La abstención masiva, como en la primera vuelta, es el signo final de las elecciones regionales en la que de 35 millones de electores registrados para votar sólo el 51% asistió a las urnas y un 49% lo hizo con los pies, en expresión del cansancio popular hacia las políticas gubernamentales. El abstencionismo récord de esta […]
La abstención masiva, como en la primera vuelta, es el signo final de las elecciones regionales en la que de 35 millones de electores registrados para votar sólo el 51% asistió a las urnas y un 49% lo hizo con los pies, en expresión del cansancio popular hacia las políticas gubernamentales.
El abstencionismo récord de esta elección mostró la indiferencia de los franceses hacia la política, los partidos y sus instituciones representativas, una tendencia que, como reflejaron las urnas en ambas vueltas del escrutinio, se ha acentuado durante el período del gobierno de Nicolás Sarkozy. Se confirmó, una vez más, que las elecciones regionales de 2010 pasaron a la historia en calidad de un voto de castigo hacia el actual ejecutivo en el Elíseo.
Si de apego a la teoría política se trata, se debe explicar ante el fenómeno de la abstención que la democracia francesa ha puesto en cuestión lo más preciado de la mencionada palabra de origen griego: el demo, que significa pueblo en castellano, pero, ¿podría el sistema político galo soportar por mucho tiempo el divorcio existente entre su demo (pueblo) y la cracia (poder)? Reconozco que es una pregunta que me resulta difícil de responder. Tendría que dedicar muchas horas de estudio a un problema complejo que debería tratarse con un enfoque multidisciplinario de las ciencias sociales para encontrar una respuesta precisa, justa e integral.
Lo que sí se observa en la superficie es que, en buena medida, el abstencionismo significa la renuncia de amplios sectores sociales a su condición de lo más elemental: la categoría de ciudadano y al derecho cívico de expresarse en las urnas. La abstención podría simbolizar un rechazo generalizado al sistema social imperante y a la clase política en su conjunto. A esta problemática el líder del Partido de Izquierda, Jean-Luc Mélenchon, la denominó «la insurrección por las urnas», en un país donde a juzgar por las encuestas en el contexto actual de crisis económica capitalista, una (1) de cada cinco (5) personas estaría dispuesta a la revuelta popular en las calles para la defensa de sus legítimas reivindicaciones.
Otro notable político, pero de derecha, Dominique de Villepin, adelantó un escenario no menos preocupante cuando hizo sonar las campanas de los abrumadores medios de prensa al avizorar, en abril de 2009, «el riesgo de una revolución social en Francia, resultante del profundo sentimiento de injusticia y dificultades que agobian a una parte considerable de la población», lo que también fue corroborado en el lenguaje de las cifras por el Centro de Ciencias Políticas de Paris, una institución científica a la que no deberíamos adjudicarle veleidades izquierdistas. Según la academia, la situación social del país es delicada si se reflexiona en torno a los siguientes datos:
· La juventud francesa es la más pesimista de Europa.
· El 67% de los franceses desconfían de los partidos de derecha y de las denominadas fuerzas políticas de izquierda para el ejercicio gubernamental.
· El 79% de la población piensa que la situación socioeconómica no cesa de empeorar.
· Una (1) persona de cada diez (10) está desempleada y el resto tienen miedo de perder su trabajo.
El inventario puede ser mayor, pero no es mi objetivo impresionar al lector con excesivos ejemplos. Sólo estimo que las dificultades de Francia, expuestas más arriba, pueden encontrarse, en mayor o menor escala, en todos los países europeos, incluso del mundo, pero devienen alarmantes en una potencia que ostenta el quinto rango en la economía mundial y que por obra de la historia ha sido considerada la cuna y vanguardia de la libertad, la igualdad y la fraternidad, en alusión a su «sacrosanta» determinación por el respeto a esos derechos del ser humano en cualquier sitio del planeta. Pudiera pensarse, en esta ocasión, que los electores franceses han hecho un urgente llamado al cuidado y atención de sus derechos fundamentales.
Pero, sin interés de extraviarme en esta digresión, por los guarismos arrojados en el escrutinio final de la elección regional, también se puede deducir que el sistema político francés reafirmó el bipartidismo centrado en la Unión por un Movimiento Popular (UMP) y el Partido Socialista (PS), principales maquinarias electorales que comparten los roles esenciales en la defensa de los preciosos intereses de la clase dominante en la gran nación europea.
Es evidente que después de ocho (8) años, el PS gana todas elecciones municipales y regionales, mientras la derecha gana todas las elecciones legislativas y presidenciales. Para observadores intrépidos, la elección regional de 2010 pasó a los anales como si los electores hubieran escogido una especie de «nueva cohabitación»: en el poder local decidieron mantener al PS y sus aliados de izquierda; quedando en el poder central, nacional, al menos hasta 2012, la derecha de la UMP.
Pero el hecho de que haya sido ratificada la confianza a los socialistas para dirigir a los franceses a nivel local, instancia predilecta del elector galo para la realización de las políticas sociales y su control, no quiere decir que se ha operado un cambio real en la política francesa, porque en rigor el PS carece de un proyecto social diferente al de la UMP, y atraviesa una grave crisis ideológica que le impide la transformación revolucionaria de la sociedad. Además, la llamada izquierda solidaria -en progresión- compuesta por socialistas, verdes y comunistas parece todavia un poco alejada del movimiento popular, por lo que para mantener su credibilidad deberá trabajar en un proyecto de sociedad que responda a los intereses y esperanzas de las clases populares. Este es el mayor desafío de la «izquierda solidaria» francesa hasta las elecciones presidenciales de 2012, otro momento de prueba para la «izquierda», los anticapitalistas y el sistema político galo.
En suma, ni las regiones, ni los departamentos en manos de los socialistas tendrán los medios y la capacidad efectiva para desplegar un real contrapoder frente al ejecutivo y al legislativo nacional, donde se continuará decidiendo la alta política francesa, pese a los votos de sanción recibidos en estos comicios.
Y así las cosas, concluyo aquí algunas de las lecciones aprendidas de las elecciones regionales de 2010, una cita que constituyó un importante referendo antes de la próxima elección presidencial. Más allá de las emociones suscitadas, creo que los resultados de estos sufragios tendrán un inevitable influjo en la recomposición -acción y reacción- de la dinámica política francesa.
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