Traducido para Rebelión por Gorka Larrabeiti
En un libro entrevista de 2003 el embajador estadounidense Christopher Hill, uno de los protagonistas del asunto del Kosovo y responsable del fracaso diplomático que condujo a la guerra, pronuncia estas frases esclarecedoras: 1) «a los diplomáticos les gusta pensar que se ocupan de cuestiones importantes. En realidad, se ocupan de cuestiones urgentes»; 2) «A menudo se suelen definir como urgentes asuntos que son violentos»; 3) «Holbrooke (artífice de Dayton y del monstruo institucional de Bosnia) en 1998 se empeñó en convencer a Washington de que las cosas en Kosovo eran graves». Se podría decir que la guerra del Kosovo de hace diez años siguió el hilo lógico de estas palabras, que se pueden leer como una constatación, una premonición o un cínico plan en el que la catástrofe humanitaria y la violencia sirven para que las cosas se vuelvan graves, urgentes, y por consiguiente, para justificar cualquier intervención, por ilógica, ilegítima o irresoluta que sea. En 1995 se sabía que Kosovo era tan importante como Bosnia. Se sabía que la solución debía ser regional y no cantonal. Sin embargo, no se incluyó en los debates de Dayton, lo que causó gran malestar entre los kosovares, que confiaban en ello tanto porque Milosevic defendía la soberanía de Serbia como porque la cuestión no era «urgente». Es decir: que todavía no era lo bastante violenta. Lo que se reiteró en Dayton fue el mensaje que lanzaron quienes a partir de 1991 se apresuraron a reconocer la independencia de los nuevos estados balcánicos: la política internacional anteponía la preponderancia étnica, especialmente si coincidía con la cultural y religiosa. De ahí que de 1995 a 1998 en Kosovo se emprendieran muchas iniciativas para colmar el «vacío» de la violencia y para adaptarse al criterio dominante. El gobierno serbio se empeñó en trasplantar al Kosovo a los serbios que habían huido de las masacres de los croatas y a la lucha a los «terroristas» albaneses, mientras los kosovares recurrían a la asesoría yihadista, a la financiación a través de tráficos ilegales y a la diligente frecuencia de cursos de instrucción para el combate que generosamente les ofrecían los servicios secretos de Estados Unidos y de otros países europeos. Es en 1998 cuando madura la violencia militar que consiente a los diplomáticos ocuparse no de lo importante, sino de lo que «finalmente» es urgente. Considerando lo que ocurrió después -las masacres, limpiezas y contra-limpiezas étnicas, las víctimas de la guerra y el balance final- la guerra del Kosovo no parece distinta del resto de guerras balcánicas en las que los pretextos y la actividad diplomática sirvieron a menudo para que se precipitara la situación y se diera inicio a experimentos sociopolíticos imposibles.
Pero Kosovo es mucho más que eso, y la diferencia se ve en los avatares post-bélicos. En esta última década el Kosovo se ha construido como un «no-estado» sobre una base monoétnica, al que se le impide una soberanía nacional legítima y que es financiado y ocupado por fuerzas internacionales que no deben inmiscuirse con los asuntos locales, sean legales o ilegales. Todo aquel que se ha opuesto a esta construcción ha sido amenazado, eliminado o considerado como un criminal; todo aquel que ha favorecido la realización del proyecto ha sido bien retribuido e incluso premiado. El ejemplo del Kosovo se ha convertido en el paradigma del predominio de la lógica étnica y de los clanes sobre la del orden y la soberanía de los estados. En este sentido, ha puesto en compromiso el principio en que se fundan las Naciones Unidas. Además, Kosovo ha demostrado que es el primer ejemplo de una guerra moderna especialmente hipócrita y violenta: la guerra que jamás termina, que se disfraza de operación de paz; la guerra que no tiende a la victoria y a la estabilidad sino a la realización del caos, del colapso organizativo e institucional; la guerra que determina el derrumbe de los criterios fundamentales de la política internacional y de la propia ética política. Kosovo ha conseguido dar un nuevo significado a la balcanización, vinculado todavía al conflicto, pero ligado a la asimetría institucional que permite la ruptura de los equilibrios internos e internacionales, la alteración del equilibrio de poderes y del reparto de responsabilidades. Kosovo debería ser un ejemplo negativo y enseñar nuevas filosofías y actitudes ante los problemas internacionales, pero no se percibe ni voluntad de aprender ni de cambiar. Los hacedores y los escuderos de este Kosovo están orgullosos de ello y lo apoyan. La dinastía Clinton, que llegó a la guerra, gestiona esa diplomacia que antes de intervenir ha de asegurarse de que las cosas son urgentes. Holbrooke es el enviado especial en Afganistán y Pakistán, y su pupilo Hill es el responsable del área Asia-Pacífico, y será el próximo embajador en Iraq. Áreas todas ellas en las que se necesita de todo excepto urgencias.
Fabio Mini es general del Ejército Italiano, ex-comandante de la OTAN en Kosovo
http://www.ilmanifesto.it/il-manifesto/in-edicola/numero/20090322/pagina/11/pezzo/245435/