El proyecto político europeo ya no tiene quien le escriba. Somos un viejo continente ineficiente al que le quedan, si acaso, las ruinas de su inteligencia; mientras crecen por todas partes regresiones autoritarias y antidemocráticas
“Lo que estamos viviendo”, le dijo el presidente francés Emmanuel Macron al diario inglés The Economist en 2019, “es la muerte cerebral de la OTAN”. “Europa se construyó sobre la idea de reunir aquello por lo que nos habíamos peleado: el carbón y el acero. Después se estructuró como comunidad, lo cual no es simplemente un mercado, es un proyecto político. Pero una serie de fenómenos nos han dejado al borde del precipicio”, continuaba en la transcripción completa de su entrevista. “En primer lugar, Europa ha perdido la noción de su historia. Se ha olvidado de que es una comunidad, pensando más y más en sí misma como mercado, con la expansión como su propósito final. […] Segundo, el cambio que se está produciendo en la estrategia americana; tercero, un reequilibrio del mundo que va de la mano del auge de China como poder, lo cual crea un riesgo de bipolarización y claramente margina a Europa. […] Todo esto ha conducido a una excepcional fragilidad de Europa. Si Europa no puede pensar en sí misma como un poder global, desaparecerá”.
El mundo de hoy no es el mundo de 2019, pero es interesante observar cómo, apenas un año después, los líderes europeos volvieron a engañarse, creyendo que el mundo sí que tornaría a ser el mismo. La victoria de Biden permitió restablecer los fundamentos de la relación con el socio atlántico preferente, primera parte del binomio por excelencia, Estados Unidos, con el cual la Unión Europea siempre ha operado como socio minoritario. Era un regreso al orden cómodo, el retorno liberal de las instituciones tras un mandato ominoso, populista, en apariencia irrepetible. Pasó una pandemia y parecía que los gobernantes europeos se ponían las pilas: no a la austeridad, el retorno del Estado, la solución de los eurobonos, diálogo sobre emisiones conjuntas de deuda, fondos para una salida expansiva que evitara la contracción, informe Draghi, informe Letta; eventualmente se puso en juego la idea misma de la democracia frente al autoritarismo en la frontera vecina de una Ucrania invadida por Rusia. Queríamos creer, parafraseando a Gil de Biedma, que era tiempo aún para cambiar su historia, ya no de España, sino de Europa, antes que se la llevasen los demonios.
Aquel fue el espejismo y no el primer mandato de Trump. Macron hoy es un líder denostado: según los sondeos de IFOP/JDD, sólo un 19% de la población francesa está satisfecha hoy con Emmanuel Macron; todavía menos es la puntuación de su primer ministro, François Bayrou, con un 18% de satisfechos tras promulgar el fin del gasto y anunciar unos recortes sangrantes e inéditos en la historia francesa. Joe Biden ya no es recordado como el restaurador de la democracia estadounidense, ni siquiera por su fracasado plan para reconstruir mejor ni sus proyectos neokeynesianos: la memoria que de él queda, justa o injusta, es la de un anciano visiblemente senil cuyo orgullo pavimentó el camino para el regreso de un Donald Trump más autoritario, con mejor conocimiento de la arquitectura del Estado, más dispuesto a desmantelarla desde el primer momento, a deportar más, mejor, con relaciones más estrechas —directamente colaboracionistas— con el mundo empresarial y de los oligarcas tecnológicos. Los mercados libres han sido sustituidos por comunidades arancelarias y la colaboración diplomática por la sumisión. Y todo esto ha conducido, una vez más, a que poco se haya hecho y menos aún se haya pensado, a que Europa haya perdido la noción de su historia, a su retorno a una excepcional fragilidad y, por qué no, a la posibilidad real, si no es ya un hecho incipiente, de la desaparición de Europa como comunidad política.
Lo que estamos viviendo es la muerte cerebral de Europa. Hay análisis que intentan salvar el acuerdo entre Von der Leyen y Trump, arguyendo que no se trata realmente de una capitulación, puesto que no hay mucho escrito en negro sobre blanco y dado que la Unión Europea podría fácilmente incumplir los compromisos débiles a los que presuntamente ha llegado: se trataría de una genuflexión calculada para evitar el peor de los escenarios. Simbólicamente, ya estamos en el peor de los escenarios: no tanto por las decisiones que se han tomado, sino más bien por una constatación del estado de las cosas tal y como son, más que como podrían ser. Europa ni puede ni se atreve a alzar la voz, ni puede ni se atreve a plantar cara, y no hay actitud más sintomática de ello que la de Mark Rutte, otrora primer ministro de los Países Bajos, hoy secretario general de la OTAN, capaz de referirse a Trump como su “papi” —¿cómo habremos de referirnos nosotros a nuestro amo y señor?—, enunciar que Europa pagará a lo GRANDE y que será su victoria. Si a Europa le quedaba ser un mercado, ya no es un mercado soberano, si acaso una colonia, una zona de libre comercio sometida a los designios de un gran dictador. Sólo ser un mercado ya era patético. Ser un mercado anexionado, porque no se puede ser otra cosa, es todavía peor.
La muerte cerebral de Europa también es su muerte moral. Si algo podía quedar para los europeístas románticos, cosmopolitas, a quienes agita la ‘Canción para la unificación de Europa’ que suena en la película Azul de la trilogía de los tres colores del director polaco Kieslowski, lectores de El mundo de ayer de Zweig, sus escombros se han perdido ya en Gaza, entre una complicidad manifiesta de Von der Leyen y Alemania con el Estado de Israel y la ignominia de un primer ministro británico que emplea el reconocimiento del Estado Palestino como palanca de negociación, extendida a cuando ya sólo queden ruinas que reconocer. Su alma se perdió en el genocidio, porque Europa, que no ha sido capaz de plantear una posición política propia, ni siquiera se ha hecho oír como difusora de una posición moral: la nada absoluta, la valentía convertida en excepción en lugar de norma. Nadie hoy está satisfecho, ni en la izquierda ni en la derecha, con la posición de los líderes europeos. Sólo ellos mismos y el statu quo del vasallaje se respaldan.
Si nada de esto cambia, si seguimos creyendo en los espejismos, en la compra infinita de armamento al hegemón estadounidense, los que vendrán después serán los monstruos. La arquitectura europea podría ser evidentemente distinta, también sus mecanismos de decisión, sus mayorías, pero hoy nada de eso importa. Importa que el proyecto político europeo ya no tiene quien le escriba. Somos un viejo continente ineficiente al que le quedan, si acaso, las ruinas de su inteligencia; mientras crecen por todas partes regresiones autoritarias y antidemocráticas, ojalá en el futuro podamos decir algo más, algo que no sea ‘adiós, Europa, adiós, recuerdos’.
Fuente: https://www.eldiario.es/opinion/zona-critica/muerte-cerebral-europa_129_12512151.html