Recomiendo:
0

Una "nueva" época en la política británica

Jóvenes modernos

Fuentes: Revista Debate

Y el sistema funcionó. ¡Vaya si funcionó! Cuatro o cinco días de incertidumbre y de repente, en noventa minutos, Gordon Brown visita a la reina, acompañado por su esposa y sus dos hijitos, le pide licencia, renuncia; la reina llama a David Cameron, quien acude con su mujer, le pide que forme gobierno y ya […]

Y el sistema funcionó. ¡Vaya si funcionó!

Cuatro o cinco días de incertidumbre y de repente, en noventa minutos, Gordon Brown visita a la reina, acompañado por su esposa y sus dos hijitos, le pide licencia, renuncia; la reina llama a David Cameron, quien acude con su mujer, le pide que forme gobierno y ya está.

Nuevo primer ministro al caer el sol y nuevo gabinete con el alba.

Sin alharaca, sin motociclistas abriendo el paso de los automóviles deteniéndose ante los semáforos.

Y pasaron otras cosas, mientras muchos se quejaban de que no estaba pasando nada.

– Terminó en humillación la carrera política de Brown, de quien muchos dijeron en su momento que era «el más noble y capaz» del dúo de amigos/enemigos que formó con Tony Blair. (No se conocen todavía sus planes para el llano, aunque ya está en pleno desarrollo la campaña para su sucesión como líder del laborismo.)

– Terminó la era del Nuevo Laborismo, trece años agitados que comenzaron radiantes y concluyen en una mueca de desaliento.

– Los liberales llegan al gobierno por primera vez desde el gobierno de unidad nacional durante la Segunda Guerra Mundial.

– Por primera vez en mucho tiempo existen esperanzas (exageradas, tal vez) de una reforma que permita una representación más equitativa de los partidos en el Parlamento, aunque lo más probable es que no sea un sistema de representación proporcional, como dicen algunos despachos, sino de voto alternativo (ver más adelante).

– Los conservadores tienen la oportunidad de inaugurar una nueva época, forjando una mayoría «natural» en el centro, con ramificaciones a la derecha y a la izquierda, al mismo tiempo su fuerza y su debilidad.

(Una de las observaciones más comunes en los últimos años es que laboristas y conservadores han estado derivando hacia el centro, el ámbito natural de los liberales, que sienten el apretón.)

– El nuevo gobierno está preparando su programa y sus dirigentes se esfuerzan en obtener la aprobación de los respectivos partidos, aunque ésta se da por hecha, a pesar de las resistencias, por la sencilla razón de que existe un crucial «impulso renovador».

– El jueves, finalmente, el gobierno anunció una reducción del cinco por ciento de los salarios de los ministros y un congelamiento en ese nivel por cinco años.

Uno siempre desconfía cuando los ingleses (o cualquier otro) se jactan de su cultura política, pero no hay más remedio que sacarse el sombrero.
Y pensar que los alarmistas dijeron, cuando las elecciones no dieron a nadie la mayoría absoluta, que iba a ser terrible, que a la reina se le caería el pelo (ya lo tiene blanco), que los negociadores terminarían desmelenados, como los sobrevivientes del naufragio de La Medusa (ver el cuadro de Géricoult en el sitio web del Louvre).

Pero los políticos hicieron lo que se supone que deben hacer: política. Por supuesto que hubo recriminaciones y algunas escenas desagradables, pero se nos ocurren varios sitios donde hubiera soplado un viento más fétido.

La conferencia de prensa conjunta de David Cameron y Nick Clegg, respectivamente primer ministro y viceprimer ministro (esto significa que Clegg, y no un «tory», reemplazará a Cameron durante sus ausencias) dio pie para nuevas aproximaciones al estado de la política actual.

Desde hace tiempo nos decían que la política británica se estaba degradando, que ya sólo importaban los personajes y sus imágenes públicas en vez de los principios ideológicos y la discusión de ideas.

Ahora este enfoque tiene otros matices. Ya no se dice que falta firmeza de ideas, sino que estamos pasando de una política de choque, de enfrentamientos ideológicos y partidistas, a una política de consenso.

Muchos encuentran tranquilizadora esta forma de explicar lo ocurrido, pero otros dicen que no es más que una mano de pintura, que con la palabra «consenso» se está ocultando la falta de liderazgo y de propuestas políticas realmente renovadoras.

Las opciones de los partidos principales, luego de las elecciones del 6 de mayo, eran muy claras.

Los conservadores, con mayoría simple, debían elegir entre gobernar en minoría, negociando con otros partidos sobre «paquetes» o cada ley en particular, o formar una coalición con los liberales, haciendo concesiones, para no desangrarse en el Parlamento y, al mismo tiempo, introducir una cuña entre liberales y laboristas.

(Un gobierno en minoría se bate todos los días en el Parlamento, mientras que una coalición lava su ropa en casa: la tensión se siente en el gabinete, en vez de la Cámara de los Comunes. Es más simple y cómodo para el gobierno, aunque menos esclarecedor del debate político.)

Los laboristas, segundos en los comicios, podían atraer a los liberales con la promesa de un referendo sobre una forma aceptable de reforma electoral y otras concesiones, o de lo contrario refugiarse en la oposición, reorganizándose como «única opción progresista» y rogando que su travesía del desierto no sea ahora tan prolongada como la última vez.

Los liberales, que perdieron bancas en vez de fortalecerse como muchos creyeron que ocurriría, tenían la opción de la foca: zambullirse en el mar o quedarse en el témpano, o sea negociar con el oso o con la orca. Eligieron negociar con el oso.

Uno de los elementos más llamativos del cuadro británico es que el «fracaso» del sistema en producir una mayoría clara ha abierto las puertas a una alternativa que muchos encuentran más positiva.

ESPECTÁCULO DE PRIMERA

Margaret Thatcher, de haber estado en el lugar de Cameron, habría denunciado la impudicia de Brown. Habría exigido su renuncia y presentado su previsible negativa como una obstrucción al proceso democrático. En cuanto a los liberales, ¿por qué negociar con esos «húmedos» zurdos sin espinazo? Les habría ofrecido, a lo sumo, un acuerdo limitado, nunca una coalición.

La Dama de Hierro habría forzado nuevas elecciones.

Cameron, que vive en otra época, prefirió aprovechar la oportunidad de renovar el equilibrio político y hacer del defecto una virtud.

El conservador Leon Brittan, que fue ministro de Thatcher, dice ahora que «una combinación de pragmatismo conservador e idealismo liberal es ganadora para el país». Y David Aaronovitch, columnista del Times, escribió antes de las elecciones que votaría por el laborismo, porque el país «necesita una alianza entre conservadores y liberales».

Entonces se temía el colapso del voto laborista, con el resultado inevitable de una mayoría absoluta tory, sin necesidad de coalición.

El espectáculo ha sido de primera clase. Más discutible es su trascendencia.

¿Es Cameron capaz de dejar su impronta en una época, o al menos una década, como Margaret Thatcher y (aquí en un susurro) Tony Blair?
Estamos ante el eterno misterio del liderazgo: ¿el jefe moldea sus circunstancias o éstas lo crían a él? Esta historia está por escribirse, pero el juicio tendrá que ver con el desenlace del proceso que comienza.

¿Es ésta una encrucijada, un cambio de marea, con una nueva mayoría afirmada en una forma de representación semi proporcional, que traería el ocaso del laborismo? Eso creen algunos.

Otros dicen que la alianza terminará en lágrimas, ya que el abrazo del oso nunca es cariñoso y no pocos liberales temen verse forzados a votar como quieran los tories, o retirarse del gobierno y precipitar una elección anticipada en la que serían aplastados, un poco porque el público los hará responsables y otro poco porque no tienen fondos para pagar la campaña.

Según este punto de vista, la jugada de Nick Clegg le ha dado una porción de poder pero ha destruido su credibilidad como portavoz de una política transparente. The Guardian, que apoyó a los liberales, dice que muchos creyeron que votar por ellos era una forma segura de resistir a los tories. «Ya no: ahora los verán como un apéndice del Partido Conservador. Esto puede costarles millones de votos», escribió Jonathan Freedland, columnista del diario.

(Si con 23 por ciento de los votos los liberales sólo obtuvieron 57 bancas, en contraste con 29 por ciento y 258 bancas para los laboristas, imaginen en qué quedaría su vigencia política si pierden «millones» de votos.)

Tampoco faltan quienes dicen que Cameron se arriesga demasiado, que la derecha tory, que nunca lo ha respetado, le pasará la factura por sus concesiones, reales o supuestas, en áreas como impuestos, gastos, defensa, inmigración y Europa, la idea fija de estos chicos grandes.

Si la derecha propia le hace la vida imposible y los liberales lo abandonan, Cameron podría verse forzado a jugar la carta de elecciones anticipadas (el compromiso de una coalición fija por cinco años no es de fierro, porque con 55 por ciento de los votos se podría disolver el Parlamento), a las que acudiría con un partido dividido y su liderazgo en jirones.

Hay tantas posibilidades como perspectivas políticas. La falta de coincidencia se debe a que realmente se vive una situación diferente.

Los comentaristas olfatean la nueva realidad, pero les cuesta identificarla. Estamos en una quebrada, pero falta saber si el tajo es una falla geológica o una simple depresión del terreno.

Los optimistas de cada lado lanzan pronósticos que los cínicos del otro lado interpretan como epitafios.

Una interpretación convincente es la del ex parlamentario conservador Matthew Parris, ahora un respetado comentarista: dice que el destino deparó a Cameron y Clegg la oportunidad que realmente necesitaban para sus proyectos políticos.

De haber logrado una reducida mayoría absoluta, Cameron habría estado a merced de los mismos tories derechistas que le amargaron la vida a John Major, el sucesor de Thatcher (y también a varios jefes posteriores).

Si Clegg hubiera ganado más bancas, como él esperaba, se habría visto forzado por su izquierda a aliarse con los laboristas, o arriesgarse a escindir al partido si insistía en negociar con los tories.

Tal como resultó, dice Parris, ambos líderes lograron persuadir a sus respectivos rebeldes de que una coalición lib-con era la única opción. Así, de una situación aparentemente «imposible», un callejón sin salida, ambos líderes lograron una fórmula salvadora para sus aspiraciones.

ACUERDO SECRETO

¿Es esta interpretación de Parris un análisis o una adulación?

Se habla de un entendimiento secreto entre Cameron y Clegg, quienes habrían vislumbrado esto ya durante la campaña. Al parecer, el Maquiavelo conservador no sería Cameron, sino George Osborne, su íntimo amigo, el ministro de Economía.

De ser cierto esto los liberales, protagonistas a pesar de sí mismos, deberían al sistema, que tanto denigran la oportunidad de participar en el gobierno y, tal vez, adecentar el sistema electoral, su anhelo de las últimas décadas, en que han habitado un territorio espectral.

Son caprichosos, muy británicos, estos liberales. Es gente de hábitos, como las golondrinas de Capistrano: reaparecen en Westminster con cada elección y de inmediato se esfuman en la irrealidad. Su hábitat natural es el de los municipios, donde ya existen formas de representación proporcional.

El partido perdió los dientes entre las dos guerras mundiales del siglo XX, cuando el laborismo se fortaleció a sus expensas, con respaldo de los sindicatos y empujón de un jefe tory muy astuto, Stanley Baldwin, que vio la oportunidad de dividir el voto progresista.

Desde entonces ser liberal es una forma de desgarramiento. John Maynard Keynes decía, ya en 1926, que el partido estaba «dividido entre quienes, si los forzaran a elegir, votarían tory, y aquellos que, en las mismas circunstancias, votarían laborista». Suponemos que Keynes (1883-1946) habría votado laborista el 6 de mayo, pero quién sabe.

Hasta su nombre actual refleja desconcierto y cierta irrealidad. Liberal Democrat Party, un nombre definido por la acumulación de dos adjetivos, como se forman los sustantivos en el lenguaje del planeta Tlön, el mundo creado por Borges.

En el partido de Nick Clegg, como en Tlön, la sustancia solía derivar de la repetición de un anhelo imposible de alcanzar: la reforma electoral, irreal pero de valor poético.

Ahora, otro jefe tory, David Cameron, se habría propuesto repetir la operación quirúrgica de Baldwin, esta vez a expensas de los laboristas, que han puesto las barbas en remojo por aquello de Pierre Menard: «La historia, advertencia de lo por venir».

Hay algo en lo que todos están de acuerdo: la audacia y rapidez de toda la operación, el desenfado de ambos líderes al enfrentar juntos a la prensa en el jardín, su conexión (se habla de «Dave and Nick» como de «Rolls and Royce», o de «Batman and Robin»), y las concesiones mutuas.

El documento con los objetivos de la coalición, dado a conocer el miércoles, dice que la reducción del déficit del presupuesto, de 167.000 millones de libras, estará financiada «principalmente» por reducciones del gasto público. El lenguaje, ambiguo, contrasta con el de la plataforma electoral de los tories, que se comprometía específicamente a un nivel de 80 por ciento. Esto abre la puerta a más aumentos de impuestos, como quieren los liberales, que a su vez han abandonado el objetivo de amnistiar a los inmigrantes ilegales que normalicen su aporte a la economía.

Otros puntos conflictivos se han barrido bajo la alfombra. El reemplazo del sistema Trident de submarinos nucleares misilísticos, por ejemplo, sigue en los planes del gobierno (la postura conservadora) pero se estudiarán alternativas más económicas (el enfoque liberal). No hace falta ser cínico para suponer que prevalecerán los conservadores.

Algunos temas contenidos en el documento inicial de la coalición:

– Un presupuesto de emergencia en los próximos 50 días.

– Acelerar la reducción del déficit: cortes de 6.000 millones de libras este año.

– Diversas medidas para promover la estabilidad financiera y el crecimiento de la actividad económica.

– Aumento «sustancial» de las exenciones impositivas para contribuyentes de pocos recursos.

– Un comité a nivel ministerial estudiará una reforma bancaria «estructural».

Peter Riddell, el veterano comentarista del Times, advierte sobre dos puntos principales de posible conflicto en una coalición «tan dispar»:

– Si los cortes del gasto público resultan muy onerosos para la base liberal, algunos diputados y muchos activistas podrían rebelarse, provocando una sangría tal vez fatal en las próximas elecciones.

Esta advertencia coincide con la que se le atribuyó hace un par de semanas a Mervyn King, el presidente del Banco Central de Inglaterra, en el sentido de que la situación fiscal era tan mala que el partido que la corrigiera podría perder el poder por una generación.

El bueno de King ha cambiado de opinión: ahora dice que la situación está mejorando y que el gobierno podrá, sí señor, permitirse la reducción de gastos calculada para este año, de 6.000 millones de libras.

Si el referendo sobre la introducción del voto alternativo -dice Riddell- no aprueba la reforma electoral, los liberales, arrastrados por la indignación de su ala izquierda, podrían retirarse del gobierno.

Este es un riesgo real para la coalición, ya que muchos conservadores no querrán votar a favor de la propuesta en el referendo: calculan que si en estas elecciones hubiera existido el voto alternativo, le habría costado a los tories 25 bancas.

Un verdadero sistema de representación proporcional sería muy costoso y complicado, porque requeriría una profunda reforma de los distritos electorales.

El voto alternativo, en cambio, se puede aplicar en las circunscripciones actuales. Consiste en que cada votante ordene a los candidatos por orden de preferencias. Por eliminación y atribución de las preferencias se identifica al ganador.

El problema es que, teóricamente, es posible que el ganador no sea el candidato con el mayor número de primeras preferencias. En fin… Esto todavía está en el aire.

Lo concreto es que el nuevo gobierno ha sido recibido por mucha gente con los ditirambos y la expectativa (ingenua, dicen los cínicos) que en 1997 acompañaron la asunción del Nuevo Laborismo.

Ahora está de moda decir que la experiencia laborista fue un fracaso.

Habrá que ver qué dicen de ésta dentro de unos años. Por ahora prevalecen los optimistas, como es habitual al comienzo de un ciclo histórico. Y sobre la reducción y congelamiento de salarios de los ministros, no todos están satisfechos: se teme que si ellos hacen ese sacrificio les pidan lo mismo a todos.

Por allí viene la mano.

Fuente: http://www.revistadebate.com.ar/2010/05/14/2877.php

rCR