue entonces, en 1964, cuando redactamos, ambos, la Carta abierta al Partido. Contenía todas las críticas posibles del régimen y dibujaba el programa de una democracia obrera pluralista, libre. Acabamos siendo detenidos. Fui condenado a tres años y medio de prisión y Jacek a tres años.
-¿Cuál fue el destino de ese texto?
Se llevó a Occidente, en particular a París, donde fue publicado, en polaco, por las Editions de l’Institut littéraire de Paris, es decir en los ambientes de la intelectualidad polaca crítica hacia el régimen, y en francés por François Maspero. Supe que las Juventudes Comunistas Revolucionarias [trotskistas] lo difundían. Luego, fue leído, en polaco, en la antena Radio Free Europe, lo que permitió que se conociera en los países del Este. Lo que constituyó para mí un verdadero placer fue que fuera traducido al checo y abiertamente publicado en Checoslovaquia en 1968, durante la «primavera de Praga», con una gran tirada.
-¿Qué línea política se defendía en él?
A grandes rasgos, tomábamos nuestras distancias tanto respecto a la dictadura comunista, como respecto a la democracia parlamentaria del tipo occidental, en beneficio de una democracia de consejos obreros, fundada en una combinación entre los niveles locales y el nivel nacional, con, eventualmente, en paralelo, un Parlamento elegido. Pero al ser los consejos la expresión de la clase obrera organizada, eran ellos, y no el Parlamento, quienes debían ser importante. Ese era nuestro programa.
-Usted se alejó progresivamente de él…
Tras nuestra liberación, en 1967, nos alejamos de muchas cosas. Concretamente, en primer lugar, puesto que en 1968 Jacek Kuron y yo fuimos detenidos por segunda vez -permaneceríamos aún tres años y medio en la cárcel. Pero, sobre todo, la desventura de nuestros amigos checoslovacos nos hizo cambiar nuestra forma de pensar la situación internacional. Creíamos inocentemente que, siendo internacional por naturaleza, la revolución, una vez comenzada en cualquier parte del imperio soviético, iba a alcanzar a la propia Rusia. El aplastamiento de la «primavera de Praga» por la intervención soviética nos enseñó que eso era una utopía. Había por tanto que proceder de otra forma, buscar más bien cambios parciales, quizás tolerables por Moscú, e intentar avanzar así. La revolución, pero autolimitada por las exigencias del realismo.
-Esta forma de ver coincidió en su caso con una retirada de la acción política. Cuando fue liberado en 1971, Usted retoma su oficio de historiador…
Si, salvo que ya no estaba en Varsovia, donde me estaba prohibido ejercer, sino en Wroclaw, y no en la Universidad, sino en la Academia de Ciencias, el equivalente al CNRS (Centre National de la Recherche Scientifique) francés: podía investigar, pero tenía prohibida la enseñanza. Hacer la revolución y hacer historia medieval son actividades incompatibles. Las dos exigen tu esfuerzo, tu cerebro, tu corazón, tu cuerpo. Uno no puede dividirse en dos. Me consagré por tanto, con gran placer, a mis investigaciones.
-En 1980 comienza la gran huelga en el astillero de Gdansk, y lo que se convertirá en el sindicato Solidaridad comienza a organizarse. ¿Dudó Vd. en sumarse al movimiento?
No. Era irresistible. Hubo que seguirla. La libertad había llevado al pueblo a las barricadas. Debía seguir al pueblo. E integrarme en el movimiento del pueblo de forma que aportara a él la dosis necesaria de razón.
-Entonces usted fue a Gdansk…
Sí, pero a causa de un malentendido. Se me dijo que los consejeros del comité de huelga, donde se comenzaba a reflexionar sobre la creación de un sindicato libre, querían tenerme cerca de ellos. Ahora bien, yo era conocido como un tipo que quería derrocar al régimen, lo que hacía de mí un aliado peligroso. De hecho, cuando llegué al astillero, Bronislaw Geremek [1932-2008] y Tadeusz Mazowiecki [1927-2013] me explicaron inmediatamente que no era una buena idea. Lo comprendí perfectamente. Volví a Wroclaw, donde había también una huelga. No fui: había comprendido la lección. Pero, una vez acabada la huelga, me llamaron a participar en el comité de huelga, que se había convertido en el comité de fundación del sindicato, y me enviaron a Gdansk con un proyecto de estatutos.
Allí vi, con horror, que nuestros amigos, en sentido contrario de lo que acababa de proponer, no preveían mas que dos escalones sindicales: el de la fábrica y el de la región, con nada por encima. Esto significaba que se prefería crear varios sindicatos regionales más que un gran sindicato nacional. Intenté explicar que era suicida. Fue en esta ocasión cuando vi a Lech Walesa por primera vez. No quiso responderme. Decía que tenía un enorme dolor de cabeza. Era evidente que la gente de Gdansk tenía miedo a crear una fuerza demasiado grande que, inevitablemente, habría debido enfrentarse a otra gran fuerza: el partido que dirigía el país.
-Poco tiempo después, Solidaridad, que no se llamaba aun así, organiza una reunión nacional de las y los representantes de los comités regionales. Estamos en septiembre de 19870. ¿Qué tendencia gana?
Al comienzo, la cosa parecía decidida a favor de la línea de Gdansk. Yo estaba presente como presidente de la delegación de Wroclaw. Hubo que pelear. La mayoría de las delegaciones presentes estaban de mi lado: querían un sindicato nacional. Sabían que, sin unidad, serían aplastados uno tras otro por las autoridades. Tomé la palabra. Defendí la unidad nacional. Mi moción fue aprobada por aclamación.
-¿Cuál fue la posición de Walesa?
Estuvo a favor: cambió en el último momento. Su dolor de cabeza se disipó cuando comprendió que iba a convertirse en el jefe de este sindicato nacional. Su mayor convicción hasta hoy es la de su grandeza. Si no ha sucumbido jamás, si no se ha dejado someter por las autoridades ha sido porque eso habría sido contrario a su grandeza. Esta grandeza no era por otra parte una invención. Estaba destinado al papel que jugó. Las multitudes obreras de Polonia, en gran parte venidas del campo, se reconocían en este antiguo campesino que no encarnaba precisamente la cultura proletaria, sino más bien la cultura campesina tradicional polaca. Era algo asombroso. Sabía adaptarse a la multitud. Es lo que hizo durante esta reunión nacional. En muchas ocasiones estuve furioso contra él, pero sabía que nadie podía haber tomado su lugar. Era imposible. Cuando en enero de 1982, tras el golpe de Estado militar y la proclamación de la ley marcial se encontró aislado en una casa vigilada cerca de Varsovia, rechazó totalmente, a pesar de las presiones de todo tipo, lo que se llamaba en el ministerio del interior el «plan renacimiento», es decir el renacimiento de Solidaridad como fantoche en manos del partido. Era el momento clave. Tras eso, para decir que fue cómplice del régimen, es preciso amar enormemente la mentira.
-Fue en la misma reunión nacional de 1980 cuando impone usted el nombre de «Solidaridad».
En el tren de vuelta, tras mi primera estancia en Gdansk, vi, en la pared de una enorme fábrica, una gran pancarta roja con letras blancas, del tipo de pancartas en las que se solía leer: «El programa del partido, es el programa del pueblo». En ella estaba escrito: «Solidaridad». Esto quería decir que su huelga era la misma que la de Gdansk, y que solo la acabarían cuando triunfaran todas. Esta palabra me había impresionado. En 1980, la noche que precedió a la reunión nacional, pensé de repente en ella, escribiendo la moción que iba a presentar. Es ahí donde decidí proponer ese nombre para nuestro movimiento.
-El comienzo del estado de sitio, el 13 de diciembre de 1981, y la detención de todos ustedes marcan el final de lo que llamáis «la gran Solidaridad»…
La intimidación, a partir de la instauración de la ley marcial, fue muy fuerte. Había tanques en las calles, patrullas por todas partes, carteles que amenazaban con tribunales militares en caso de huelga… Quedé marcado por lo que me contó un obrero, más tarde. Su fábrica, como algunas otras, se había puesto en huelga a pesar de todo. Un tanque del ejército vino entonces, hizo un agujero en la pared de la fábrica, a través del cual unos 700 hombres armados de fusiles automáticos entraron en el gran patio de producción. El oficial jefe gritó: «¡Salid!». Silencio. «¿No salís?». Silencio. Dió orden a los soldados de cargar sus armas. Los obreros vieron los cañones de los fusiles dirigirse hacia ellos. Al cabo de un momento, un obrero se levantó, luego otro, y todo el mundo acabó por dejarse llevar a la puerta de la fábrica. Algunos fueron detenidos. La mayor parte fueron mandados a su casa, con la orden de presentarse educadamente al trabajo el día siguiente. Toda esa gente, que se había comportado con una valentía inaudita, cambió de golpe su visión de si misma. Habían cedido ante la fuerza armada. Y eso te rompe la columna vertebral. Se puede decir que, en tanto que movimiento obrero de masas, Solidaridad, que llegó a contar hasta con 9.200.000 afiliados y afiliadas, fue destruido en ese momento. Solo quedaba una resistencia clandestina, que contaba con más intelectuales que obreros. Otro rostro apareció entonces, y otro lenguaje: un lenguaje de anticomunismo duro, que estaba ausente anteriormente.
-Hasta entonces, el movimiento se había mantenido cercano al sueño que usted tenía en el inicio…
Si. Solidaridad era un hijo ilegítimo del Partido Comunista y de la Iglesia Católica. Lo que reivindicaba era: «¡Cumplid vuestras promesas!».
-¿Creyendo en esas promesas?
No, sin creer en ellas, pero exigiendo no obstante, con fuerza, que se llevaran a la práctica. Luego, se volvió una conspiración anticomunista de cuadros.
-¿Cuál fue su reacción?
No veía nada: estaba en la cárcel.
-Pero cuando salió, en 1984, ¿qué descubrió?
Primero la policía me llevó a Sobotka, un pueblecito en el que vivía mi mujer de entonces, a unos 40 kilómetros de Wroclaw. Había allí una pequeña fábrica de caramelos y una mina, con comisiones clandestinas y una cincuentena de tipos que me saludaron inmediatamente como su gurú. Ví que la conspiración estaba agotada. El propio régimen había implosionado. Pero no éramos nosotros quienes le habíamos destruido: era el ejército. La Nomenklatura estaba muerta. En cuanto a Solidaridad, lo que quedaba vivo de él era el mito, la memoria. No se puede olvidar que durante diez y seis meses, tras cuarenta años de una vida de esclavo voluntario, se conoció una libertad vivida activa, combativa y colectivamente. El mito era lo que daba aliento. Quien lo encarnara sería el vencedor. Pero a condición de dejar creer que Solidaridad existía aún, lo que era absolutamente falso.
-¿En qué medida?
Porque Solidaridad era una acción de masas, y era eso lo que había desaparecido. Se podía ir a votar, después de 1989, a candidatos del comité cívico de Solidaridad. Pero eso era todo. El tipo de activismo que el sindicato representaba, una vez aplastado por el miedo, ya no salió adelante nunca. Pero su mito no muere nunca. Solo se le puede matar utilizándole para engañar a sus fieles. Es lo que se hizo, en el momento de lo que se llamó la «transformación económica», a la caída del régimen, con el hundimiento de las fábricas, con el paro, con una cierta nota de desprecio respecto a toda la gente que perdió en esta transición.
-¿Había otras opciones económicas posibles?
No sé. Pero la gente que dirigía la transformación no sabía más que yo, a la vez que afirmaba lo contrario. El paso del sistema comunista al capitalismo contemporáneo se hizo de una forma particularmente dura. Toda la gente que se ha considerado como perdedora en esta gran mutación sistémica se ha convencido poco a poco de que la democracia no es más que una conspiración engañosa que oculta una dictadura de las élites. Lo que es, hoy, la fraseología de Derecho y Justicia. No digo que no hayamos vivido una veintena de años de democracia y que esta democracia no tuviera un apoyo mayoritario. Pero éste se ha disuelto poco a poco y ha dejado lugar a una decepción cada vez más profunda, que ha llevado al triunfo de Derecho y Justicia.
-¿Qué opinión tiene Vd. de lo que está haciendo?
Es un partido que, de una forma muy coherente, construye un Estado policial. Hacen todo lo que pueden para destruir la democracia atacando, en particular, a los tribunales. Para tener un Estado policial es necesario que los jueces sean marionetas. Por otra parte, han hecho lo mismo con los medios.
-¿Es aún posible impedirles alcanzar su objetivo?
Pienso que, en las próximas elecciones legislativas, ganarán sin tener necesidad de falsificar las papeletas. Lo que han hecho para su base social -la Polonia popular, a la que años de política ultraliberal han pauperizado-, se lo permitirá. Por ejemplo, los «500 de más»: cada familia recibe, por su segundo hijo y cada uno de los siguientes, 500 zlotsys, unos 120 euros, lo que representa mucho en Polonia. Luego, han aumentado el salario mínimo. Entonces, la población afectada puede plantearse cuestiones sobre la abolición de la separación de poderes (y por tanto, a medio plazo, la democracia), pero para ella, lo más importante, es saber quién puede sacarles de la pobreza. No digo como algunos periodistas de nuestro campo liberal, que «el populacho se ha dejado comprar por 500 zlotys», lo que es la mejor forma de echar al pueblo en brazos de Derecho y Justicia. Lo que es necesario es devolver a la gente el gusto por la democracia. No se si es posible.
-¿Cómo trata el gobierno la memoria de Solidaridad?
Intenta destruirla. Hace todo lo que puede para calumniar a Walesa y monta de arriba abajo acusaciones de corrupción contra otras figuras del movimiento. No se crea un Estado policial manteniendo vivo el recuerdo del tiempo en que un pueblo entero se levantó y enfrentó a la dictadura.
-¿Cómo le tratan a usted?
No sé. Me importa un comino. ¿Pueden hacer algo contra mí? ¡que lo intenten!
Las batallas de una vida
Si se quisiera resumir en grandes rasgos la vida de Karol Modzelewski bajo el régimen comunista polaco, se podría decir que ha pasado una mitad de ella estudiando las sociedades bárbaras de la Edad Media y la otra en prisión o cerca. Esas Memorias1/, en las que la historia medieval tiene, por supuesto, su parte, se interesan sobre todo por la segunda, y más precisamente, aunque también tratan del universo carcelario, por los métodos empleados por el autor para provocar a la dictadura, aunque fuera a costa de frecuentar los calabozos.
Del descubrimiento de la naturaleza del régimen a la Carta abierta al partido (1965), de las revueltas estudiantiles de 1968 al nacimiento de Solidaridad en 1981, todas las etapas de la batalla son presentadas, analizadas, contadas con humor y finura. Se desprende de ahí la historia de una vida que un deseo todopoderoso de libertad habrá sin cesar desviado de su curso, para lanzarla de una forma terca, indomable, de heroísmo, que Karol Modzelewski sabe hacer próxima y como familiar.
Nota
1/ Nous avons fait galoper l’histoire. Confessions d’un cavalier usé (Zajezdzimy kobyle historii. Wyznania poobijanego jezdzca), de Karol Modzelewski, traducido del polaco al francés par Elzbieta Salamaka, prefacio de Bernard Guetta, Editions de la Maison des sciences de l’homme, 544 p., 29 €.
https://www.lemonde.fr/livres/
Traducción de Faustino Eguberri – Viento Sur