En cualquier país de Europa en el que su población aún conserve un mínimo recuerdo de lo que significó atravesar por los procesos de expansión continental del nacionalsocialismo, del fascismo, del franquismo y, en menor medida, del vichysmo, saber que un proyecto político de extrema derecha, en el contexto actual, no alcanzó los márgenes de votación suficientes como para hacerse con el control de algún gobierno nacional y de la dirección de su respectivo Estado es, sin duda, una noticia que debe de celebrarse, independientemente de si se milita o no dentro de las causas históricas de las izquierdas. Y es que, si bien es verdad que cada una de esas experiencias políticas límite fue posible gracias a la articulación de determinadas circunstancias que históricamente son, por definición, irrepetibles, la realidad del peligro que subyace a cualquier fortalecimiento económico, político y cultural de las extremas derechas contemporáneas con presencia en la región es que en éstas siempre se halla, latente, un proyecto de radicalización sustentado en la defensa a ultranza de las desigualdades y las injusticias sociales.
Por eso, luego de la segunda vuelta electoral en Francia, la población de aquel país, por supuesto, debería de estar celebrando (como parece que lo hace una parte sustanciosa de la ciudadanía), precisamente, en esos mismos términos y por esas razones, el hecho de que la plataforma política de Marine Le Pen (Rassemblement National) no llegó a hacerse con la victoria presidencial derrotando al abanderado de La République En Marche!, Emmanuel Macron. Después de todo, es un hecho que no fue una hazaña menor el haber evitado, por un lado, que, con su liderazgo al frente del poder ejecutivo nacional francés, Le Pen llegase a fortalecer a las extremas derechas del resto del continente que ya se hallan en auge (siendo Francia la segunda potencia cultural, política y económica más importante de Europa, luego de Alemania) y, por el otro, que, gracias a esa mayor convergencia de intereses entre las derechas continentales y la francesa, ésta se consolidara aún más con perspectivas hegemónicas a futuro.
¿Cómo pensar y abordar, sin embargo (y, evidentemente, sin regatear a las francesas y a los franceses la victoria general que significa haber mantenido a Le Pen fuera de la presidencia del Estado) el triunfo de Emmanuel Macron desde una postura comprometida con las múltiples y diversas izquierdas, históricas y contemporáneas, de Francia y del resto de Europa? Sin dar tantos rodeos al problema, la realidad de las cosas es que cualquier respuesta sincera a esa pregunta es desoladora; en particular, porque la enorme atención que ha recibido la derrota de Le Pen en los comicios ha conducido al grueso del debate público en aquel país y en la mayor parte de Occidente (América incluida) a perder de vista que el proyecto de nación y de integración regional que encarna Macron también supone la profundización y la extensión de un amplísimo abanico de desigualdades y de injusticias sociales.
No quiere esto decir, de ninguna manera, que Macron y Le Pen son dos caras de una misma moneda, pues las distancias que se abren entre ella y él y las diferencias que distinguen a cada una de las plataformas políticas que representan son significativas y, vistas en conjunto, marcan tendencias y trayectorias históricas divergentes, lo mismo en el corto que en el mediano plazo. Ejemplos claros de ello se muestran en sus respectivos posicionamientos acerca del funcionamiento actual del régimen de pensiones, sobre el trato nacional con la religión musulmana dentro de las fronteras del país y en relación con la posición que debería de ocupar Francia en el complejo interestatal de la Unión Europea. La cuestión de fondo en esta discusión es, no obstante lo anterior, que, vista en retrospectiva la presidencia de Macron, desde 2017, algo que ha quedado bastante claro hasta ahora en su gestión es que, a pesar de no esgrimir un discurso tan estridente como el de Le Pen sobre problemáticas como el nacionalismo, el racismo, el multiculturalismo o la diversidad religiosa, en otros aspectos (sobre todo aquellos que tienen que ver con las relaciones entre el capital y el trabajo o con cierto supremacismo francés en conflictos bélicos extraeuropeos), el hoy presidente reelecto, lejos de ser la encarnación de un proyecto político de centro (como se lo ha querido vender en medios de comunicación) no muy en el fondo es defensor de una agenda en cuya base se encuentra la indolencia ante la explotación de las condiciones de vida del ser humano.
Los efectos de la pandemia de SARS-CoV-2 en Francia, en particular, y en el resto de Europa, en general, tuvieron como una de sus principales consecuencias el ocultamiento más o menos generalizado y brumoso de una serie de medidas que, desde su entrada en funciones de presidente, Macron implementó para desarticular algunos de los controles regulatorios que los restos del Estado de bienestar francés habían conservado (a pesar de sucesivas e insistentes olas neoliberalizadoras) para limitar (si bien no impedir o restringir) la acumulación de capital dentro de los márgenes de la economía nacional. En especial, un par de medidas implementadas en materia de salubridad pública para robustecer el servicio, aunque echadas a andar bajo un velo autoritario —socialmente justificado y legitimado por la angustia, la ansiedad y el miedo que dejaba tras de sí el esparcimiento del Covid-19— tendieron a mostrar públicamente al presidente francés como un mandatario que era capaz de desplazarse política e ideológicamente más hacia el centro (inclusive rozando a la centro-izquierda) y permanecer ahí mientras la nación lo necesitase.
Fue en ese marco contextual, de hecho, que estallidos sociales de enorme potencia, previos al esparcimiento del SARS-CoV-2 (y durante los primeros meses de su diseminación) pasaron a un segundo orden de importancia en la vida política nacional francesa, a pesar de que en ellos se apreciaba, a manera de síntesis, tanto el cúmulo de contradicciones económicas que ya atravesaban a la presidencia del hoy mandatario reelecto como el proyecto profundamente antidemocrático y hondamente clasista que éste abanderó desde el día uno de su gestión. Pero además, por si ese ocultamiento producto de la emergencia sanitaria no hubiese sido suficiente para blanquear la imagen de Macron y presentarlo como un presidente socialdemócrata (o social-liberal), a ello también contribuyó el hecho de que la crisis global, regional y nacional ayudó a normalizar, en espectros cada vez más amplios del imaginario colectivo nacional y en mucho mayor grado, los cambios estructurales que el desmantelamiento del Estado de bienestar francés estaba atravesando: en principio como si dicha dinámica fuese el producto natural de movimientos normales de la economía en sus distintas escalas; es decir, como un síntoma más de lo que tiende a considerarse como progreso; y, en segunda instancia, como consecuencias a veces imprevisibles, pero también humanamente incontenibles, de los desajustes que la propia crisis iba dejando a su paso; de tal suerte que lo único que quedaba era resignarse ante el cambio.
Por eso, pues, ahora que los resultados de los comicios presidenciales han quedado zanjados, quizá no estaría demás hacer notar que, para las múltiples y diversas izquierdas francesas y continentales, el triunfo electoral de Macron no supone, de ningún modo, la victoria de la mejor alternativa concebible o posible (es claro que esa opción, en estas votaciones, era encarnada por Jean-Luc Mélenchon y La France Insoumise). Y es que, por evidente que parezca esta afirmación, a estas alturas de la discusión, ya debería de ser evidente, en y por sí mismo, que una sociedad más democrática, más justa y más equitativa no depende sólo de la ausencia de discursos de odio (abiertos o velados) en contra de poblaciones consideradas nacional, racial, cultural o religiosamente distintas y peligrosas; tampoco depende de la ausencia de un discurso nacionalista recalcitrante o de mantener al margen las relaciones diplomáticas con Rusia.
Por lo contrario, un proyecto de sociedad más democrática, más justa y más equitativa, además de adolecer de ese tipo de manifestaciones ultra, debe de sustentarse en la capacidad de desmontar los mecanismos institucionales y de combatir y neutralizar los contenidos ideológicos o sentidos comunes que operan colectivamente en el día a día bajo la lógica de las necesidades de reproducción, concentración, centralización y acumulación de capital que hoy en día se experimentan por el grueso de la población como dinámicas normales y naturales de los mercados y de la vida económica de un país. La derecha, después de todo, no necesita ser necesariamente ultranacionalista para ser derecha ni, mucho menos, enarbolar un discurso antiislámico; como si ambas cosas fuesen los rasgos distintivos de su ADN en todo momento y en todo espacio. En los tiempos que corren, esto es aún más cuestionable cuando por todas partes de Europa (y de América) nuevas derechas cargadas hacia los extremos del espectro político-ideológico-cultural son capaces de abanderar, simultáneamente, causas como la diversidad sexual y el ecologismo, sin que de paso se tengan que ver ancladas en ningún tipo de antisemitismo o de ultranacionalismo.
En España, por ejemplo, mientras que el Partido Popular se radicaliza cada vez más hacia los extremos como una derecha conservadora (casi decimonónica y a menudo muy en sintonía con su propio origen franquista), VOX se fortalece en una suerte de sincretismo ideológico en el que, sin embargo, las notas marcadamente neoliberales son a todas luces distintivas. En Francia, por ello, a la hora de hacer el balance de ese supuesto centrismo liberal de Emmanuel Macron (para hacer de él la mejor alternativa concebible ante el avance de la extrema derecha conservadora), habría que valorar cuánto de la agenda neoliberal asume él mismo como parte integral de su proyecto de nación y de su proyección continental, no para homologarlo con su contrincante, Le Pen y su Rassemblement National, sino, antes bien, para comprender en su justa dimensión la derrota de las izquierdas en estas elecciones en las que, para colmar la ironía en juego, fueron sus votos los que tuvieron que decidir entre dos apuestas de derecha a la presidencia del Estado francés: una más extrema y estridente que la otra, pero derechas, al fin.
Sólo así las masas explotadas y que viven permanentemente bajo el yugo de la expoliación de sus condiciones de vida (en Francia, en Europa y en el resto de Occidente) podrán comprender, además, que las mayores victorias que históricamente han obtenido las derechas no se cifran sólo en sus triunfos electorales. Y es que, si bien es cierto que estos son fundamentales porque de ellos dependen, entre otras cosas, sus posibilidades de financiamiento, su mayor exposición pública y mediática, así como las posibilidades con las que cuenten, a lo largo del tiempo, para hacerse con el control gubernamental y la dirección del Estado, reducir a la derecha (en sus versiones ultra, extremas o moderadas) al ámbito restricto de la vida partidista y de las experiencias comiciales hace que se pierda de vista que la ideología y los sentidos comunes de los que ésta se vale para desplegar sus agendas, sus proyectos y plataformas políticas también se instauran (y a menudo mucho tiempo antes de que los propios partidos de derecha existan institucionalmente y tomen cuerpo) como eso: como ideología, como sentidos comunes, como cultura, en general; y cultura política, en particular; entre las masas.
De tal suerte que, en esta segunda vuelta electoral francesa, dos de las lecciones más importantes que el resto de Occidente debe de aprender son: a) como lo dijo Le Pen, para su proyecto se perdieron las urnas, pero los niveles y la amplitud que alcanzó su plataforma partidista entre la sociedad son, en y por sí mismos, una victoria que no se le podrá arrebatar con más votaciones en los días, semanas, meses o años por venir; al contrario, este apoyo sólo tenderá a consolidarse y sistemáticamente incrementarse; y, b) tal y como lo hiciera notar Rosa Luxemburg en su momento (a propósito de la Crisis de la Socialdemocracia europea), cuando aquellos sectores de la sociedad que se dicen de izquierda y que militan entre sus filas reducen su rol en el cambio político de un Estado a ser un mero factor de definición entre dos opciones de derecha (aunque una se asuma moderada y la otra ultra), en ese preciso momento, su claudicación a lo único que contribuye es a la normalización del proyecto político y de los contenidos ideológicos de esa misma derecha; no sólo por legitimarla en un proceso electoral, sino por renunciar a la posibilidad de inventar una mejor alternativa y defender su causa.
A Luxemburg, al final, la historia le dio la razón: en los acontecimientos de la Gran Guerra, las trincheras que se cavaron por toda Europa se llenaron de cuerpos en gran medida debido al apoyo que dicha conflagración recibió por parte de la socialdemocracia y de la izquierda que creyó en la verdad planteada por el falso dilema de tener que elegir, entre dos malas opciones, a la menos peor.
Ricardo Orozco, internacionalista por la Universidad Nacional Autónoma de México, @r_zco
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