La opción que pudiera representar todo proyecto revolucionario -para ser realmente factible- no es otra que saber interpretar y darle forma al carácter nacional-popular, expresado y sustentado en una voluntad colectiva que tenga por resultado la transformación estructural que se requiere en todos los órdenes existentes. Para ello es algo fundamental un cambio de balance entre los factores que controlan el Estado y la economía, por una parte, y aquellos que se le oponen, por la otra parte; cuestión que exigirá de estos últimos un creciente nivel de organización y de movilización que cohesione -como nuevo bloque hegemónico, al decir de Antonio Gramsci- sus variados componentes. Un asunto crucial para lograrlo es la batalla de ideas con que se establezca un antes y un después en la historia de las luchas populares, proyectando (de forma consensuada) un nuevo tipo de sociedad para todos y todas. Sumado a ella, no hay que obviar la existencia de una dinámica conflictiva que no acaba con el simple control de los grandes medios de producción (a través de los trabajadores organizados o del Estado) o del poder constituido (a través de elecciones periódicas, legitimadas por una amplia mayoría). Es importante prever que el proceso de reconstrucción y reproducción del sistema hegemónico a ser sustituido y erradicado tiene su base en la subjetividad de las personas, acostumbradas a verlo como realidad natural e inevitable, por lo que la batalla de ideas adquiere una relevancia para dar origen a una nueva cultura y a una nueva concepción del mundo, revolucionarias y no conservadoras.
Un escenario propicio para el triunfo de una propuesta de corte revolucionaria sería la crisis económica que envuelva a nuestros países. La apreciación detallada u objetiva de los diferentes factores políticos, económicos y culturales con que explicar su brote servirá para aglutinar las voluntades de quienes sufren sus efectos, más allá de una mera reivindicación economicista que poco o nada influirá en una solución inmediata y definitiva. Se debe entender, en este caso, sin ser lo único, que el derecho de propiedad defendido por el liberalismo como un elemento esencial de la libertad de las personas se convierte en apropiación de propiedad ajena; al igual que el cambio de mercancías o libre mercado se convierte en explotación de los trabajadores y la igualdad social formal se convierte en un dominio de clases -logrado mediante consensos que, en niveles extremos, se imponen por la fuerza- que beneficia a quienes son dueños del capital (junto con sus asociados de los sectores subordinados). Es entender también que la dicotomía burguesía/proletariado incluye una complejización de elementos a tomar en cuenta y que, de no hacerlo, conduciría a errores y tergiversaciones que sabotearían y darían al traste cualquier proyecto revolucionario. Al respecto, sería interesante rescatar las perspectivas creadas por las experiencias de inspiración socialistas vividas en la Unión Soviética, China, Cuba, Vietnam, Chile (con Salvador Allende), Nicaragua (con el sandinismo inicial), Venezuela (con Hugo Chávez) y Bolivia (con Evo Morales), cada una de las cuales tiene algún aporte que ofrecer a la comprensión -sin calco ni copia- de la realidad inherente a la construcción revolucionaria del socialismo en este siglo XXI.
Como ya lo refirieran en el pasado muchos teóricos de la Revolución Socialista (hasta ahora la única opción frente al capitalismo), sin una fuerza política organizada no será posible que la lucha ideológica ni la lucha política alcancen alguna victoria significativa contra las clases, grupos y subgrupos dominantes de nuestras naciones. El vínculo entre las acciones de esa fuerza política organizada y el cambio de conciencia derivado de la lucha ideológica debe manifestarse de manera crítica y autocrítica, lo que ampliaría su objetivo estratégico inicial. En este sentido, extraído del pensamiento de Antonio Gramsci, la unidad y la funcionalidad de la dirección ideológico-cultural (“reforma intelectual y moral”) y la dirección política (construcción de una “voluntad colectiva”) tendrán como resultado el inicio de la transformación estructural del sistema burgués-liberal. De este modo, la tarea histórica de establecer un nuevo Estado y unas relaciones sociales, económicas, políticas y culturas tendrá un mayor soporte que el atribuido a un líder y a una minoría carismáticos, expuestos a una degradación progresiva de sus valores revolucionarios mediante el usufructo continuado del poder delegado por el pueblo. De acuerdo con este postulado, la voluntad colectiva del pueblo tendrá un papel preponderante, plasmado no sólo en leyes y Constituciones sino también en el protagonismo y la participación directa en los asuntos públicos o del Estado que afecten, de una u otra manera, su destino e intereses. Es, en resumen, una disputa que tiene como centro contrarrestar la influencia ideológica y cultural de la clase y los grupos sociales dominantes, en el plano subjetivo, para hacerse fruto, en el plano objetivo, con la conquista del poder constituido y la reivindicación de la soberanía popular.
Pero, cuando corresponde analizar las dinámicas singulares que definirían los procesos históricos de las naciones de nuestra América se deberá evitar cualquier lectura simplificadora de los mismos, ya que sólo profundizando en sus causas y en sus efectos se podrán extraer los elementos necesarios para la elaboración y la puesta en práctica de un proyecto emancipatorio realmente colectivo, popular, factible e integral. Esto ha de tener como una de sus metas principales organizar la voluntad colectiva del pueblo, haciéndole motorizador de la transformación social, política, cultural y económica que se aspire. Esta voluntad colectiva deberá expresarse como una fuerza social y política, cuya capacidad de articulación y movilización lo impulse a transformar por completo al modelo de Estado liberal-burgués; adquiriendo, en consecuencia, un carácter revolucionario.
Echando mano a otra afirmación de Antonio Gramsci, habrá que «conciliar las exigencias del momento actual con las exigencias del futuro, el problema del ‘pan y la manteca’ con el problema de la revolución, convencidos de que en el uno está el otro, que en el más está el menos»; lo cual exige llevar a cabo una insurgencia del pensamiento o desmontaje de la ideología dominante, creándose las condiciones subjetivas necesarias que harán posible, por consiguiente, la Revolución.
Sin embargo, la falta de una ideología orgánica y un discurso propio entre los sectores populares conspira contra esta posibilidad. Con estos en mano, podrán explicarse a sí mismos la realidad histórica que se combate, proponiéndose cambiarla de una forma radical. Por eso, la crisis que afecta al poder político (y junto con él a todo el modelo civilizatorio) en cada una de las naciones de nuestra América (lo mismo que en el resto del planeta donde impere dicho modelo) es, y debiera ser, generadora de alternativas autónomas que contemplen, entre otros temas de importancia, la democracia desde abajo, constituyendo ésta la base principal de todo lo demás.
Homar Garcés / Maestro Ambulante
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