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De la hegemonía cultural a la hegemonía política

La izquierda uruguaya

Fuentes: Alai-amlatina

El Frente Amplio es un caso único en América Latina, en virtud de la profunda penetración que la izquierda consiguió en la sociedad uruguaya. La hegemonía política, que está a punto de conseguir, fue precedida por una hegemonía cultural construida en las tres últimas décadas. Desde el punto de vista de las alianzas, el programa […]

El Frente Amplio es un caso único en América Latina, en virtud de la profunda penetración que la izquierda consiguió en la sociedad uruguaya. La hegemonía política, que está a punto de conseguir, fue precedida por una hegemonía cultural construida en las tres últimas décadas.

Desde el punto de vista de las alianzas, el programa y las estrategias, la izquierda política uruguaya agrupada en el «Encuentro Progresista-Frente Amplio-Nueva Mayoría» es una fuerza de centroizquierda, que incluye desde los revolucionarios radicales hasta personalidades de centroderecha. Pero si la observamos desde la base, estamos ante una extensa red sociocultural que llega a todos los rincones del país y a todos los sectores sociales, e incluye las más diversas manifestaciones de la vida: desde las relaciones familiares hasta el deporte y la cultura.

Una y otra realidad han conseguido convivir en armonía -no exenta de desencuentros puntuales- del mismo modo que los diversos sectores que componen la alianza han alcanzado formas de cohabitación estables y duraderas, sobre la base de dejar de lado las disputas ideológicas y concentrar fuerzas en la conquista del gobierno.

La unidad como estrategia

Cuando fue fundado en 1971, el Frente Amplio recogió dos de las tres tradiciones de la izquierda uruguaya: comunistas y socialistas se unían por primera vez, quedando fuera sólo las corrientes anarquistas(1) . En esa alianza, participaron desde el comienzo sectores que se identificaron con la lucha armada del Movimiento de Liberación Nacional-Tuparamos. Hasta ahí se trataba de los acuerdos habituales en la izquierda. Sin embargo, confluyó también la Democracia Cristiana (que en otros países, y en esos años, rechazó cualquier colaboración con la izquierda), y sectores desgajados de los partidos tradicionales, entre ellos destacados ex ministros como Zelmar Michelini, y grupos nacionalistas, o blancos, que abandonaron su partido en diversos momentos de los conflictivos años 60.

Sellar la unidad de semejante heterogeneidad, no fue sencillo. Fueron los comunistas quienes mostraron mayor flexibilidad para atraer aliados, cediendo en los puntos que provocaban más fricciones. La izquierda tuvo habilidad como para colocar a su frente -en un momento de gran polarización política con la guerrilla y los sindicatos- a un general de larga y destacada carrera en las fuerzas armadas: Liber Seregni. Desconocido hasta el momento en que fue proclamado como candidato a la presidencia por el Frente Amplio, Seregni mostró habilidades de estratega, priorizando la negociación y el diálogo por sobre la confrontación y el ensanche del espectro de alianzas sin medir las opciones ideológicas; actitudes que en su momento pudieron ser atacadas por excesivamente pragmáticas, pero que rindieron casi siempre buenos dividendos.

Sin embargo, fue la dictadura (1973-1985) la que selló la unidad de la fuerza recién nacida, y buena parte de su legitimidad. A partir de la reinstalación de la democracia, la izquierda no sólo recuperó su legalidad sino un lugar muy destacado en el escenario político. La legitimación fue notoria a través del reconocimiento de sus dirigentes, que trascendió fronteras políticas e ideológicas, no sólo en el caso de Seregni, sino también de dirigentes tupamaros como Raúl Sendic, que soportó con entereza trece años de torturas y prisión en condiciones muy duras, pasando meses en aljibes con el agua hasta los tobillos. La dictadura consolidó la identidad de la izquierda, tanto a nivel de las bases como de los dirigentes, a través de una suerte de «pacto de sangre» que selló lealtades. En paralelo, los cambios políticos operados por las dictaduras, y luego profundizados por el neoliberalismo, fueron homogeneizando la variedad de estrategias y formas de lucha, que quedaron focalizadas en las elecciones y el cambio a través del acceso constitucional al gobierno.

La hegemonía cultural

Fue bajo el autoritarismo cuando la izquierda, como cultura de oposición y resistencia, se fue haciendo hegemónica en las principales manifestaciones culturales y de la vida cotidiana colectiva. Pese a la dura represión y la emigración masiva, la cultura de izquierda se conservó replegándose en el entorno familiar, donde perduró con fuerza y se recreó en base a solidaridades fuertes. En este punto, debe introducirse un breve paréntesis, ya que la peculiar historia del Uruguay está impresa de muchas maneras en la propia izquierda, pero a su vez es un factor clave para explicar su fuerza actual.

Uruguay no tuvo oligarquía, y fue gobernado desde comienzos del siglo XX por una «clase política» separada de la burguesía comercial, dominante en lo económico. La impronta de José Batlle y Ordóñez (el «batllismo»), dos veces presidente luego de 1904, arquitecto de una avanzada legislación social, de un Estado laico con vocación social y empresarial, y árbitro conciliador de las disputas sociales, generó un clima de paz y estabilidad. La baja densidad de población, el abrumador predominio de la población europea y la escasez de conflictos internos de envergadura a partir de la derrota, en 1904, de las episódicas insurrecciones rurales acaudilladas por los «blancos», pavimentaron el proyecto socialdemócrata. La homogeneidad étnica y sociocultural se tradujo en el predominio de una cultura de clases medias, que hizo de la educación su forma de ascenso social. La historia del país fue modelada por el «batllismo», aunque con el tiempo el Partido Colorado se convirtió en una suerte de «partido de Estado», y con ello apareció la corrupción, el clientelismo y formas diversas de autoritarismo, aún en democracia.

Al hundirse el país batllista luego del fracaso del modelo de sustitución de importaciones, hacia fines de los 50, la izquierda fue la heredera de aquel imaginario de progreso en paz e igualdad de oportunidades, con un Estado regulador y contenedor de las diferencias de clase. También puede decirse que sin la peculiar historia del «país batllista», no hubiera sido posible construir una izquierda unitaria, creíble para la inmensa mayoría de los uruguayos de todos los sectores sociales.

La izquierda consiguió la hegemonía cultural mucho antes de ser mayoría electoral. La Universidad estatal y el teatro son, desde hace más de medio siglo, baluartes no partidizados de una izquierda de capas medias. Hacia los 60, la cultura de izquierda era ya hegemónica entre los profesionales y los universitarios(2) . Con los años, la izquierda como sentimiento se fue haciendo mayoritaria en la música popular, en el carnaval y en las principales manifestaciones de masas, incluyendo a algunas destacadas estrellas del fútbol, que no ocultan sus preferencias por el Frente Amplio. La gestión municipal de Montevideo, desde 1990, donde reside la mitad de la población del país, contribuyó a afianzar y profundizar esa hegemonía cultural y social, sin la cual la izquierda no podría soñar con llegar a ser gobierno. Pero, ¿en qué consiste esa hegemonía? En que las ideas-fuerza que encarna el Frente Amplio (Estado social, gobierno honesto, soberanía nacional, justicia social, entre otros) se han convertido en el «sentido común» de los uruguayos de comienzos del siglo XXI.

Una red social de base

Desde sus primeros pasos, el Frente Amplio aportó una originalidad que será con los años una de las claves de su penetración en la sociedad: los comités de base, donde se agrupan militantes y activistas de todas las corrientes que lo integran. La tupida red de comités se convirtió en espacios de socialización, en los que se fue fraguando una identidad frenteamplista que subsumió las identidades previas de los sectores que lo conforman. Esta es una de las peculiaridades de la izquierda uruguaya: la unidad es mucho más que la suma de las partes, es «otra cosa», que marca diferencias con otros modelos y procesos.

La red capilar de la izquierda es impresionante. Hace dos años el Frente Amplio (FA) tenía 207 mil adeherentes o afiliados, en un país de 3 millones de habitantes, o sea uno cada poco más de diez adultos(3) . En las elecciones de 1999 el FA cosechó unos 800 mil votos, lo que supone que están «organizados» nada menos que uno de cada cuatro votantes y uno de cada diez electores. Actualmente hay unos 300 comités de base, pero en la transición democrática llegaron a existir unos 500 comités sólo en Montevideo (1,2 millones de habitantes), uno cada 2.500 habitantes. Una red semejante está en la base del sostenido crecimiento de la izquierda uruguaya, pero es además lo que le permitió permanecer y seguir adelante pese al fracaso del socialismo y a las sucesivas derrotas electorales.

Un hito trascendental para comprender el crecimiento de la izquierda, fue la aprobación en 1986 de la ley de caducidad (o ley de impunidad). Aprobada por blancos y colorados, sancionó que el Estado uruguayo renuncia a juzgar y castigar a los militares implicados en las violaciones de los derechos humanos. Para una población acostumbrada a vivir en un país donde todos eran iguales ante la ley, fue un mazazo. La reacción fue el nacimiento de un impresionante movimiento social para derogar la ley de impunidad, que se tradujo en la formación de unas 300 comisiones barriales en todo el país, integradas no sólo por frenteamplistas sino también por blancos y colorados progresistas. El debate nacional generado durante más de dos años en las redes sociales de base, rompió los límites políticos, sociales y geográficos de una izquierda que hasta ese momento estaba confinada a la capital. A partir de ese momento, y pese a la derrota del referéndum, arribaron al Frente Amplio nuevos sectores desgajados de los partidos tradicionales, que fueron recogidos en la sigla Encuentro Progresista, primero, y Nueva Mayoría, más tarde.

Para la izquierda fue posible frenar las privatizaciones y el neoliberalismo, otra peculiaridad del proceso uruguayo, no sólo a través de la movilización sino de la recuperación de la potente tradición estatista nacida con el batllismo. De ahí que el referéndum contra las privatizaciones de 1992 tuviera el 70% de respaldo, mientras la izquierda no llegaba aún al 30% de los votos. En pleno auge privatizador en todo el mundo, el «sentido común» de los uruguayos indicaba que era un mal camino. En cierto momento a lo largo de las dos últimas décadas, ese sentido común se fue volcando a la izquierda, que quedó a su vez como la única fuerza política capaz de ponerlo en movimiento.

Crisis neoliberal y acceso al gobierno

La crisis del neoliberalismo aceleró el fin de los gobiernos de la derecha, pero en realidad el triunfo de la izquierda era sólo cuestión de tiempo, ya que tendencias presentes en la sociedad, históricas pero también generacionales, fueron erosionando de forma irreversible la hegemonía de los partidos tradicionales.

La crisis económica de 2002, fue letal para la derecha. Una idea del tamaño del cambio en curso, es el desmoronamiento del Partido Colorado, que pasó en pocos años de más del 40% del apoyo popular a un raquítico 10% de las intenciones de voto. La recesión se instaló en Uruguay en 1999, de la mano del estancamiento de la economía argentina. Entre enero y julio de 2002 el riesgo país pasó de 220 a 3.000 puntos; la corrida financiera se llevó el 45% de los depósitos bancarios; el precio del dólar se duplicó y el producto bruto interno cayó a la mitad del de 1998. La desocupación trepó al 20% y el porcentaje de la población por debajo del índice de pobreza alcanzó el 40%.

En Uruguay la crisis del modelo no generó una situación de crisis política ni de desestabilización, y fue canalizada hacia el terreno electoral, en un país donde el Estado, aún debilitado, todavía funciona; donde la cultura política desplazó, hace mucho tiempo, el centro de gravedad de lo político-social a lo político- electoral.

¿Podrá esta izquierda cambiar el país? Depende qué entendamos por cambiar. Si se trata de gestiones estatales más honestas, más ordenadas y más favorables a los pobres, ello está fuera de duda. Si se trata de salir del neoliberalismo y contribuir a implantar un modelo de desarrollo más justo y equilibrado, parece dudoso que una izquierda moderada en un pequeño país muy endeudado, pueda gestionar cambios de rumbo de larga duración. La impresión es que todo dependerá de la relación de fuerzas regional -en particular de los papeles que decidan jugar Brasil y Argentina-, pero también de que el debilitado movimiento social -centrado aún en los trabajadores con empleo fijo-, consiga superar su crisis e incluir a los nuevos pobres, que son los más interesados en cambios radicales de largo aliento.


Notas:

(1) El Frente Amplio recogió íntegramente el programa de la Convención Nacional de Trabajadores, creada en 1964, y del Congreso del Pueblo, confluencia de más de 700 organizaciones sociales, que sesionó en 1965: nacionalización de la banca y el comercio exterior, no pago de la deuda externa, reforma agraria.

(2) Dos muestras de esta presencia son el semanario Marcha, uno de los más prestigiosos de América Latina; y la creación del colegio de médicos que fue bautizado, ya en 1920, como Sindicato Médico del Uruguay, que alentó el sistema mutual en la salud al que están afiliados desde hace décadas la mayoría de los montevideanos.

(3) Los «adherentes» pagan una cuota mensual y eligen las autoridades de su comité y del Frente Amplio; los comités de base se agrupan en coordinadoras zonales de las que existen 18 en Montevideo y otras tantas en el Interior. Las bases tienen delegados en el Plenario Nacional y la Mesa Política, órganos permanentes de dirección entre congresos.