El heterogéneo flujo migratorio que ingresa a Panamá a través de la frontera con Colombia tiende a continuar y crecer. Pese a la dureza y letalidad de los trillos que penetran al territorio panameño a través de la selva, es previsible que el tamaño, morbilidad, secuelas perjudiciales y costos de atención a ese drama humano seguirán incrementándose.
Colombia recibe esos migrantes de múltiples orígenes ‑‑asiáticos, africanos y caribeños‑‑, a través de diversas vías y fronteras terrestres, fluviales y marítimas. Pese a que las autoridades de ese país ejercen un débil control y seguimiento de ese flujo, en su territorio ese problema no suma un nivel crítico, porque el mismo acto seguido migra a Panamá.
Pero ahí concluye esa opción. Aunque los migrantes no pretenden quedarse en este país, las fronteras de Costa Rica y Nicaragua ‑‑mucho más controlables‑‑ están cerradas a su paso. Es en Panamá donde se acumula su masa, su complejidad y el riesgo de conductas indeseables. Su eventual conversión en población productiva es mínima: esta no es su meta.
La alternativa de clausurar la frontera con Colombia al ingreso de inmigración irregular es poco realista. Las rutas que surcan el Tapón del Darién varían a través de 575 mil kilómetros cuadrados de montañas y la selva, una de las más lluviosas del mundo. Aunque Panamá ha incrementado el control de su parte del área fronteriza, no cabe decir lo mismo del lado colombiano. Y es de aquel lado donde radica el grueso de las organizaciones y grupos ilegales que trafican drogas y migrantes.
Además, hay razones humanitarias que Panamá no puede eludir: tras sufrir la inhóspita travesía y de ser saqueados y vejados por bandidos y “coyotes”, esos miles de migrantes arriban a modestas aldeas panameñas en condiciones físicas, sanitarias y económicas precarias ‑‑muchos sin identificación confiable‑‑, aparte de un número indeterminado que muere sin sepultura a uno y otro lado de la frontera.
Para Panamá, tratar estos problemas bilateralmente con Colombia, en sus dimensiones política, migratoria, humanitaria, sanitaria y de seguridad, es indispensable por principio y, además, necesario para sentar precedente. En este sentido, las acciones iniciales de la Cancillería panameña han sido correctas. No obstante, en términos de sus resultados prácticos, ello aún es insuficiente y probablemente tendrá escasos resultados.
Hace pocos años, cuando en la zona limítrofe hubo actividades guerrilleras, Colombia solicitó cooperación panameña en materia de seguridad, y se le dio eficazmente. Pero el problema migratorio es de otro género y para las autoridades colombianas no reviste esa prioridad. El tráfico de migrantes civiles no es similarmente avistado ni fiscalizado y, en la práctica ‑‑aunque no se diga‑‑, le desahoga un problema a aquel país. Por las vías ocultas del “tapón” darienita siguen entrando no menos de 80 adultos y niños sobrevivientes por día.
Panamá solo podrá resolver efectivamente este problema haciéndolo de amplio domino público e internacionalizándolo. Como tema de alto interés periodístico, es preciso hacerlo conocer a escala regional y global, y llevarlo a debate en los foros internacionales pertinentes. Entre otras cosas, hacerlo sentir en la agenda de la OEA y visibilizarlo en la ONU y sus organismos especializados.
En la historia de Panamá ‑‑país pequeño situado en una ubicación estratégica tan codiciada‑‑, cada problema nacional de esa envergadura solo se ha resuelto al darle relevancia mundial (como en enero de 1964 o durante la negociación de los Torrijos‑Carter). En el presente caso, en busca de que, con cooperación internacional, la vigilancia y control del territorio fronterizo también se ejerzan del lado colombiano, con solidaria coordinación binacional. Y, asimismo, para que la agenda política y judicial colombiana le dé prioridad a la persecución de las organizaciones y actividades del tráfico migratorio.
Nils Castro. Escritor y diplomático panameño.