En los años 70, la prosa oficial del poder israelí negaba la existencia misma de un pueblo árabe en Palestina. Conforme al estricto mecanismo de represión aplicado por el Estado de Israel al pasado del territorio ocupado, lo que habían encontrado los judíos en Palestina no era sino desierto, haciendo así verdad el lema de […]
En los años 70, la prosa oficial del poder israelí negaba la existencia misma de un pueblo árabe en Palestina. Conforme al estricto mecanismo de represión aplicado por el Estado de Israel al pasado del territorio ocupado, lo que habían encontrado los judíos en Palestina no era sino desierto, haciendo así verdad el lema de los fundadores del sionismo: » una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra .» La mera existencia de los palestinos trastornaba este tranquilizador esquema, de ahí que se procediera a su completa identificación con el terrorismo. Terrorismo no era sólo la -por cierto legítima y legal- lucha armada contra la ocupación de su país ejercida por una pequeña parte de la población árabe, sino el mero hecho de permanecer en su tierra, de cultivar sus campos, trabajar en sus talleres, hacer la comida en sus casas o educar a sus hijos. En resumen, hacer una vida normal cuando las autoridades habían decretado que no se tenía derecho a vivir o al menos a hacerlo en su propia tierra. Así, los ya paradójicos «residentes ausentes» que constituían una parte considerable de la población árabe de Palestina pasaron en los años 70 a denominarse sencillamente «terroristas.» Terrorista era quien empuñaba la pistola, pero también el escolar, el ama de casa o el niño de pecho. Es difícil olvidar lo que contara hace unos años el documentalista belga Chris d’Hondt de regreso de Palestina, entre otras cosas la imagen, no filmada sino vivida y narrada de un niño palestino al que vuelan la cabeza los soldados de Israel por el crimen de llevar un melón debajo del brazo…
En la actualidad, más cerca de nosotros, en dos países «de nuestro entorno» se ha puesto de relieve la extrema peligrosidad de realizar actos normales de la vida cotidiana cuando se pertenece a categorías de la población sospechosas de querer vivir de manera algo alejada del canon habitual. El mero hecho de existir también hoy, en pleno siglo XXI y en la Europa «democrática»puede tratarse como un delito castigado con la prisión o con la muerte.
El 11 de noviembre de 2008, las fuerzas especiales de la policia francesa detuvieron a un grupo de jóvenes acusados sin pruebas de haber entorpecido y retrasado la marcha de los trenes de alta velocidad. Se encuentran actualmente en prisión acusados de terrorismo. Los elementos probatorios de los que dispone el juez son sencillamente ridículos: un horario de ferrocarriles, una escalera y diversas herramientas de uso bastante habitual en la casa rural de Tarnac donde vivían los jóvenes. En realidad, lo inquietante es que se tratara de un grupo de personas reflexivas y politizadas que se habían instalado en un pueblo para practicar algo de agricultura y explotar una tienda de comestibles. Otra de sus actividades era dar de comer a los ancianos del lugar. Se trataba para ellos de vivir modestamente, pero sin depender de ningún patrón. También se trataba de trabajar lo menos posible y de poder dedicar tiempo a la vida con los demás, al estudio, a la actuación política. Lo que los colocó en la primera línea de los «sospechosos» fue su participación en numerosas manifestaciones contra el proyecto de fichaje policial de buena parte de la población francesa propuesto por el ministro del interior de Sarkozy, así como en otras reuniones políticas tanto en Francia como en otros países. Ciertamente, en el muy interesante panfleto de inspiración situacionista escrito por algunos de estos jóvenes bajo el pseudónimo de «Comité Invisible» que lleva por título « La insurrección que viene » se llamaba, con razón, a tomar las medidas pertinentes para frenar la carrera desenfrenada en que se ha convertido la vida en la fase extremista y tal vez extrema del capitalismo que nos ha tocado vivir. Querer vivir en un tiempo y un espacio que no son los impuestos por el orden existente constituye hoy día un presunto delito de «terrorismo».
Aún más recientemente, el 6 de diciembre, en otro país miembro de la Unión Europea, Grecia, la policía mató fríamente a un joven, un adolescente de 16 años que estaba tomando algo con sus amigos en un bar. Ciertamente, en el clima de crispación que hoy vive Grecia debido a la brutal gestión de la crisis por parte del gobierno y al aumento del paro y de la precariedad que ésta supone, tanto la población como el poder y sus aparatos represivos manifiestan un enorme nerviosismo. Así, la mera presencia de policía en la zona del barrio ateniense de Exarchia donde salían estos jóvenes motivó algunos ataques verbales contra la policía a los que ésta respondió con insultos y gestos ofensivos y por último con tres tiros dirigidos a órganos vitales del joven. Lo que de esto se concluye, y lo que concluye buena parte de la juventud griega, es que nos encontramos en una situación en la que cualquier joven con aspecto de precario -hoy, casi todos lo tienen- puede ser liquidado a tiros por la policía sin motivo alguno. Ello probablemente se deba al hecho de que esos jóvenes, la mayoría de los cuales carece de empleo fijo, están de más. Ese estar de más los asemeja a los palestinos cuya mera existencia es considerada por el poder israelí como una amenaza «terrorista.» Al igual que Israel, nuestros países incapaces de dejar vivir en paz a sus jóvenes, a sus inmigrantes y demás categorías de la población que se consideran «peligrosas» están sentados sobre un barril de pólvora. La auténtica insurrección con que la juventud griega ha respondido al asesinato muestra adonde puede conducir la ceguera de un poder que trata a una parte de la población como «presentes ausentes».