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Invasión USA, entre la realidad y la ficción

Fuentes: Rebelión

La historia latinoamericana carga con la huella de intervenciones de agresión de EE UU. Desde la doctrina Monroe hasta las invasiones en República Dominicana, Granada o Panamá, ha configurado en la región una política que oscila entre la protección de sus intereses estratégicos y el discurso de la “liberación democrática”. La amenaza arrogante de una invasión militar directa a Venezuela no es imposible de imaginar, ya ha sido sentenciada por el presidente y altos funcionarios y precedida por sanciones económicas, bloqueos, aislamiento diplomático y producida una primera masacre de un grupo de personas de una lancha al parecer pesquera, es decir ya cometió un delito grave. Resta por explorar qué podría suceder en Colombia y América Latina si esta amenaza se convierte en realidad.

       En el plano inmediato, Colombia sería el epicentro de la tensión. Las ultraderechas, claman que castiguen, derroquen y exterminen todo intento de poder popular, tanto en el gobierno como en las calles, universidades, campos de cultivo y sindicatos, reclamarían al país portarse como aliado estratégico de EE UU y usar las siete bases militares. Bogotá, en la ficción sería la sede del Comando Sur, y pasaría de ser socio a convertirse en cómplice, lo que polarizaría aún más a la sociedad colombiana. En la realidad nada de eso ocurrirá mientras se afiance en la conciencia de la nación el eco de soberanía e independencia anunciado por el presidente en la 80 Asamblea de Naciones Unidas.

       Las élites apoyarían la “intervención liberadora”, convocarían a ir a la guerra, pero no enviarían a sus hijos y nietos a combatir, si les faltaran jóvenes para armar sacarían del stock empresarial de mercenarios un cargamento de “mercancía” de muerte de la que venden a Ucrania, Israel y Emiratos. Las amplias mayorías, también convertidas en electores de poder popular, percibirían la guerra como un conflicto ajeno, impuesto desde afuera, con costos de sangre, desplazamiento y deterioro de la soberanía y no fallarían al calificar la narrativa de la “defensa de la democracia” como una mezcla de intereses ocultos, saqueo de petróleo, gas y control geoestratégico del Caribe y la Amazonia.

     En América Latina, el eco sería inmediato, países como Brasil, México, Argentina y Chile tendrían que definir sí legitiman la intervención o la rechazan. La Organización de Estados Americanos, de amplia influencia de EE UU se fracturaría aún más, y la CELAC cobraría protagonismo como espacio de resistencia. Los gobiernos progresistas denunciarían un retorno a las “guerras sucias” de la guerra fría, mientras las ultraderechas y sectores “asépticos” de centro, lo presentarían como la única salida para un país “fracasado”. Esta polarización debilitaría los frágiles mecanismos de integración regional y devolvería al continente a una lógica de bloques enfrentados.

Las consecuencias humanitarias serían devastadoras. Venezuela ya tiene más de 7 millones de migrantes en el exterior y la guerra ampliaría la diáspora hacia Colombia, Brasil y el Caribe, multiplicando carencias de salud, vivienda y empleo. Organismos internacionales advertirían del mayor éxodo del hemisferio en el siglo XXI, comparable con Siria, también invadida, destruida y devuelta a su pueblo en cenizas. El impacto económico recaería con fuerza en países receptores como Colombia, que carece de infraestructura para absorber otro millón de migrantes en poco tiempo.

En el terreno militar, Venezuela no sería Irak ni Granada, a pesar de la crisis por el bloqueo y la polarización, ya que cuenta con una fuerza armada entrenada, armamento ruso, alianzas con Irán y el respaldo diplomático de potencias como China y Rusia. La intervención de EE UU activaría una guerra asimétrica con guerrillas urbanas, milicias campesinas y resistencia prolongada. El conflicto en Colombia empezaría en las fronteras donde convergen insurgencias, narcotráfico y comunidades desplazadas y de ahí hacia los centros urbanos. Si fuera cómplice se vería atrapada en un frente de guerra doble, apoyar la intervención estadounidense y contener el rebrote de su propio conflicto.

En el terreno ficticio, pero plausible, podría emerger un “nuevo Vietnam”, tropas de EE UU en una guerra de desgaste, enfrentadas a un enemigo que combina lealtad ideológica, conocimiento del territorio con el 50% de montañas y apoyo externo. La intervención, en lugar de consolidar un gobierno democrático, podría derivar en un Estado fallido, fragmentado en feudos controlados por grupos armados, con una reconstrucción imposible en el corto plazo. América Latina, a su vez, quedaría sometida a un nuevo ciclo de militarización y negación de derechos y libertades, justificado por la amenaza de “inestabilidad regional”. Entre la realidad y la ficción, una invasión de Estados Unidos a Venezuela no sería una simple operación quirúrgica de cambio de régimen. Sería el desencadenante de una nueva guerra regional prolongada con Colombia como epicentro, millones de desplazados como consecuencia y la integración latinoamericana como gran víctima política. El petróleo y el gas podrían cambiar de manos, pero el costo humano y democrático sería incalculable. Si la historia enseña algo, es que la violencia impuesta desde afuera nunca trajo paz duradera a América Latina, y ningún país intervenido por Estados Unidos ha superado su tragedia, su dolor y sufrimiento ante el horror, ni abandonado sus muertos en el olvido. Cualquier invasión configura un delito internacional y ya hubo una masacre en el mar, otro delito. La invasión iniciaría un genocidio.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.