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Inventario de la izquierda extraviada

Fuentes: El Viejo Topo

Las recientes elecciones alemanas, con el avance de Die Linke, fueron interpretadas por algunos analistas como la señal de un notable avance de la izquierda alternativa en Europa, un concepto confuso pero que hace posible sumar a Die Linke con los Verdes y constatar que ambos partidos sumaron casi un 23 % de los votos, […]

Las recientes elecciones alemanas, con el avance de Die Linke, fueron interpretadas por algunos analistas como la señal de un notable avance de la izquierda alternativa en Europa, un concepto confuso pero que hace posible sumar a Die Linke con los Verdes y constatar que ambos partidos sumaron casi un 23 % de los votos, el mismo porcentaje que el SPD. Sin embargo, calificar a los Verdes de partido de izquierda parece abusivo: ¿un movimiento que avala intervenciones coloniales de la OTAN puede considerarse de izquierda? ¿Es de izquierda un partido que, en el Sarre, ha preferido aliarse con la CDU de Merkel y con los liberales, antes que formar un gobierno progresista con Die Linke y el SPD? Avances semejantes se han visto en las elecciones griegas y portuguesas, donde esa izquierda alternativa ha conseguido un 15 y 18 %, respectivamente. Pero Europa es algo más, y creo que esa conclusión no deja de ser un espejismo.

Antes de analizar la evolución y las experiencias políticas de la izquierda europea hay que hacer algunas precisiones: ¿qué es la izquierda?, ¿quién puede reclamarse de esa condición? Los acontecimientos de 1989 en la Europa socialista y de 1991 en la URSS, fueron saludados por la socialdemocracia internacional e incluso por una parte de la izquierda comunista como una oportunidad que se nos brindaba para un nuevo período de cambios, casi como una victoria, pero, en realidad, fueron una derrota histórica de enormes proporciones. Porque, a estas alturas, nadie puede creer que se inició entonces un nuevo tiempo para la izquierda, a no ser que tomemos nuestras debilidades como signos de fortaleza: esa miopía para leer el momento histórico trae a la memoria, como recordaba hace unos años Perry Anderson, que Isaac Deutscher interpretó el enfrentamiento entre China y la URSS ¡como un signo de vitalidad!

Si nos atenemos a nuestra sabiduría acumulada, sólo podemos considerar de izquierda a aquellas organizaciones que impugnan el capitalismo, que postulan la construcción de una sociedad socialista, igualitaria, libre. Veinte años después de la desaparición de la Europa socialista, la socialdemocracia clásica casi ha perecido, aunque mantenga en cada país las siglas históricas. Paolo Flores d’Arcais ha hablado, con precisión, de la «traición de la socialdemocracia», a la vista de la identidad neoliberal que ha adoptado: no encontramos en ella rasgos de oposición al capitalismo. A su vez, los comunistas se han dividido, y los verdes han iniciado una carrera desenfrenada hacia la derecha, con algunas excepciones en la Europa nórdica. Así que vivimos todavía inmersos en la estela de la derrota, absorbidos unos por el sistema capitalista, y divididos otros, los comunistas, entre quienes postulan el abandono de los viejos cuarteles y quienes consideran imprescindible una mutación, no se sabe bien hacia dónde.

La izquierda real que existe en Europa ¿tiene estrategia, algún plan concreto? No, no lo tiene. ¿Hay una coordinación real entre los distintos partidos? Tampoco. ¿Es posible formular un programa de acción que articule esfuerzos y militancia, que insufle de nuevo el entusiasmo y la confianza en nuestras propias fuerzas? Sin duda, pero para conseguirlo necesitamos claridad en los objetivos y voluntad revolucionaria. Y, en Europa, no se trata solamente de hacer frente a la persistente división de la izquierda, sino de articular una respuesta efectiva al agónico capitalismo de nuestros días, porque la historia no va a esperarnos. Claro que podemos pensar, como dijo George W. Bush: «¿Para qué sirve el juicio de la historia, si para entonces ya estaré muerto?»

De manera que el rasgo más evidente del momento es la debilidad de la izquierda europea. Repasemos la situación en el continente. En España, donde el PSOE ganó las recientes elecciones, su gobierno se limita a aplicar una política económica liberal; e Izquierda Unida, ya lo saben ustedes, apenas ocupa una franja del cinco por ciento del electorado. En Francia, el Partido Socialista obtuvo el 24 % en las presidenciales y se encuentra sumido en una profunda crisis; el PCF, que consiguió el 4,3 en las legislativas y el 2 en las presidenciales, sigue un errático camino desde que acuñó el concepto de mutación. Los Verdes y la antaño denominada extrema izquierda están en la franja del 3 %. El Partido Anticapitalista de Besancenot, tan atractivo para los medios de comunicación y para una parte de la izquierda, ha resultado un fiasco.

En Italia, tuvo lugar un verdadero desastre electoral: en las últimas elecciones, el Partito Democratico obtuvo un 33 %, pero es un partido muerto, que ni siquiera es de izquierda, como admiten sus dirigentes; la Sinistra l’arcobaleno (RC, PdCI), un 3 %; Posteriormente, RC se ha dividido: Sinistra e Libertà, de Bertinotti, ha abandonado el partido, que aunque trabaja unitariamente con el PdCI sigue envuelto en la tentación cainita: hace unos días, Fosco Giannini, miembro de la dirección de Rifondazione ha dirigido una carta abierta al secretario Paolo Ferrero con el expresivo título de «Caro Paolo, ¿por qué eres contrario a la unidad de los comunistas?»

En Alemania, el SPD cuenta con el 23 %; Die Linke, 12 %; y Verdes, 10,7 %. En Gran Bretaña, el gobernante Partido Laborista camina hacia el desastre, y Respect (coalición de izquierdas, observadora del Partido de la Izquierda Europeo), cuenta con un solitario diputado en la Cámara de los Comunes, mientras el Sinn Féin, miembro del grupo parlamentario de la Izquierda Unitaria, tiene cinco escaños en esa cámara. En Portugal, las recientes elecciones dieron la victoria a los socialistas, con un 36 %; mientras que el Partido Comunista obtuvo el 8 %, y el Bloco de Esquerda casi el 10 %. En Grecia, en octubre, el PASOK consiguió el 43 %; el KKE, 7 %, y Syriza, 4 %. En Chipre, el comunista AKEL, es el partido mayoritario, que conquistó incluso la presidencia de la república, con Christofias, con un 53 %. En Holanda, encontramos al PSP, que obtiene sobre el 6-8 %, y a la Lista roji-verde, con un 3 %. Escandinavia, de gran tradición socialdemócrata, tiene unas características propias: en Dinamarca, la alianza entre el Partido Comunista y el Partido Socialista de Izquierda obtiene poco más del 3 %, y el Partido Socialista Popular, integrado en el Partido de la Izquierda Europeo, el 6 %. En Noruega, el Partido Socialista de Izquierda, que integra el grupo parlamentario de Izquierda Unitaria, está situado en el 8 %. En Finlandia, la Alianza de Izquierda, obtiene sobre el 10 %, y en Suecia, el Partido de Izquierda, el 8 %. No me detengo a dar más detalles.

En la antigua Europa socialista, en Chequia, el CSSD, socialdemócratas, que consiguió un 32 % en las últimas elecciones, ha abrazado el liberalismo, mientras el Partido Comunista de Bohemia y Moravia está situado sobre el 13 %, aunque llegó a obtener casi el 20 %. Los comunistas deben afrontar el duro acoso del poder, que incluso ha declarado ilegal a la KSM, las Juventudes Comunistas, e intentó hacerlo con el propio partido en 2006, en el momento del tránsito entre el gobierno socialdemócrata de Stanislav Gross y, después, de Jiri Paroubek al del conservador Mirek Topolakek, aunque finalmente el intento fracasó en el Senado. En Eslovaquia, el PCE, obtiene sobre el 6 %, sin otra izquierda en perspectiva. A su vez, Polonia, es un campo de ruinas para la izquierda: en las elecciones de 2007, donde participó poco más de la mitad de la población, los liberales obtuvieron el 40 %, el PiS, Ley y Justicia, de los Kaczynski el 32 % y el LiD (Izquierda y Demócratas), el 13 %. También en Rumania, donde el PSDR de Iliescu pasó a denominarse PSD, partido socialdemócrata, dirigido por Mircea Geoană, y pertenece a la Internacional Socialista, fue el partido más votado (33 %, en coalición con el Partido Conservador) en las últimas elecciones de 2008, y aplica una política liberal. En Bulgaria, el Partido Socialista, del presidente Parvanov, miembro de la Internacional Socialista, obtuvo el 31 %, y se ha aliado con el Movimiento Nacional Simeón II, defendiendo el neoliberalismo, se ha convertido en un peón de la estrategia norteamericana en la zona, aceptando cuatro nuevas bases militares estadounidenses.

Las repúblicas de la antigua URSS merecen que les dediquemos un cierto detalle. En Rusia, el partido de Putin, Rusia Unida, utiliza todos los recursos del poder para consolidar el nuevo capitalismo ruso y marginar a los comunistas; otros partidos como Rusia Justa, Yabloko, el Partido Liberal Democrático, son cómplices y títeres de la política neoliberal del gobierno ruso, y, en buena parte, han dejado de tener peso político real, aunque tanto Rusia Justa como el PLD tengan representación parlamentaria. El Partido Comunista continúa siendo la alternativa al poder autoritario de Putin y Medvedev. El candidato comunista es Ziuganov, que ganó las elecciones presidenciales de 1996, aunque el pucherazo electoral impuso entonces la victoria de Yeltsin; la alarma que aquellos resultados produjeron en la nueva élite burguesa rusa marcaron el rumbo de la política del gobierno, hasta hoy: Ziuganov y los suyos soportan feroces campañas anticomunistas, un absoluto bloqueo informativo, y una persistente manipulación de los procesos electorales. La falsificación de las elecciones, como en los últimos comicios celebrados en Moscú, recurriendo a la introducción de miles de papeletas falsas, a la manipulación del censo, aumentando artificialmente el número de votantes a veces en proporciones considerables, a la eliminación de la propaganda comunista en las calles, y a la persecución de los interventores comunistas (con graves agresiones incluidas), son los rasgos más destacados de la situación actual. El poder ha tratado, incluso, de romper el Partido Comunista desde dentro, como en la operación encabezada por el empresario Guennadi Semiguin, que en 2003 intentó la liquidación del partido, fracasando, y, después, con la creación, con Putin y la élite económica entre bastidores, del partido Rodina (Patria) encabezado por el economista Serguei Glazev (hasta ese momento uno de los dirigentes del PC y que fue, literalmente, comprado por el poder), quien, gracias a una millonaria campaña consiguió arrebatar un 10 % del electorado comunista, utilizando lemas idénticos a los suyos en la campaña electoral. En 2007, el poder burgués volvió a repetir la operación de acoso, creando otro engendro: un supuesto partido de izquierda llamado Rusia Justa (creado con la suma de Rodina y partidos tan singulares como el Partido de la Vida y el Partido de los Pensionistas), encabezado por Serguei Mironov y que ha conseguido entre el 7 y 8 por ciento de los votos. Los laboratorios ideológicos del Kremlin putiniano, conectados con fundaciones norteamericanas, diseñaron un escenario para dos partidos: Rusia Unida, la organización de Putin y Medveded, y Rusia Justa, que debía ser el leal «partido demócrata» del sistema. En las últimas elecciones presidenciales, delatándose inadvertidamente, Rusia Justa llamó a votar por Medveded.

Aunque en el occidente europeo, las elecciones distan de ser justas, corrompidas como están por el poder del dinero y por la flagrante desigualdad de oportunidades, con unos medios de comunicación convertidos en defensores y agitadores del capitalismo, desde aquí es difícil imaginar las extraordinariamente difíciles condiciones en que los comunistas rusos deben desarrollar su actividad. Hay que recordar que en Rusia rige una dura ley de partidos que exige una enorme cifra de afiliados y presencia en la mayoría de las regiones, con un riguroso control por parte del gobierno, de forma que es muy difícil, si no se cuenta con el beneplácito del poder, no ya presentarse a las elecciones, si no ni tan siquiera existir. Pese a todo, el Partido Comunista ha conseguido resistir a todas las campañas de acoso y descrédito, cuenta con ciento sesenta mil militantes, y está consiguiendo, según las regiones, entre un 10 y un 25 por ciento de los votos; cuenta con cincuenta y siete diputados en la Duma (el partido de Putin tiene 315), y mantiene una fuerte presencia social y entre los trabajadores, en la degradada Rusia burguesa de nuestros días. Me permitirán ustedes un inciso: la delicada sensibilidad democrática de los gobiernos occidentales no se ha preocupado jamás por la persecución que tiene que padecer la única oposición real en Rusia, el partido comunista. Nunca han presentado queja ni denuncia alguna. Los melindres democráticos que muestran Washington y Londres, Berlín y París, son apenas para presionar a Putin como medio para conseguir ventajas políticas y estratégicas en la feroz lucha por los nuevos espacios de influencia en Europa y Asia central.

En su programa de cambio social, el Partido Comunista Ruso propone la inmediata nacionalización de los recursos naturales y de los sectores estratégicos de la economía, y, tras ello, un programa de modernización (que no podemos detallar aquí), en un sistema político pluripartidista. Propugna la lucha sin cuartel contra la corrupción y la delincuencia (que ha sido letal para los rusos), una educación y sanidad públicas y gratuitas, el impulso a la cultura y a la educación popular, y la aprobación por referéndum de una nueva Constitución que garantice «todo el poder a los sóviets», además del control por parte de los trabajadores de los sectores estratégicos de la economía; la propiedad privada no sería eliminada, y las pequeñas y medianas empresas no serían nacionalizadas. También, el Partido Comunista se propone la forja de una nueva unidad, libremente asumida, de los pueblos que integraban la Unión Soviética, empezando por Ucrania, Bielorrusia y Kazajstán. En política exterior, defiende la disolución de la OTAN, el reforzamiento de la defensa estratégica rusa (recuerden ustedes la operación del escudo antimisiles norteamericano, que Obama no ha abandonado, sino que ha reformulado), y una activa política en defensa de la paz. Mantiene excelentes relaciones con el Partido Comunista Chino, así como con el PC de Cuba, entre otros. En lo esencial, creo que es un programa en el que podemos reconocernos.

En Bielorrusia, el Partido Comunista colabora con el gobierno de Lukashenko, mientras que, en Georgia, los comunistas son encarcelados y muchos han tenido que exiliarse, con el partido prácticamente condenado a la clandestinidad. En Moldavia, donde el Partido Comunista suele conseguir el 50% de los votos en las elecciones, diversos errores y la traición de uno de sus dirigentes, Marian Lupu, han abierto una preocupante situación. Los resultados electorales de abril del 2009, donde el Partido Comunista obtuvo el 49’98 % y sesenta escaños, a uno de la mayoría absoluta, fueron impugnados con el intento de una revolución naranja, organizada por Rumania con el apoyo norteamericano, que llevaron al asalto e incendio del Parlamento por unas dos mil personas, y a la convocatoria de nuevas elecciones, donde el PCM obtuvo 44’7 % y cuarenta y ocho escaños. El país cuenta ahora con un presidente interino, Mihai Ghimpu, tras la renuncia del comunista Vladimir Voronin.

En Ucrania, un país más extenso que Francia y de población equivalente, el Partido Comunista fue prohibido, y hasta 1993 no consiguió reorganizarse, de la mano de Piotr Simonenko. En las presidenciales de 1999, Simonenko, frente a Kuchma, consiguió el 38% de los votos. Hasta el 2002, el Partido Comunista de Ucrania consiguió entre el 20 y el 25 % de los votos en las distintas elecciones parlamentarias, pero, a partir de 2002, la operación política impulsada por Estados Unidos, denominada revolución naranja (cuyos objetivos y consecuencias estratégicas en la política internacional no podemos analizar aquí), impuso la artificial creación de un nuevo escenario político alrededor de dos ejes: los partidos naranjas, asesorados y financiados directamente por Washington, y el bloque del Partido de las Regiones de Yanukóvich, que agrupa a la nueva burguesía ucraniana de orientación prorrusa, que, en el caótico escenario de esos meses, consiguió arrancar buena parte del electorado comunista, dejando al PCU con apenas el 4 % de los votos en las elecciones de 2006. Hay que recordar que el mayor arraigo de los comunistas está en las regiones industrializadas orientales de Ucrania, de cultura rusa, y en Crimea, precisamente el crisol del partido de Yanukóvich. El PCU aumentó en las elecciones anticipadas de 2007 hasta el 5,5 %, mientras el Partido Socialista se derrumbaba, desapareciendo del escenario político. El PCU llegó a formar parte del efímero gobierno (que duró apenas un año) formado con el partido de Víctor Yanukóvich y con el Partido Socialista de Alexander Moroz.

Hoy, el panorama es extraordinariamente confuso: la coalición que apoya al presidente Yushenko consta de nueve partidos, y, a su vez, el bloque de Yulia Timoshenko está formado por tres partidos, todo en medio de un clima de bancarrota social y de quiebra del Estado, hasta el punto de que muchos especulan con el hundimiento de la actual Ucrania: no en vano, la crisis en que el país se debate hoy, añadida a las catastróficas consecuencias que tuvo para Ucrania la desaparición de la URSS, ha tenido como consecuencia un descenso del 50 % de la producción industrial, y la caída de un 21 % del PIB, de modo que dos terceras partes de la población viven bajo el umbral de pobreza: la Ucrania derechista y burguesa es un Estado miserable y fallido. Yushenko es, sin rodeos, un agente de la política exterior norteamericana, que ha convertido a Ucrania en un satélite de Washington, similar a Polonia y la República Checa, con las guerras del gas y el control del paso de los hidrocarburos como trasfondo, y su acción de gobierno es tan «peculiar» que le ha llevado a rehabilitar al Ejército Insurgente Ucraniano, UPA (Ukrayins’ka Povstans’ka Armiy), que combatió con la Wehrmacht y las Waffen SS contra el ejército soviético durante la Segunda Guerra Mundial y que se mantuvo como movimiento guerrillero en Ucrania, con ayuda norteamericana, hasta 1949. La pavorosa corrupción en un país que parece de ópera bufa ha llevado, incluso, a un antiguo proxeneta y hombre de confianza del presidente, Andrei Kislinsky, a ser vicepresidente del SBU, el Servicio de Seguridad de Ucrania. Finalmente, Kislinsky fue cesado por Yushenko debido a varios escándalos, pese a ser el responsable de la comisión que se encarga de «desenmascarar» a la URSS como responsable de «organizar la hambruna del 1932», asunto en el que están muy interesados algunos congresistas norteamericanos y algunas agencias estadounidenses.

Hace poco más de un mes, el Partido Comunista de Ucrania, el Partido Social-demócrata (unificado) de Ucrania, el Partido Spravedlivost (Justicia) y la Unión de Izquierdas, han creado un Bloque de Izquierdas para presentarse a las elecciones presidenciales. El PCU es el más fuerte de los coaligados, mientras que el debilitado Partido Socialista de Moroz ha declinado participar. Para las elecciones presidenciales de enero de 2010, según la última encuesta que conozco, Yanukóvich obtendría un 30% del voto, frente al 18 % de Timoshenko y el 3 % del actual presidente. El candidato comunista obtendría el 4 %. Casi el 90% de la población desaprueba la gestión de Yushenko, y un 63 % reprueba la de Tismoshenko, y, frente al delirio nacionalista del actual gobierno, casi un 70 % de la población manifiesta simpatía hacia Rusia, y apenas un 9 % muestra rechazo.

Los países bálticos: En Estonia, la división comunista de los años noventa llevó a la creación de un Partido Democrático del Trabajo, denominado después Partido Ssocialdemócrata del Trabajo y, a partir de 2004, Partido de la Izquierda, que hoy está integrado en el Partido de la Izquierda Europeo, que consiguió hace diez años el 6 % de los votos. Ahora, apenas recoge el 1 %. La unificación con otro pequeño partido ha supuesto la creación del Partido Unificado de la Izquierda de Estonia, sin apenas protagonismo político. En Lituania, la izquierda está representada por el Partido Socialista de Lituania, que no tiene representación parlamentaria, dirigido por Gedrius Petružis, y por el nuevo partido Frontas, dirigido por Algirdas Paleckis, anterior miembro de la socialdemocracia. El país padece una severa persecución de los comunistas, y el gobierno pretende equiparar nazismo y comunismo, estipulando delitos en el código penal, mientras castiga la supuesta difamación de la «resistencia antisoviética», que, en realidad, eran simples colaboradores del nazismo.

En Letonia, el Partido Socialista Letón, de Alfred Rubiks, un dirigente soviético, (que ha estado encarcelado durante seis años y ahora es eurodiputado del grupo de la Izquierda Unitaria), cuenta con cuatro escaños, obtenidos dentro de una coalición. Hay que recordar que el Partido Comunista Letón está prohibido, y que el 45 % de la población tiene el ruso por lengua materna, pese a lo cual es considerado un idioma extranjero, y que la población rusa carece, en la práctica, de derechos civiles. La histeria anticomunista y antisoviética es la pauta de conducta del gobierno, y casi el diez por ciento de la población ha tenido que emigrar (aunque hay situaciones peores: en Armenia, esa proporción sube a un espeluznante 34 %, la mayor parte emigrantes hacia Rusia). Para entender el ambiente en que vive Letonia, debe recordarse que la anterior presidente, Vaira Vike-Freiberga, hija de una familia que colaboró con los nazis, autorizó durante su presidencia desfiles de veteranos letones de las Waffen SS, presentándolos como héroes de la «lucha contra el comunismo», permitiéndose de esa forma, además, la «rehabilitación» del nazismo. Así que las organizaciones comunistas que operan en las repúblicas bálticas tienen que desarrollar sus actividades en la clandestinidad, al igual que en Turkmenistán o en Uzbekistán. Para finalizar: hay presos políticos comunistas en las tres repúblicas bálticas, en Rusia, en Georgia, Azerbeiján, y Asia central.

Este somero repaso de la situación en Europa, que constata la debilidad, a veces la traición, de la izquierda, esconde otra cuestión: la creciente abstención electoral de los ciudadanos, en el Este y en el Oeste, aunque con diferentes expresiones, porque después de más de un siglo de lucha por el sufragio universal (recuerden que en Francia se consiguió ¡tras la Segunda Guerra Mundial!), hoy estamos volviendo al sufragio censatario por la vía del abandono de la participación de buena parte de los sectores populares. No sé si es malo o es, simplemente, la expresión del agotamiento del modelo liberal que, mientras habla de libertad y democracia, vacía de contenido esas palabras y hace aumentar el desinterés de los ciudadanos por la participación política.

La socialdemocracia europea está hundida en la confusión y el abandono. Una confusión tan extrema que lleva a un hombre como Massimo d’Alema (que constata el agotamiento de la socialdemocracia clásica y pone en tela de juicio incluso la existencia de la Internacional Socialista, siendo uno de sus vicepresidentes) a calificar a los gobiernos de Estados Unidos, Japón e India, como gobiernos de «centroizquierda», para oponerlos a la derechización europea. Juega así con las palabras para inventar una nueva realidad. Es otra huida de la socialdemocracia, hacia el supuesto progresismo encarnado por Obama: dibuja una nueva «izquierda» vacía, impotente, prisionera de los empresarios, alejada de los trabajadores, en una nueva vuelta de tuerca después de la ya olvidada «tercera vía» de Blair y Giddens, que se convirtió en compañera de Bush.

La izquierda comunista no está mejor, aunque mantiene posiciones que hacen albergan alguna esperanza. La derrota de 1991 fue un poderoso disolvente, a través de dos vías: la presión de los medios de comunicación y la destructiva acción interna de algunos dirigentes (aquí, recuerden, ese fue el papel de Ribó, López Garrido, etc) que actuaba, además, sobre un acentuado desánimo de los militantes. El Partido de la Izquierda Europeo, ligado en su origen a las propuestas italianas de Bertinotti, no ha conseguido unir a todas las fuerzas a la izquierda de la socialdemocracia y, en cambio, ha introducido elementos de división entre los partidos comunistas, como puede verse en su composición. Incluso su existencia sirvió de banderín de enganche para la mutación impulsada por Bertinotti en Italia, finalmente fracasada. Por ello, podemos agrupar a las organizaciones situadas a la izquierda de la socialdemocracia en dos grandes bloques: los partidos comunistas, que deben hacer frente a la tentación y el peligro de refugiarse en las certezas, cerrando el camino a la renovación ideológica, resignándose a ser organizaciones combativas pero de influencia social limitada; y los variados partidos surgidos de sus filas y de la izquierda extramuros, por divisiones o por transformaciones muy diversas, partidos que también corren serios riesgos: que lleven la mudanza tan lejos, para conseguir el acceso al gobierno, que acaben fagocitados por el sistema capitalista. Recuerden el triste desarrollo posterior de la svolta de la Bolognina del PCI dirigido por Occhetto. Porque, si no sabes hacia dónde te diriges, lo más probable es que termines en cualquier otro lugar. Yo, que sigo creyendo en el relevante papel que deben jugar los partidos comunistas, creo que lo más prudente es impulsar espacios de colaboración, sin renuncias por parte de nadie. Insistir, como hacen algunos, en que el camino para la construcción de una izquierda influyente en Europa implica la liquidación de los partidos comunistas no lleva más que al enfrentamiento y a la división.

Nos falta estrategia y coordinación, y un programa concreto que ofrecer a los trabajadores y a los ciudadanos. El desempleo, la pobreza, el cáncer de la profesionalización de la política, la omnipresente corrupción, el espectáculo de las subvenciones con recursos públicos a la burguesía y a la empresa, de una economía de casino basada en el capital financiero, donde, incluso, se especula con la muerte, como con esos repugnantes bonos de la muerte que quieren hacer cotizar en Wall Street, la irresponsabilidad de gobiernos y de la gran empresa hacia el destino común de la humanidad, son manifestaciones del corrupto capitalismo tardío, que debemos combatir. Hay que terminar con ese latrocinio escandaloso, con la transferencia de recursos públicos hacia las empresas y bancos que son los responsables de esta situación, de este agónico capitalismo que niega el futuro a la mayoría. Todo eso, exige una respuesta, exige la revolución, sin miedo a las palabras. Pero saber eso, pese a su trascendental importancia, no resuelve nuestros problemas.

Mientras, en el escenario de la devastación, los sindicatos se muestran impotentes y hasta inútiles (aunque la izquierda comunista no debe contribuir a su demolición, sino que debe exigir que cumplan con su papel de defensores de los trabajadores, de los parados, de los jubilados), y la derecha y la socialdemocracia siguen construyendo no la Europa del trabajo y de la dignidad, sino la del robo, la explotación y la corrupción, y la derecha política enfrenta la crisis económica con las viejas ideas neoliberales que han traído este desastre, por lo que parece imperativo que los comunistas y las fuerzas de la izquierda real deben impulsar un programa de lucha global, con inteligencia, sin sectarismo, sumando sectores sociales y políticos, en la exigencia de empleo para todos, de salarios dignos, del fin de las hipotecas abusivas, de viviendas sociales, de la igualdad real entre hombres y mujeres, entre autóctonos e inmigrantes, situando a la fábrica, el escenario de la explotación, como centro de su acción y sus propuestas, y a los trabajadores como protagonistas del cambio social. Es una lucha desigual, es cierto, que se libra en un marco político diverso, duro y confuso en las distintas regiones de la vieja Europa, y donde la izquierda, además, debe combatir las operaciones coloniales de la OTAN, en Irak y Afganistán, debe luchar para poner fin a la sumisión europea a los Estados Unidos, debe impulsar protestas para lograr la disolución de la OTAN, y para hacer posible un marco internacional pacífico.

En 1969, Eric Hobsbawm escribía que «hoy, cuando el movimiento comunista internacional ha dejado en gran parte de existir como tal», al tiempo que recordaba la «fuerza inmensa» que sus militantes conseguían del hecho de ser vistos como miembros de «un singular ejército internacional» que trabajaba por la revolución mundial. Cuarenta años después, tras el vendaval de la desaparición de la URSS y de la Europa socialista, no parece que haya muerto el movimiento comunista, pero sí tenemos que constatar que sus efectivos han sido seriamente mermados. Y, sin embargo, algunas voces parecen optimistas, el mundo cambia, y una de las claves para avanzar está precisamente en recuperar el discurso internacionalista, fraterno, solidario. Tenemos que reinventar la democracia, poner claridad en nuestro objetivo: el socialismo; hacer nuestra la bandera de la libertad, porque ni la vieja democracia liberal, tan mezquina y limitada, basada en la explotación del trabajador, ni el autoritarismo del socialismo real nos sirven hoy, aunque, ya me disculparán ustedes, podemos seguir afirmando, con Alberti, que el comunismo es la juventud del mundo. No podemos refugiarnos en el pasado, ni podemos ser aventureros, pero tenemos que ser valientes.

Rebelión ha publicado este artículo con permiso del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.