Hacer arder un coche es espectacular. El fuego es el símbolo inconfundible de la ira, de la venganza. Escipión el Africano prendió en llamas a Cartago para ajustar cuentas con la afrenta que Aníbal había infligido a Roma. Los godos hicieron lo mismo con las ciudades del este del imperio. Pero los adolescentes que, noche […]
Hacer arder un coche es espectacular. El fuego es el símbolo inconfundible de la ira, de la venganza. Escipión el Africano prendió en llamas a Cartago para ajustar cuentas con la afrenta que Aníbal había infligido a Roma. Los godos hicieron lo mismo con las ciudades del este del imperio. Pero los adolescentes que, noche a noche desde hace varias semanas, hacen estallar cientos de carros en las calles de las ciudades francesas no pertenecen a ningún cuerpo de ocupación, ni siquiera son militantes de alguna coalición política (o política-religiosa como se acostumbra hoy en el Islam): son jóvenes franceses cuyos padres o abuelos llegaron de Túnez, Argelia o Marruecos y se asentaron en las barriadas más pobres de esa geografía ya afamada, por triste y abandonada, en la que el nombre es la marca: la banlieu. Los fantasmas de Clichy-sous-Bois.
La banlieu de hoy es el infierno o algo cercano a él. Decrépita, agobiada por el abandono, terra nova para los recién llegados, concentra la mayor parte de los emigrantes africanos y sus familias de primera y segunda generaciones. Su símil más cercano son los guetos de Watts, en Los Angeles, y el Bronx, en Nueva York, durante los años 60. Con una diferencia. Nadie negó su identidad estadunidense a los segregados de Alabama o de Harlem, ni a las antípodas políticas que cifraron Martin Luther King y Malcolm X en el movimiento de derechos civiles. En Francia, en 2005, la primera reacción de Nicolás Sarkozy, el ministro del Interior, frente a la nocturna revuelta, fue declararla no francesa, «inmigrante», «extranjera», es decir, deportable. El argumento se extenuó rápidamente (sus protagonistas, como, sus móviles, son indeportables). Pero no las razones que lo explican. El «coctel Sarkozy», dice Alain Tubert: racismo e identitarismo nacional unidos de la mano.
Otra diferencia. En la rabia de París, Toulouse y Lyon no hay Luther Kings ni Malcolms, ni nada que se asemeje a un movimiento político con ciertas variantes ideológicas detectables, representantes visibles, programas, instancias de negociación y alguna narrativa del pasado y el futuro. Hay, en cambio, redes de blogs, páginas web, claves cel que coordinan edificios, cuadras y hasta barrios decididos a marcar territorios, preservar dominios informales y asegurar el control de un París todavía más profundo del que Houllebecq describe en Las partículas elementales. Si tiene algún antecedente, es la marea del ludismo que se extendió en Europa a principios del siglo XIX. Quemar coches significa, en principio, acumular la animadversión de quienes podrían ser, potencialmente, escuchas de demandas que propicien la integración. En teoría, uno pensaría que los cuarteles de policía o los edificios de los ayuntamientos serían los blancos de una protesta provocada por la brutalidad policiaca. Pero no. Los blancos han sido las librerías, las escuelas, las bibliotecas, las iglesias. Todos los emblemas en los que los padres inmigrantes de tunecinos, marroquíes y argelinos quisieron creer (educación, conocimiento, familia) para ver a sus hijos salir de la banlieu, liberarse del arrabal. Si los efectos son incandescentes («las flamas nos hacen visibles»), el movimiento es más bien moderado (tal vez la extrañeza de los fines y los medios lo haga tan desolador). Obviamente, sus protagonistas no están contra el sistema, ni siquiera pretenden reformarlo; tal vez sólo quieran ingresar a él.
Los informes en la prensa parisina sobre el estado de las cosas tienen un dejo, más que de noticia política, de un reporte meteorológico: «La quema de coches se ha reducido…»; «El número de detenidos por noche ha disminuido…»; «La intensidad de los incidentes ha cedido…» En principio, hasta la semana pasada, según las encuestas, la mitad de los franceses confiaban en que la mano dura de Sarkozy resolvería el problema, mientras que la otra mitad estaba convencida de que el problema era Sarkozy. El hecho es que la derecha francesa ha capitalizado la crisis para reordenar sus filas. Por lo pronto, la cancelación de las libertades civiles, los toques de queda y las detenciones arbitrarias ya legitimaron el estado de excepción. ¿Qué tan lejos podrá llegar esa suerte de thatcherismo francés? Difícil entreverlo. Por lo pronto promete algo que la ultraderecha de Le Pen ni siquiera había imaginado: una escala efectivamente nacional. El presidente Chirac dijo hace algunos días que el racismo era «el veneno» de la sociedad francesa. Al menos lo ha reconocido. Pero si a la intolerancia racial se agrega el panorama de una sociedad económicamente estancada desde hace varios años, que ha buscado infructuosamente opciones de centro izquierda (Jospin) y de centro derecha (Chirac) para encontrar un rumbo para Francia, los demonios que aguardan su destino podrían ser impredecibles.