Dicen los cables: «El ex líder universitario y ahora diputado suplente de la Asamblea Nacional de Venezuela, Ricardo Sánchez, y el director de la ONG Liderazgo y Visión de Venezuela, Alonso Domínguez, llegarán este lunes a Lima para demostrar que la estrategia electoral del candidato de Gana Perú Ollanta Humala es la misma que utilizó Hugo Chávez en su elección en 1998».
Podríamos preguntarnos ¿Y a ellos qué les importa la estrategia electoral de Ollanta Humala? ¿No es ese un asunto que debiera incumbir solamente a los peruanos? ¿No constituye la opinión de estos politiqueros de oficio venezolanos una abierta injerencia en los asuntos internos de nuestro país? ¿Con qué cara pueden ellos acusar al Comandante Hugo Chávez de opinar algo en torno a nuestros comicios próximos si ellos mismos se encargan ahora de decirnos por quién los peruanos no deben votar?
La visita de Sánchez y Domínguez -siguen diciendo los cables- «obedece a la preocupación que ambos sienten de que el Perú siga los destinos de Venezuela y se convierta también en un país de censura, miedo y retroceso económico».
¿Por qué no se preocupan de lo que pasa en su país? ¿Por qué no ven lo que Chávez está haciendo por Venezuela, en lugar de pretender dictarnos opiniones políticas a los peruanos?
Porque hasta lo que sabemos, el Presidente Chávez no tiene, como Alan García, apenas el 25% de la encuesta ciudadana, sino más del 65% del apoyo de la población. Y dedica su esfuerzo principal a atender los programas sociales a fin de enfrontar los retos que desde hace muchas décadas vienen agobiando a los venezolanos.
Porque eso es así, hoy en Venezuela se avanza notablemente en áreas fundamentales, como la educación, la salud, el empleo y el salario. Y por eso también los recursos financieros derivados del petróleo, que antes engordaban las cuentas secretas de Carlos Andrés Pérez y los suyos, forman parte ahora de los presupuestos que el Estado deriva hacia los segmentos más deprimidos de la población.
«Programas populistas», les dicen estos voceros de la derecha más reaccionaria a las iniciativas gubernamentales venezolanas, cuando nos advierten acerca de la posibilidad de que en el futuro, en el Perú también haya un gobierno que priorice la salud, la educación y el trabajo.
Y es que, en el fondo, Sánchez y Domínguez quisieran que el Perú del futuro sea como la Venezuela del pasado, tierra de aventureros sin escrúpulos que dilapidaron fortunas extraídas del subsuelo con el nombre de Petróleo, en provecho del capital extranjero y de las camarillas más corruptas de los llanos del Arauco.
Según parece, el tal Sánchez es -dicen- «uno de los líderes juveniles que más se ha opuesto a la política de Hugo Chávez»; en tanto que Alonso Domínguez es «director ejecutivo de una ONG dedicada a la formación y capacitación de líderes» y trabaja con jugosos fondos provenientes de la cooperación internacional.
Pero no son estos los únicos venezolanos que caen por nuestras tierras para «alertarnos» de los que no podría ocurrir. También arribó Patricia Poleo, quien hoy vive en Miami protegida por el Imperio. A ella la televisión peruana se dio amplia cobertura informativa del mismo modo cómo los diarios Correo y El Comercio le abrieron sus páginas.
La Poleo tiene, según parece, patente de corzo para hablar de los temas electorales peruanos y sus opiniones no constituyen injerencia alguna en nuestro escenario.
Podríamos preguntarnos ¿por qué ese doble rasero? ¿Por qué la Poleo, Sánchez o Domínguez tienen derecho a inmiscuirse en nuestros asuntos en tanto que cuando el líder bolivariano de Caracas dice apenas que los peruanos deben decidir por su propia cuenta, consuma una «intromisión intolerable»?
No estamos ciertamente ante un fenómeno nuevo. El señor Castañeda estuvo asesorado por otro venezolano -JJ Rendón- un experto en «ganar elecciones» en varios países menos en el suyo. Y luego asomó a la sombra de otro -esta vez uruguayo- que tampoco pudo impedir en su momento la elección del Presidente Mujica en la heroica Patria de Artigas y los 33 Orientales.
La «injerencia foránea», sin embargo no se queda allí. Recientemente Sebastián Piñera, el mismísimo mandatario chileno resolvió asumir un papel en esta singular comedia y aseguró que Chile «cambiaría su actitud» si los peruanos eligiéramos a Ollanta Humala.
En otras palabras, nos dijo que optáramos por una figura más afín a sus intereses para mantener la paz en este confín del planeta. Pedro Pablo Kuzcynski, quizá, o Alejandro Toledo, para que les de el gas, los puertos, las facilidades comerciales y la protección a sus inversionistas. O Keiko Fujimori, para que les haga reverdecer sus ya envejecidos años de violencia y muerte.
¿Habló el señor Piñera en nombre de los chilenos? ¿Lo hizo desde la óptica de los 33 mineros salvados de la muerte el año pasado, o de los trabajadores del salitre a los que cantaba Neruda? ¿Habló a partir de la mujer torturada o del joven asesinado por la dictadura de Pinochet, de la cual fue cómplice?
Ciertamente que no. Habló de los intereses del grupo Von Appen, de las finanzas de Saga Falabella o de los negocios de Ripley. En otras palabras, puso en vitrina la causa del capital financiero. Por eso aquí los grandes medios de comunicación reprodujeron sus palabras sin objeción alguna y hasta aludieron a la «sensata preocupación» del Jefe de Estado del país hermano.
Y es que, en verdad y en el fondo, la elección que tiene lugar ahora en un país de América no importa sólo a los ciudadanos de ese país. Y hay que convenir que esa es una realidad, más allá de las intenciones o los deseos de la gente.
El subcontinente es escenario hoy de una dura confrontación que rebasa los límites artificiales puestos por los hombres. Ahora en nuestro suelo se libra una batalla definitiva entre quienes anhelan perpetuar la condición casi neocolonial de nuestras republiquetas; y los que aspiran a cambiar el rumbo de las cosas para construir sociedades más justas y más humanas.
A doscientos años de la gesta emancipadora, asoman otra vez los criollos que vivieron a la sombra del poder tradicional, y los libertadores que se desplazan con la espada de Bolívar agitando la conciencia de las multitudes y abriendo cauce a la modernización de nuestras sociedades.
Por eso no hay en el fondo que escandalizarse mucho con el tema aquel de la «injerencia foránea». Y no caer, por cierto, en el juego de los que buscan estos asuntos para desacreditar procesos sociales legítimos que se desarrollan en países hermanos y que suman fuerza a nuestra propia voluntad transformadora.
Como decía Martí, nuestra patria es América y ella se expresa en Caracas o en La Paz, en Managua o en Lima; pero también en cada rincón de nuestro continente y en cada recodo del planeta.
Como lo recordara nuestro Mariátegui, el Internacionalismo no es una palabra. Es una realidad que cruza las fronteras con la fuerza de una voluntad que no se doblega y que nunca será derrotada.
Eso, también se confirmará en nuestro país.
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