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¿La Europa del bienestar muda, hacia la nada?

Fuentes: Pueblos

Planteamiento El comienzo institucional de lo que ahora denominamos Unión Europea fue con el Tratado de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), firmado en 1951 por los seis primeros países, Francia, Alemania, los países del Benelux e Italia. Era algo más que una unión aduanera de los productos siderúrgicos y sus insumos, […]

Planteamiento

El comienzo institucional de lo que ahora denominamos Unión Europea fue con el Tratado de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), firmado en 1951 por los seis primeros países, Francia, Alemania, los países del Benelux e Italia. Era algo más que una unión aduanera de los productos siderúrgicos y sus insumos, generadora de conflictos y guerras económicas (y de las otras), no solo porque juntaba países que habían tenido enfrentamientos sangrientos muy recientes, sino porque además contenía los embriones participativos (aunque fuera por medio de asambleas de legisladores nacionales) y de compensación social (fondos económicos para amortizar y reestructurar ese sector y que los trabajadores afectados recibieran indemnizaciones) de lo que después, tras la consolidación y ampliación a otros países, se ha denominado Europa social.

La confluencia de un capitalismo marcado por la corriente socialdemócrata y democratacristiana, junto a la vigencia del paradigma económico Keynesiano (acorde a economías cerradas, aunque se amplíen sus límites) y el innegable temor al enemigo comunista (tanto interior, como en competitividad con el bloque soviético), favorecieron una dinámica de pleno empleo, aumento de la proporción de los salarios en la Renta Nacional, sistemas fiscales progresivos y aumento de gasto social con las características de bienes y servicios públicos universales.

Esta economía del bienestar desigual para cada país europeo, en función de su estructura económica y planteamientos ideológicos (no era lo mismo, un país gobernado por unos partidos socialdemócratas que otros democratacristianos, aunque no había cambios o recortes significativos), tenía como corolario ser, en los países del Sur fuera de la Comunidad Económica Europea, un modelo al que adecuar sus políticas económicas y sociales. En los países nórdicos, incluyendo Dinamarca, se había alcanzado un pacto social que había tenido como resultado un estado de bienestar que superaba al centroeuropeo.

Nudo

Esta situación de mejora social a un colectivo grande de la sociedad, hecha de forma lenta, tuvo diferentes conflictos. Desde una juventud de izquierda, que no había sufrido la guerra y que contestaba la asfixiante esclerosis de una sociedad, pretendiendo cambiar las bases del sistema, a la de ideólogos antisocialización del Estado, los ya conocidos neoliberales. Derrotados los primeros, la catarsis la produjo el embargo del petróleo por parte de los países de la OPEP a los países occidentales, por su postura proisraelí, en 1973 que modificó la estructura de precios, por la elevación drástica de los precios del petróleo.

No es ahora tiempo de dilucidar que fue primero, el huevo o la gallina, pero desde esos años hasta comienzos de los años 90, se producen varios fenómenos y causas-efectos correlativos. La crisis económica de los años 70 tiene diferente repercusión en cada país (en función de su estructura económica y empresarial), pero el paulatino crecimiento del mercado internacional (y financiero, tras la ruptura del patrón oro-dólar y el libre cambio de las monedas) con la entrada de nuevos países y población a la red de comercio, empieza a intentar resolverse en una lucha competitiva entre países y empresas que hace, ante normas y políticas sociales diferentes en cada país, que el discurso neoliberal avance, achacando la falta de competitividad de cada uno de ellos/ellas a los ‘excesivos impuestos’ (y dentro de ellos a los progresivos, porque desalientan a los sujetos poseedores de las rentas -y ahorros-, causantes de los impuestos, a permanecer en el país), excesivo gasto público (sobretodo al social, no al que financia infraestructuras para la producción) que provoca déficit y deuda pública (que compite con la necesidad de crédito privado).

Ese discurso neoliberal triunfa no sólo porque en alguna ocasión ganan electoralmente sus estandartes (Thatcher o en la otra costa, Reagan) sino porque contamina parcial o totalmente el discurso socialdemócrata y canibaliza al democratacristiano, al no hacerle frente con cambios normativos en el ámbito europeo o mundial. La excelente salud de las termitas de los paraísos fiscales o el escaso empeño de cumplimiento de las Normas de la OIT serían un buen ejemplo.

En todo caso, la inercia de avance social en la Europa Occidental continua a cifras menores o se estabiliza hasta los años 90. Pero ya hay una perdida de los salarios en el porcentaje del PIB en el conjunto de los países de la UE de los 15 que llegó a su cenit en 1975 (¡), se mantuvo casi hasta 1982 y ya desde esa fecha ha ido disminuyendo.

Contemporáneamente, hay una mayor tasa de actividad laboral e incorporación de la mujer al trabajo -que debiera haber incrementado el peso salarial en la economía, cosa que no ha sido así, lo que añade claridad al vertiginoso incremento de los beneficios empresariales, aunque se difuminen en un contexto de crecimiento económico.

Pero desde esos años 90, el modelo social europeo está en crisis. La desaparición del bloque soviético, la disolución de las estructuras partidarias comunistas, el aggiornamiento sindical y socialdemócrata, formalmente sus opositores, han facilitado el desbordamiento neoliberal. Que no ha tenido, para la desgracias de las clases populares, unas limitaciones normativas. Eso es así, porque la política normativa europea, que salvaguarda la soberanía nacional, se ha hecho por consenso, más o menos fácil en épocas de vacas gordas, incluyendo excepcionalidades presupuestarias, como la del cheque británico. En esa fase de crecimiento económico, se aprobaron fondos de compensación ante la asimetría de las economías que facilitaron el crecimiento económico y la localización de multinacionales europeas, con los fondos estructurales y de cohesión. Pero, la ampliación europea a los países del Este, sin fijar calendarios y normas de obligado cumplimiento en terrenos como el fiscal, social, etc., ha derrumbado la posible cúpula de construcción económica armónica y, en buena medida, la política, al ser tan dispares los intereses particulares de cada país europeo y el juego de alianzas que consideran más positivos para cada uno.

Esto se traduce en políticas presupuestarias prácticas. Todos los países europeos han visto declinar primero la tasa de crecimiento del gasto público social, que ha derivado en una disminución del porcentaje de ese gasto social en el PIB desde 1993, menor al crecimiento de la economía, pero en todo caso sí se ha incrementado en términos absolutos.

Es a partir de estos años, cuando hay que acompasar el economicismo presupuestario -donde se traduce la política- muchas veces inaprensible al ciudadano común, a los cambios normativos que limiten o reduzcan derechos anteriormente universales y en otra época extensibles y ampliables.

Desenlace

Nos encontramos, pues, en una encrucijada. Se ha pasado de crecimiento del gasto social, a su estabilización y muchas de las cartas en juego conocidas, propician su retroceso.

Las cartas conocidas son los textos normativos vigentes o en proceso de ratificación referentes a la construcción europea; la política presupuestaria europea, capitidisminuida al 1 % del PIB europeo, la política de subsidiariedad y su estructura de ingresos y gastos públicos que no facilitan, por lo menos en la medida que lo fueron anteriormente, corregir las asimetrías económicas inter europeas, por lo que los países del Este justifican sus bajos tipos impositivos y normas sociales con los que conseguir acelerar la localización empresarial a sus países (por si además, por sus experiencias históricas recientes y la adoctrinación de todos estos años, no fueran agresivamente sus gobernantes partidarios exclusivamente de una unión aduanera europea y una alianza estratégica con la doctrina neoliberal de las multinacionales estadounidenses); las directivas renacidas como la de Bolkestein, tras las sentencias del Tribunal Europeo que considera preeminente el derecho a la libertad de establecimiento empresarial y a la competencia por encima de la reglamentación social del país donde se realiza la actividad, es decir que un trabajador de un país desplazado a otro, podrá tener como convenio laboral (en caso de que existiera) el del país de origen de la empresa, aunque fuese radicalmente menor, en lugar del que realiza el trabajo, consagrando el dumping social; y otras directivas, como la del tiempo de trabajo, que facilita los acuerdos individuales sobre los colectivos, en la negociación de la jornada laboral, ampliando los límites de ésta, etc.

La deriva neoliberal es galopante si miramos la guerra a la baja de cada país europeo. Alemania, Italia,… suben la edad de jubilación y otros, como España endurecen sus condiciones; todos los países están reduciendo los tipos máximos de los impuestos progresivos y directos IRPF y Sociedades,…

La socialdemocracia participa de esos criterios. En el caso español se da eso mismo, tanto con Gobiernos del PP como del PSOE. Éste último, quiere eliminar el impuesto del patrimonio, propio de las Comunidades Autónomas, que habían hecho su guerra particular a la baja en años precedentes, que afecta exclusivamente a personas con elevados ingresos o posesiones. El porcentaje de ingresos públicos procedentes de impuestos directos sobre los indirectos cada vez es más equilibrado. Haciendo dejadez de un principio progresista.

Pero, consiguientemente, la cantidad y tipo de los ingresos fiscales afecta a la capacidad de proveer a los gastos públicos. Además la Tercera Vía de Toni Blair ha sido el adalid de aceptar cambios (en algún caso de la herencia tacheriana que no se han revertido) en la política cualitativa de dónde dirigir el gasto social.

No sólo es la privatización de los servicios públicos. Se reduce la universalidad de los mismos, cambiando los criterios, focalizando en un principio a un colectivo vulnerable, para pasar al deterioro o la estigmatización del servicio público como universal, hasta su marginación y privatización. Desapareciendo la red universal y el compromiso social por la mejora de calidad y su extensión.

Epílogo

Las cartas que hay en la mesa son malas y los Gobiernos, por asumirlas ideológicamente, como los laboristas británicos y muchos de los Gobiernos del Este; por creer que su pacto social está blindado ante esas rebajas del estado del bienestar, como los países nórdicos, coincidente con el que parece ser el discurso del Gobierno español, declarándose que no se van a aplicar determinadas normas procedentes de la Comisión Europea (de la que forman parte), cuando hay un cierto determinismo económico que se forja en la Organización Mundial de Comercio, el FMI o la existencia de los paraísos fiscales o la forma en que actúan las empresas sin cumplir mínimos estándares de trabajo digno; o finalmente ante el miedo a enfrentarse a ellas, porque se teme perder y la derrota ser más dura, como ocurre a las mayorías sindicales, señalan una rebaja de prestaciones y derechos.

Hay una falta de respuesta global y miedo a que una respuesta local sólo consiga empeorar la situación relativa de dicho país. Esto sería la explicación del desmantelamiento rápido y con escasa contestación social popular de la jornada de 35 horas francesas ante el escaso eco normativo en otros países europeos, directamente competidores de su economía. La ampliación de la jornada en la industria alemana e incluso, los llamamientos sindicales a no enfatizar determinados conflictos, cierres de empresas relevantes, para que los inversores -cada vez más volátiles- no consideren al ‘país’ conflictivo.

En nuestro país, hay un cierto margen. Margen procedente del atraso histórico y la ignominia franquista, por los que hay una menor presión fiscal de unos cinco puntos de PIB de la media europea de los quince y otros seis puntos menos de gasto social. Es decir, que ‘somos competitivos’ relativamente a nuestros principales proveedores y clientes en términos de presión fiscal y los ciudadanos reciben menos prestaciones sociales globales que sus homólogos europeos. Eso permitiría mejorar nuestro débil Estado de bienestar, ya sea en la reglamentación de la ley de dependencia, escuelas infantiles o seguro de desempleo. Pero eso es contrario a las últimas decisiones del Gobierno socialista de rebajar la progresividad fiscal y al planteamiento de su Ministro de Economía, antiguo Comisario Europeo -que hacía las normas regresivas de los años finales y comienzos de siglo- satisfecho de no haber incrementado el gasto social en el anterior periodo de Gobierno.

Tanto en nuestro país como en el resto, se impone una estrategia internacionalista. Siempre hay márgenes para modificar la realidad local, en función de la realidad de la estructura económica (matrices internacionales cuya sede está en el país -hay un cierto nacionalismo capitalista-, una capacidad en I+D +I que haga atractiva la producción local; unas materias primas con gran demanda internacional, etc.), normativa social y otras, pero esta está constreñida a un determinismo capitalista global.

Y a la voluntad política. Y a la capacidad de que la ciudadanía se haga sujeto y no solo consumidor o víctima de lo que decidan por él.