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La aureola de Putin

Fuentes: Rebelión

Al amparo de la visita de Putin a Madrid, expertos y profanos se han devanado los sesos, una vez más, en la tarea de calibrar quién es, y qué hace, el presidente ruso. Ya sabemos cuál es el diagnóstico más común: mientras, por un lado, se pone el dedo en la llaga de las querencias […]

Al amparo de la visita de Putin a Madrid, expertos y profanos se han devanado los sesos, una vez más, en la tarea de calibrar quién es, y qué hace, el presidente ruso. Ya sabemos cuál es el diagnóstico más común: mientras, por un lado, se pone el dedo en la llaga de las querencias autoritarias que arrastra nuestro hombre, por el otro, y mal que bien, se sugiere que Putin se está saliendo con la suya merced a una enérgica aplicación de su programa.

Adelantemos que nada hay que oponer a la primera cara del diagnóstico: Rusia es hoy, en el mejor de los casos, una democracia de baja intensidad en la que despuntan por doquier espasmos autoritarios, la oposición vive amedrentada, los derechos son objeto de frecuente desprecio y los medios de comunicación disidentes han sido acallados. Hay, en cambio, muchos motivos para el recelo en lo que se refiere a la segunda parte del enunciado: aunque es innegable que Putin sale beneficiado de todas las comparaciones con su antecesor, Yeltsin, sobran las razones para dudar de que se esté saliendo con la suya. Y sobran aun cuando sea menester reconocer que las adhesiones de la mayoría de los rusos invitan a rehuir las conclusiones firmes. Y es que el ruso de a pie se acoge a una curiosa percepción en la que se dan cita una inequívoca conciencia de la hondura de los problemas y una general adhesión a la figura del presidente.

Aun a sabiendas de que los datos pueden ordenarse de muchas maneras, hay razones de peso para dudar de que a Putin le vaya razonablemente bien. Digamos, por lo pronto, que el impulso recentralizador que el presidente ha intentado imprimir al maltrecho Estado federal ruso no ha producido por el momento, y por fortuna, el resultado apetecido: muchas repúblicas y regiones han preservado para sí atribuciones que las leyes formalmente les niegan, sin que la cacareada ‘vertical del poder’ haya salido adelante. Claro que aún es menos halagüeño el panorama en Chechenia, donde –rece lo que rece la propaganda– la guerra prosigue y la perspectiva de rendición de la resistencia se antoja lejana. Aunque hay quien recordará que lo ocurrido en Chechenia desde 1999 ha venido como anillo al dedo a Putin en su designio de hacerse fuerte en la presidencia, conviene recelar de las ventajas que el inquilino del Kremlin está llamado a obtener a medio y largo plazo, tanto más cuanto que una parte de la ciudadanía rusa empieza a hacerse preguntas inquietantes.

Tampoco faltan las discusiones sobre el derrotero de la economía, y ello por mucho que sea innegable que desde hace más de un lustro ésta atraviesa una etapa de bonanza. Bien es verdad que la explicación mayor al respecto remite a un dato externo, cual es la subida operada en los precios internacionales del petróleo, convertida en auténtico balón de oxígeno. Pervive la incertidumbre, aun así, en lo que atañe a la habilidad de los gobernantes para, al calor de la bonanza mentada, introducir reformas que cancelen cualquier horizonte de recesión. Todos los estudios serios aseveran, con todo, y aquí nos topamos ante un indicador más del fiasco de las políticas putinianas, que éstas apenas han permitido rebajar los agudos problemas sociales que el país arrastra. Mientras los ‘oligarcas’ ven cómo sus cuentas engordan, el porcentaje de población que malvive por debajo del umbral de la pobreza a duras penas ha reculado.

Las habilidades de Putin se miden también a través de una enconada polémica sobre los citados ‘oligarcas’. Sólo los más ingenuos sostienen que el presidente ha puesto firmes a éstos. En el mejor de los casos ha plantado cara a quienes –Gusinski, Berezovski, Jodorkovski– han tenido la mala idea de contestar sus políticas. Los demás, la mayoría, campan por sus respetos y se han beneficiado del desinterés de los jueces por las fórmulas que, tras la inmoral privatización del decenio de 1990, permitieron labrar formidables fortunas. A cambio Putin poco más ha demandado que una conducta más ajustada al canon de un capitalismo regulado, acompañada, eso sí, de una franca aquiescencia cuando los allegados del presidente se han abierto paso en el mundo de las grandes corporaciones. Es difícil que, pese al bloqueo informativo que la ciudadanía padece, tanta miseria escape por completo a su consideración.

No soplan buenos vientos, en suma, en política exterior. Pese a las ínfulas neoimperiales que impregnan los discursos oficiales, Rusia sigue siendo una potencia de segundo orden, mezquinamente entregada a la defensa de sus intereses más prosaicos y a menudo uncida al carro norteamericano. Nadie sabe, por lo demás, que es lo que esta genérica sumisión está deparando a Moscú, que ha tenido que engullir el escudo antimisiles estadounidense, una nueva ampliación de la OTAN, el despliegue de bases norteamericanas en el Cáucaso y el Asia central, y, en fin, el apoyo de la Casa Blanca a las ‘revoluciones naranja’. No se entiende muy bien de qué puede enorgullecerse Putin en este orden de cosas.

Volvamos, si se nos permite, al inicio, y hagámoslo de la mano de la sugerencia de que el craso error de percepción que, en lo que a las habilidades de Putin se refiere, inunda nuestros análisis no es producto de la improvisación: nace, antes bien, del designio de justificar –con los intereses siempre por encima de los principios– una tolerancia sin límite de nuestros gobernantes ante todo aquello que permita apuntalar una Rusia que acoja sin rechistar nuestras inversiones y entregue puntillosamente sus materias primas energéticas.

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.