El búfalo es un gran bóvido procedente del sueste asiático. En sus orígenes, habitó en el oriente, y en el norte de África, pero también en el corazón de Europa, en los Balcanes, y en Australia. Más recientemente, apareció en las praderas norteamericanas, y fue casi un símbolo usado por quienes se lanzaron a «la […]
El búfalo es un gran bóvido procedente del sueste asiático. En sus orígenes, habitó en el oriente, y en el norte de África, pero también en el corazón de Europa, en los Balcanes, y en Australia. Más recientemente, apareció en las praderas norteamericanas, y fue casi un símbolo usado por quienes se lanzaron a «la conquista del oeste».
De modo general, se admite que es muy fuerte, de poca inteligencia, que obra guiado por impulsos y puede atacar sin miramientos a todo lo que tiene al frente. Quizá por eso el ingenio peruano calificó de «búfalos» a los comandos operativos del Partido Aprista destinados a generar violencia y hostilizar a las fuerzas políticas contrarias o competitivas con relación al Partido de la Estrella.
Se recuerda el accionar de «los búfalos» el 7 de diciembre de 1945, en un mitin que concluyó a capazos y que se refería a una Ley de Imprenta que se debatió en la época. Yo, conocí la acción de la bufalería después, en los años de «La Convivencia», ese gobierno que -entre 1956 y 1962- hizo que se dieran la mano apristas y banqueros para «restaurar las libertades» luego de la dictadura de Odrìa. Lo que hicieron, fue proteger y preservar los intereses de la clase dominante, descargando brutalmente la crisis sobre los trabajadores.
En esos años «la convivencia» funcionó con precisión de relojería suiza en el mundo laboral. Los apristas formaban sindicatos con la anuencia de los empresarios y el avenimiento de las autoridades de trabajo. Luego, presentaban un pliego salarial ya concertado que era aceptado por todos. Eso fortalecía a la dirigencia aprista del Sindicato y le permitía ser la base de la federación del sector y de la central obrera. Así se hizo imbatible -durante algunos años- el sindicalismo amarillo.
Las cosas cambiaron cuando los trabajadores comenzaron a tomar conciencia de su capacidad de lucha. Entonces rebasan los límites de los «pliegos» exigían mayores incrementos salariales y condiciones de trabajo que no estaban pactadas. Si los dirigentes sindicales apristas no lograban impedir que esas demandas se incluyeran, las empresas las rechazaban sin miramientos y la autoridad de trabajo les daba la razón.
Sin los beneficios esperados, la asamblea sindical podía aceptar a regañadientes las explicaciones de las cúpulas -«pedimos mucho, compañeros»– o más bien rechazarlas. En ese momento, operaban «los búfalos», personas que nada tenia que ver con el sindicato, pero que entraban a las asambleas para «proteger la seguridad de los dirigentes». Repartían golpes de manopla, o cachiporra, a diestra y siniestra.
Eso no era fácil a nivel del sindicato base, porque la gente se conocía y ofrecía mayor resistencia, pero funcionaba a la perfección en la asamblea federal, donde participaban trabajadores de distintas fábricas, que no se conocían personalmente. Unos decían ser obreros de otra fábrica, indignados por la crítica «injusta» contra los dirigentes de la federación correspondiente.
Así se mantuvo el esquema algunos años, pero con el agravamiento de la crisis y la política reaccionaria del gobierno, la cosa se hizo visible. Las masacres de Comuneros de Pasco, o las matanzas de obreros agrícolas en Rancas, Paramonga, Calipuy, Pátapo o Pucalá, para citar algunas, hizo que la gente saliera a la calle y que la Centra Obrera se viera forzada a tomar posición. Ocurrió así el Paro Nacional del 13 de mayo de 1960, decretado a regañadientes por la dirigencia de la CTP contra la represión salvaje que había costado la vida a comuneros en distintos lugares del país.
Nosotros, estudiantes entonces protagonistas de la Huelga Nacional Universitaria que comenzara el 3 de mayo y se prolongaría hasta inicios de junio por la categoría universitaria para La Cantuta y el Co Gobierno para las Facultades de Medicina; imprimimos volantes y salimos a repartirlos en la concentración sindical programada para el Parque Universitario. Conocimos allí, en vivo y en directo, el accionar de la bufalería aprista.
La dirigencia sindical de ese partido había dispuesto dos acciones que nos afectaban directamente: que no se permitiera presencia de estudiantes en la manifestación, y que se impidiera el reparto de volantes. Como infringíamos ambas disposiciones, simplemente nos agarraron a palos y nos «sacaron» de la plaza sin miramientos. En el extremo, para quitarnos los volantes que teníamos nos persiguieron hasta la Casona de San Marcos en medio de gran violencia.
A partir de allí la lógica que se impuso en la calle era simple: cuando queríamos pedir algo, o protestar contra algo, convocábamos mítines en el Parque Universitario o en otro lugar. A la concentración llegaba un número de estudiantes con banderolas y pancartas. Inmediatamente éramos rodeados por un grueso contingente policial que levantaban un férreo anillo en torno a nosotros para que nadie «molestara la concentración». En ese espíritu, se ahuyentaba a quienes llegaban después, y se les decía que no podían pasar porque «había un mitin comunista». Podían contagiarse, claro.
A poco de iniciada nuestra concentración, se abría el férreo anillo policial que nos rodeaba y por el boquete ingresaba gritando consignas un contingente de activistas apristas provistos de manoplas, cadenas, cachiporras e incluso armas de fuego; eran los búfalos. Ellos nos atacaban, nos golpeaban brutalmente y dispersaban la protesta. Luego la policía intervenía para «evitar disturbios» y «enfrentamientos entre estudiantes». Así decía.
En enero del 62 la historia dio un viraje: estudiantes y trabajadores organizamos una brigada de autodefensa que actuó en un mitin en la Plaza Unión. Los apristas nos atacaron, y lograron imponerse brevemente, pero no resistieron la contraofensiva y debieron huir en desbandada. En el camino fue retenido un periodista aprista y una dama norteamericana –Carolina Mac Williams- que, armada con una pistola, disparó contra la gente. Ellos fueron copados y entregados formalmente a las autoridades.
En el interior de la Universidad de San Marcos las cosas no eran diferentes: los búfalos disolvían a palos nuestras concentraciones, que no resistían los embates armados que se ejecutaban por parte de los activistas encabezados por un maleante apellidado Godomar, que era ajeno a la Universidad pero se hacía pasar como «estudiante libre» del área de economía.
Llegó un momento en que nos hartamos de eso y optamos por proteger nuestras propias acciones. Surgió así un obrero de la construcción, apellidado Carrizales, que se hizo famoso.
Carrizales era un hombre físicamente fuerte. Diestro en luchas, sabía desarmar a un delincuente que tuviera al frente y reducir a la impotencia a los agresores. Locuaz, acompañaba con risa estentórea su presencia en las manifestaciones. Pronto se hizo famoso, y temido por las hondar apristas.
Bastaba que nosotros corriéramos el rumor -«va a venir Carrizales…»- para que los búfalos se retiraran cautamente. O que simplemente evocáramos su nombre como consigna en cualquier enfrentamiento, para que se encogiera el cuerpo de nuestras atacantes. A Carrizales le temían de verdad.
No era un matón ni un delincuente. Era un obrero de construcción civil que asistía a nuestro llamado con un grupo de sus compañeros -casi nunca eran más de veinte- pero que manejaban las situaciones de conflicto con maestría singular, y hacían correr desesperadamente a nuestros atacantes.
Desde aquellos años, casi, los búfalos «desaparecieron». Volvieron una vez, en febrero del 73 cuando buscaron atacar la columna de la CGTP que marchaba por Alfonso Ugarte rumbo al hospital militar donde estaba internado el Presidente Velasco. Les respondimos firmemente, y no volvieron por el vuelto.
El 5 de febrero del 75 no fueron propiamente los búfalos, sino los Comandos de Acción» del APRA los que operaron. Eran otra cosa: especialistas en atentados terroristas, acciones armadas, violencia de choque en niveles más altos. Con ellos – se recuerda- estuvo Alan García. Hicieron lo que el país conoce, y quedaron impunes.
Ahora, pareciera que se disponen a volver unos y otros. Por lo menos un remedo de ambos fue lo que actuó en el Hotel Reviera el miércoles pasado contra el congresista Sergio Tejada. Querían acabarlo, opacarlo, destruirlo. Querían, en realidad, impedir que se divulgara lo que ha investigado la Mega Comisión que tuvo en el banquillo a García y que estableció indicios razonables de actos delictivos.
Si un deber tenemos los peruanos, es impedir que la bufalerìa retorne al escenario para imponer -otra vez- la ley de la selva. Ya no está Carrizales, pero estamos todos, para impedirlo.
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