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La Europa de los forajidos

Fuentes: La República

No nos remontaremos en esta ocasión a tiempos demasiado lejanos, a aquellos años del periodo de entreguerras en que Briand, Pacciardi, Stresemann, Esplá o Natoli soñaban con una Europa unida y fuerte que no fuese sólo una asociación de mercaderes, sino un Estado laico, con una Constitución fundamentada en los derechos del hombre y la […]

No nos remontaremos en esta ocasión a tiempos demasiado lejanos, a aquellos años del periodo de entreguerras en que Briand, Pacciardi, Stresemann, Esplá o Natoli soñaban con una Europa unida y fuerte que no fuese sólo una asociación de mercaderes, sino un Estado laico, con una Constitución fundamentada en los derechos del hombre y la renuncia a la guerra. Ese sueño, pronto cayó en el olvido y tras la Segunda Guerra Mundial todos los pasos dados hacia la construcción de Europa se han basado sólo y exclusivamente en lo económico, aunque con algunos matices.

Hasta la derechización casi completa de la política europea acaecida en los años noventa, con la imposición en todos y cada uno de los países -miembros o no de la Comunidad Europea- de las políticas neoconservadoras, existía una política agraria común que, con mayor o menor fortuna, pretendía mantener habitado y productivo el medio rural: Hoy, cuando se han retirado buena parte de las ayudas al sector y las que quedan las reciben los grandes propietarios, no hay más que darse una vuelta por las antes productivas huertas mediterráneas para ver como toneladas y toneladas de naranjas, limones, albaricoques, melocotones, sandías, patatas, cebollas y productos lácteos se pudren en la tierra abandonada o en las cámaras frigoríficas de las cooperativas que tiempo atrás se fundaron con fondos de ayuda al desarrollo procedentes de la misma UE; cómo en las vegas más fértiles se han construido miles de edificios que hoy, después de la gran estafa neocon, mezclan su silueta siniestra con escombros y con algún bancal que todavía se empeña en mantener vivo, al golpe de azadón, algún viejo inasequible al desaliento. Entre tanto, mientras el campo sigue perdiendo población, mientras las huertas van quedando yermas gracias a esa nefasta política, la mitad de los habitantes del planeta están a las puertas de una hambruna de proporciones desconocidas debido a la disminución de la producción mundial de alimentos. Se podía haber hecho mejor, pero se hizo como se hizo y de algo sirvió: Miles de pequeños agricultores siguieron cultivando la tierra, manteniendo el paisaje, apoyados en unos precios mínimos de retirada que los protegían de bucaneros e intermediarios malnacidos, también de los especuladores urbanísticos que han destrozado nuestro litoral y lo que hay más adentro del litoral; miles de viviendas solitarias, de cortijadas arruinadas, fueron rehabilitadas y reconvertidas en casas de turismo rural que sirvieron -pese a los defraudadores y pícaros- para dinamizar territorios deprimidos, recuperar parte de nuestro patrimonio y promover una actividad vacacional civilizada y sostenible que en países como España era casi desconocida. Hoy, todo eso, por la presión del Reino Unido, siempre chantajeando, siempre mirando su propio interés a costa de quien sea y de lo que sea, todo ese mundo está abandonado, dejado de la mano de ese Dios al que todavía muchos se atreven a implorar, aun a sabiendas de que sus ruegos, sus plegarias no despiertan en él más que estruendosas carcajadas, pues tiene despacho en Wall Street y todo lo humano le es ajeno.

Se habló, me estoy refiriendo al periodo Delors, que no era ningún marxista peligroso, de establecer un espacio social europeo que garantizase a todos los habitantes de la Unión los mismos derechos laborales y asistenciales; de abrir el comercio a los países subdesarrollados y en vías de desarrollo, pero imponiendo un control para que los trabajadores de esos países no fuesen niños, contasen con seguridad social y un salario digno. Ya ladraban los neoconservadores, ya a través del Caballo de Troya inglés, habían tomado posiciones en las almenas más altas. Dijeron no a las propuestas de Delors y Delors se fue. Quedaron González, Mitterand y Koln. Durante unos años mantuvieron los fondos de cohesión, las ayudas a los sectores en declive, las distintas partidas destinadas al desarrollo de los países más atrasados. Sucumbieron. Las políticas sociales, agrarias, de igualdad, eran, en opinión de los cafres que en los noventa se hicieron con el poder europeo, un despilfarro que sólo servía para mantener a vagos, gandules y caraduras. Había llegado la hora de la excelencia y la eficacia, de que los mejores, los más capaces «llevasen» las cosas del dinero público europeo. Y se hicieron con el botín. Y eliminaron las políticas agrarias, y comenzaron a elaborar directivas para «liberalizarlo» todo, para que el capital y sus dueños se movieran a sus anchas, sin restricciones, sin límite para con sus desafueros y su codicia, y convirtieron al inmigrante -que había llegado al continente dejándolo todo, jugándose la vida para poder sobrevivir, viendo como morían sus compañeros, sufriendo los rigores de la persecución policial- en un delincuente con el que se podía hacer cualquier cosa, desde explotarlo miserablemente hasta apalearlo, vejarlo, insultarlo, encarcelarlo o repatriarlo como a un animal desahuciado. Todo ello porque con su trabajo habían ayudado a incrementar los fondos de nuestra seguridad social, todo ello porque con su sangre nueva habían contribuido a rejuvenecer a la vieja Europa, todo ello porque se encargaban de hacer todos los trabajos que los europeos con pedigrí no querían hacer, todo ello porque con su sudor lograron que nuestra riqueza se multiplicara como los panes y los peces en aquella escena bíblica.

No contentos, estos nuevos salvajes que vinieron de Chicago y alrededores, la emprendieron con los derechos consolidados de los trabajadores. Autorizaron despidos libres, deslocalizaciones industriales de corporaciones transnacionales subvencionadas y jornadas laborales interminables; impidieron al Estado ser propietario de empresas de servicios esenciales, arruinaron la enseñanza y la sanidad pública, se cargaron el tejido productivo del país y el sistema financiero y nos sacaron -sin contar con nosotros para nada- el dinero de los bolsillos para reflotarlo mientras nos ahogaban con sus hipotecas y ponían sus dineros particulares a salvo de tempestades; persiguieron a los que pensaban diferente, a quienes no estaban dispuestos a pensar que Sadam era el coco del mundo y el rey de Arabia, no; a quienes veían una esperanza para América en Chávez, Morales y Correa, y escribían contra Bush y sus lacayos europeos por atizar a Marte para que llenase los campos de todos el mundo de sangre de inocentes; a quienes, teniendo presente que los judíos sufrieron una de las persecuciones más brutales del siglo XX, no estaban dispuestos a que ahora ellos empleasen los mismos métodos, inspirándose en la teoría de la guerra preventiva, para aniquilar a un pueblo indefenso y pobre como el palestino. Ampliaron Europa cuando estaba a medio hacer para hacerla inviable, permitieron y fomentaron la fragmentación de Yugoslavia, la constitución de un montón de Repúblicas independientes retrógradas en lo que antes había sido la URSS, dejaron a África a su suerte, es decir entregada a la muerte lenta en sus países esquilmados o la rápida en las pateras de la muerte.

No contentos con tanto desmán, la nomenclatura europea decidió atacar de lleno uno de los pilares fundamentales del Estado democrático: El Derecho a la Educación. Y se inventaron Bolonia para que -detrás de mucha farfulla y muchos eufemismos- la Universidad se convirtiese en un reducto reservado a las élites, para que los hijos de los trabajadores supieran de antemano que ese nunca sería su sitio, para prolongar secularmente la injusticia y el nepotismo, para eliminar de una vez por toda esa cosa tan absurda a la que llaman humanismo y no es más que una carga insufrible e improductiva para las Haciendas públicas y los bolsillos de los particulares.

Europa es un fraude. No quiero ni puedo afirmar que inexorablemente lo tenga que ser de por vida. Es más, espero que algún día cambie gracias a la toma de conciencia de quienes mantenemos ese tremendo aparato burocrático que no está al servicio de los ciudadanos, sino todo lo contrario, para hacerles la vida imposible. Europa ha dejado de creer en su tradición liberal-democrática, progresista, culta, y se ha convertido en una lonja de mercaderes perversos, de desaprensivos, de forajidos. Esa Europa no conviene a nadie, es una Europa que huele a naftalina, a pasado, a herrumbre, es una Europa que ha perdido su identidad y la busca en lo que parece fenecido al otro lado del Atlántico. Decir no a esa Europa redefinida por Blair, Berlusconi o Aznar, es decir sí a la Europa de los derechos humanos, a la Europa de la razón, a la Europa de las libertades, a la Europa del asilo, a la Europa progresiva que será la del mañana. Cuando tanto hemos esperado, nada pasa si hay que tirar el edificio y volverlo a construir sobre esas premisas: La gente bien nacida, los amantes de la libertad, ni andan con forajidos ni les obedecen.