Tres semanas de violencia contra coches y «símbolos republicanos» (escuelas, oficinas de correos, ayuntamientos.) hacen saltar la señal de alarma en Francia. El Gobierno, desbordado, reacciona con medidas represivas y dudosas promesas de inversión social; la oposición de izquierdas está lejos de hacer autocrítica. ¿Qué hemos hecho mal? Sobre este nuevo apartheid A Clichy-sous-bois no […]
Tres semanas de violencia contra coches y «símbolos republicanos» (escuelas, oficinas de correos, ayuntamientos.) hacen saltar la señal de alarma en Francia. El Gobierno, desbordado, reacciona con medidas represivas y dudosas promesas de inversión social; la oposición de izquierdas está lejos de hacer autocrítica.
¿Qué hemos hecho mal?
Sobre este nuevo apartheid
A Clichy-sous-bois no llegan ni el metro ni el tren; el pueblo está comunicado por apenas unas cuantas líneas de autobús. La tasa de desempleo es del 20% y ésta llega al doble entre la población menor de 25 años. No es casual que el desencadenante de los sucesos que parecen haber despertado a una buena parte de Francia del sopor en el que tan bien estaba instalada haya nacido aquí.
La simple existencia de estas banlieues, de las ciudades dormitorio que plagan los suburbios de la capital, es ya una señal de cómo fracasa el tan laureado sistema de integración francés. La periferia lo es en todos los sentidos: relegados al exterior de las grandes ciudades, con presupuestos sociales que se van reduciendo de año en año, hacinados en viviendas que rozan los límites de la dignidad, a sus habitantes la discriminación les muestra todas sus caras. La segregación es una elección política.
L’étincelle
Zyad y Bounna, de 15 y 17 años, se escondieron en una central eléctrica para escapar de uno de los cotidianos «controles de papeles». Murieron electrocutados. En una sociedad cada vez más militarizada, los raffles se han convertido en una parte de la vida diaria de millones de personas. La policía es un elemento inevitable del mobiliario urbano en los barrios más multiculturales de París y tanto sus controles de identidad como los de billetes en los transportes públicos tienen como blanco todo aquél que no lo sea.
La policía desmiente la persecución de los adolescentes, al igual que desmiente haber lanzado gas lacrimógeno en una mezquita tres días después, en pleno momento de rezo. Era el mes del Ramadán. Los medios de comunicación siguen la corriente hasta que ésta se vuelve demasiado evidente de tan apacible y el gas que de ninguna manera es el de los antidisturbios coincide al día siguiente con el que éstos utilizan, a pesar de que esto se escribe con letra mucho más pequeña.
Las revueltas espontáneas que nacieron el jueves tras las dos muertes crecen y se propagan alimentadas por las intervenciones de los antidisturbios y por las no menos provocadoras declaraciones de un ministro del interior que despliega ya todas sus cartas en la lucha por la presidencia del país en 2007. Un Sarkozy que llama racaille (gentuza) a las mismas personas a las que aplasta con su temida «mano dura» y que ha asimilado las claves que auparon a Le Pen a la segunda vuelta de las presidenciales en 2002. La xenofobia parece tener tirón entre los electores franceses.
Los gobernantes han comprendido que el método más eficiente para perpetuar el sistema es azuzar el miedo al otro. Desde las reformas para precarizar el empleo hasta la ley contra el velo, la segregación se hace cada día más patente a pesar de que esté disfrazada de minucias legales con tintes estridentes de laicismo, fraternidad e igualdad. Sobre la libertad, De Villepin no duda en afirmar que «la primera, es la seguridad ciudadana».
¿Revuelta o vandalismo?
Nada es nuevo: ni los coches quemados, ni las afirmaciones racistas de Sarkozy, ni las provocaciones de la policía. Michel Wieviorka (1) nos recuerda que «la violencia de los barrios populares quedó inaugurada a finales de los años setenta» y los incendios de este verano en varias viviendas al sur de la capital, habitadas en su totalidad por inmigrantes africanos, no pueden tomarse como hechos aislados. La chispa no hace más que prender el pasto que el viento ha ido acumulando.
En estas semanas la sociedad francesa parece haber intuido que se trata de un problema mucho más profundo, que la violencia no se genera sola y que bajo estos adoquines de hoy laten mares nada serenos; pero, con un Chirac desaparecido y una lucha envenenada entre sus dos mayores representantes (De Villepin, primer ministro, y Sarkozy, ministro del interior, se enfrentarán en las próximas elecciones presidenciales), con el anuncio de toque de queda, el aumento de la presencia policial y declaraciones que fomentan la tensión, la clase dirigente plantea al país una elección bastante reducida: o se echa más sal a la herida, o se le pone un parche.
Deslumbrada por toda imagen que se le muestre repetidamente, la República reacciona ante una violencia que se consume en raciones bien dosificadas por el poder. Es violento sólo lo que los medios de comunicación califican de tal. Las otras violencias, las que no recogen los traficantes de imágenes, parecen invisibles a pesar de ser repulsivamente evidentes. El debate no puede reducirse a si hay que justificar o no las acciones de estos últimos días. Para Laurent Mucchielli(2) «esto no quiere decir que tengamos que excusar los actos delictivos de algunas de estas personas, sino que tomemos en serio un grito de rebelión y de sufrimiento generalizado». Porque no habrá «orden republicano» si no hay justicia. Y porque la herida, si no sana, se extiende.
1.Sociólogo, director de estudios del CADIS (Centro de Análisis y De Intervención Sociológicas)
2.Sociólogo, director del CESDIP (Centro de Investigaciones Sociológicas sobre el Derecho y las Instituciones Penales)