El autor considera que la crisis abierta tras las elecciones del pasado mes de junio ha servido para que se debata un tema que hasta ahora era tabú entre la clase política belga, el de la propia desaparición de Bélgica. Afirma que flamencos y valones forman dos comunidades separadas en todos los ámbitos, no sólo […]
El autor considera que la crisis abierta tras las elecciones del pasado mes de junio ha servido para que se debata un tema que hasta ahora era tabú entre la clase política belga, el de la propia desaparición de Bélgica. Afirma que flamencos y valones forman dos comunidades separadas en todos los ámbitos, no sólo por la lengua.
Después de más de seis meses desde que se celebraran las elecciones legislativas en Bélgica, flamencos y valones llegaron ayer a un acuerdo técnico para formar un Gobierno interino, por lo que todavía no se puede dar por cerrada la crisis. No es la primera vez que valones y flamencos tienen dificultades para crear un gobierno federal. Esta crisis, sin embargo, está resultando la más larga y complicada de resolver de todas ellas. ¿Por qué?
Reino independiente desde 1830, Bélgica está formado por tres comunidades lingüísticas (neerlandesa, francófona y germana) y dos realidades nacionales (Flandes y Valonia). Cuenta con poco más de 10 millones de habitantes, de los cuales, aproximadamente, el 60% son flamencos y el 40% valones. Constituido como Reino unitario en sus inicios, pasó a lo largo de la segunda mitad del siglo XX a constituirse en Estado federal. Proceso que se desarrolló mediante contundentes reformas sucesivas de la Constitución que acarrearon tensiones crecientes entre flamencos y valones.
A lo largo del siglo XX, Bélgica experimentó un cambio radical. Hasta la década de los 70, Valonia fue, gracias a sus minas y su industria pesada, entre otros factores, motor económico de Bélgica, ante la pobre y rural Flandes. Durante ese periodo los flamencos fueron fuertemente discriminados y apartados de los espacios de decisión del país. La burguesía belga, así como sus élites culturales, sociales y políticas eran en su totalidad francófonas. Universidades, Parlamento, economía… se desarrollaban en francés. El neerlandés era considerado una lengua únicamente apropiada para el uso doméstico.
Ante esa injusta situación, ya durante la I Guerra Mundial nació el movimiento nacionalista flamenco. Finalizada la II Guerra Mundial, el Estado belga aprovecha la coyuntura política para criminalizar a amplios sectores de dicho movimiento. Si bien es cierto que un sector importante del movimiento nacionalista colaboró con Hitler, no resulta menos cierto que muchos de los que después fueron arrestados no lo habían hecho.
A partir de ese momento, y hasta el final de los 80, Bélgica comienza a experimentar un profundo cambio. Flandes se transforma en una comunidad económicamente pujante mientras Valonia sufre una profunda crisis económica que todavía hoy perdura. Y a partir del momento en que las élites políticas, culturales y económicas del país empiezan a «neerlandizarse», comienza también el proceso para convertir el Estado en un sistema federal que reconoce y respeta los derechos lingüísticos de los dos pueblos, el flamenco y el valón.
Tal vez uno de los hechos más significativos de ese periodo fue la escisión en 1968 de la Universidad Católica de Lovaina, hasta entonces completamente francófona, que comenzó a impartir la docencia en neerlandés. Todavía hoy en día los francófonos en Bélgica recuerdan dicho episodio como un acto discriminatorio y vejatorio de derechos fundamentales, cuando en realidad se trató de acabar con la injusta situación que padecían los estudiantes flamencos en su Universidad.
Flandes y Valonia son dos comunidades cultural, política, económica y lingüísticamente diferentes. En Flandes la única lengua oficial es el neerlandés, y en Valonia el francés. Bélgica no es por tanto un país bilingüe, sino un país en el que conviven dos comunidades monolingües. Aun así, hay que recalcar que son muchos más los flamencos que hablan francés que los valones que hablan neerlandés.
Valonia está inmersa desde hace tiempo en una grave crisis económica, y las cotas de paro alcanzan hoy en día el 16%. En Flandes el paro es mínimo, ronda el 4%. Siendo Bélgica un país geográficamente tan pequeño, en el que se puede atravesar los dos puntos más lejanos en poco más de una hora de coche, no se entiende cómo no se dan fluctuaciones de trabajadores valones a Flandes. Flandes necesita mano de obra y está recurriendo para ello a inmigrantes que llegan de fuera de Bélgica.
No existen partidos políticos belgas. El último partido belga en escindirse fue el socialista, y lo hizo en 1978, aunque ya desde 1971 tenía una doble presidencia flamenca y valona. El partido cristiano-demócrata se escindió en 1972 y el liberal, en 1971. Un valón no puede votar por un partido flamenco y viceversa. Es más, flamencos y valones desconocen a los candidatos de la comunidad vecina.
Los medios de comunicación -televisión y prensa- también están completamente divididos. Por poner un ejemplo, cuando la televisión publica francófona, hace ahora un año, emitió un célebre y falso reportaje en el que daba la noticia de la declaración de independencia unilateral de Flandes, a los valones que seguían asombrados el noticiario no se les ocurrió confirmar el hecho en la televisión pública flamenca, y por eso se lo creyeron. Los flamencos, mientras tanto, no se enteraron del dichoso documental hasta que oyeron o leyeron sobre él en los medios de comunicación flamencos.
En definitiva, estamos hablando de dos pueblos o naciones que salvo la monarquía, la selección de fútbol, el chocolate y las cervezas poco tienen en común que les una. Dos realidades diferentes que tienen aspiraciones diferentes y que por tanto necesitan de políticas distintas.
Bélgica, capital histórica de Flandes, ha sufrido una tremenda transformación hasta convertirse en ciudad francófona, capital europea y sede de la OTAN. Genera fuertes enfrentamientos entre valones y flamencos, y no pocos quebraderos de cabeza a los nacionalistas flamencos que la han considerado históricamente como territorio innegociable de un futuro Estado flamenco. Últimamente, se apunta a la posibilidad de que una vez el Estado belga desaparezca, Bruselas adquiera un estatus similar al de Washington D.C.
Las elecciones del 10 de junio fueron contundentemente ganadas por la coalición flamenca CD&V y N-VA. Cristiano- demócratas los primeros y nacionalistas los segundos, herederos del antiguo y escindido partido nacionalista unitario Volksunie. El candidato cristiano-demócrata Yves Leterme obtuvo 800.000 votos personales.
La campaña electoral desarrollada por la coalición vencedora tenía como principal mensaje la necesidad de realizar una nueva reforma del Estado. La mayoría de los flamencos ha votado, por tanto, a favor de esa reforma.
De acuerdo con las leyes belgas, cualquier gobierno que se forme debe de estar constituido a partes iguales, mitad y mitad, por ministros valones y flamencos. Eso implica que es necesario el acuerdo entre partidos de ambas comunidades para formar el Ejecutivo.
En este caso, se ha intentado crea un gobierno «Naranja-Azul»; esto es, que incluyese a los partidos CD&V/N-VA, CDH (cristiano-demócratas valones), Open-VLD (liberales flamencos) y MR (liberales valones). Pero los partidos valones se oponen de modo tajante a la reforma que plantean los flamencos, ya que consideran que ésta llevaría ineludiblemente a la desaparición de Bélgica.
Cronológicamente, y sin entrar en grandes detalles, tras las elecciones del 10 de junio, el rey Albert II designó a Didier Reynders (presidente de MR) como «informador», y a Jean-Luc Dehaene (antiguo primer ministro, CD&V) como «mediador» con la misión de que convenciese a los partidos mencionados de formar ese gabinete «Naranja-Azul». Posteriormente, el 15 de julio, el monarca designó a Yves Leterme «formador», para que formase el gobierno de coalición pero, tras la imposibilidad para llegar a un acuerdo sobre la reforma del Estado con los partidos valones, dimitió de dicho cargo el 23 de agosto.
Yves Leterme volvió a ser designado formador en setiembre, pero sus intentos volvieron a ser baldíos porque el CDH se negó tajantemente a cualquier posibilidad de reforma del Estado, y volvió a presentar su dimisión. Entonces, el rey nombró a un nuevo informador, el saliente primer ministro Guy Verhofstadt. Durante las últimas semanas, Leterme había manifestado en declaraciones a la prensa que no ve posible la creación del gobierno «Naranja-Azul», ni de uno «Violeta» (socialistas y liberales) que les excluya, así como tampoco respaldaría la creación de un gobierno de urgencia, y se inclinaba por un tripartito con la mayoría más amplia posible. Ese gobierno estaría presumiblemente formado por una coalición liberal-socialista-cristiano demócrata (sin el CDH) y no excluiría tampoco a los verdes.
Ayer, Verhofstadt asumió el cargo de primer ministro de un gobierno interino indicando que «como muy tarde el 23 de marzo», de nuevo, Leterme «será presentado para poner en marcha el gobierno definitivo».
En conclusión, no estamos ante la desintegración del Estado belga. Así y todo, las diferencias expuestas hacen pensar que, tal y como publicó el diario británico «The Guardian», «Bélgica es algo que no existe» y, por tanto, más tarde o más temprano desaparecerá. Es cuestión de tiempo. Esta crisis ha servido para que se debata un tema que hasta ahora resultaba tabú, como es la desaparición de Bélgica. Numerosos políticos flamencos admiten en privado que no le dan más de 15 años a Bélgica. Yo tampoco. La cuenta atrás ha comenzado.