Al comentar la semana pasada en estas páginas electrónicas los factores que influyen en el equilibrio entre seguridad y libertad, en relación con la amenaza terrorista, incluí como síntoma de una mayor inseguridad ciudadana el hecho de que «cualquiera pudiera ser abatido a tiros en la calle tras robar una cartera y no detenerse al […]
Al comentar la semana pasada en estas páginas electrónicas los factores que influyen en el equilibrio entre seguridad y libertad, en relación con la amenaza terrorista, incluí como síntoma de una mayor inseguridad ciudadana el hecho de que «cualquiera pudiera ser abatido a tiros en la calle tras robar una cartera y no detenerse al oír la voz de alto».
Justo tres días después, un electricista brasileño de 27 años, Jean Charles de Menezes, residente en la capital británica, que no había robado cartera alguna, fue abatido a tiros -no en la calle, sino en el Metro- víctima de la creciente paranoia de los que aspiran a alcanzar la seguridad absoluta eliminando los frenos y controles que hacen posible la vida en condiciones civilizadas.
La explicación oficial de la Policía londinense produce casi más pavor que el trágico incidente, y contribuye a aumentar todavía más la inseguridad de cualquier ciudadano. Veámoslo paso a paso. En primer lugar, el comunicado especifica que mister Menezes salía de una casa del sur de Londres, que estaba siendo vigilada en relación con los fallidos atentados del 21 de julio. Así pues, el simple hecho de salir de esa casa ya le convertía en sospechoso para quienes tienen el deber de protegerle a él y sus derechos cívicos. ¿Es que los habitantes de un bloque de viviendas que esté siendo vigilado pueden llegan a morir en esas circunstancias? Pues parece ser que sí. Extraña forma de aumentar la seguridad de los londinenses. No es muy distinta, hay que reconocerlo, de la que está utilizando Bush para mejorar la seguridad de los iraquíes, cuyas probabilidades de seguir vivos día a día son cada vez menores.
No concluye ahí el asunto. A ese indicio inicial que convierte a un pacífico ciudadano en sospechoso sin saberlo él, la Policía de Londres añadió dos elementos más que, según su parecer, justificaban ya el simple asesinato a quemarropa: «su comportamiento y su modo de vestir», según palabras textuales del comunicado oficial. Conclusión inmediata: ¡Aprenda el ciudadano a comportarse! ¡Vístase el ciudadano con arreglo a ciertas normas, que quizá formen parte de las reglas de actuación de la Policía! ¿No le suena esto algo al lector? Hay una novela, ya clásica, donde las diferentes categorías de ciudadanos domesticados debían uniformarse y comportarse de acuerdo con su posición en la jerarquía. ¿Es hacia ese ideal orwelliano hacia el que tenderá irremisiblemente una sociedad que sólo aspire a sentirse segura?
Por si aún quedaran dudas de que la búsqueda obsesiva de la seguridad absoluta puede conducir a la pérdida de las libertades esenciales (la de seguir viviendo es, sin duda, la base de todas ellas), considérese el modo como mister Menezes fue asesinado por el Estado en cuya cúspide brilla la ancestral Majestad Británica. Narran testigos presenciales que fue expeditivamente ejecutado con cinco disparos en la cabeza, tendido boca abajo en el suelo y sin empuñar arma alguna ni mostrar otros signos de resistencia que el haber escapado de unos individuos de paisano que, pistola en mano, le dieron el alto e iniciaron sin más su persecución.
Bien está que ahora, ante el desgaste político que este incidente pueda producir en el Gobierno, se inicie una investigación que permita saber qué órdenes, opiniones o reglamentos convierten a un estamento policial, tradicionalmente eficaz y de democrático talante, en un grupo de pistoleros de gatillo fácil que aplican la norma de «primero disparar a matar y luego averiguar». Pero las rebuscadas explicaciones oficiales sobre la necesidad de disparar a la cabeza a un presunto suicida se deshacen en cuanto se advierte la ineficacia de unos servicios de inteligencia capaces de convertir a un pacífico ciudadano en un peligroso terrorista.
Al menos, en este caso, hay que reconocer que la Policía londinense no ha recurrido a las malas artes, comprobadas en otras ocasiones y lugares, con las que se falsifican las pruebas que sean necesarias para justificar una «muerte por error», como dijo Sir Ian Blair, el jefe de la Policía Metropolitana. Recuérdese lo que se tramó en el cuartel donostiarra de Intxaurrondo para hacer creer que un presunto etarra, que había muerto torturado, se había escapado, cayendo al río y ahogándose en él. Algo parecido podría haberse tramado en el caso aquí comentado, a pesar de haberse producido en un espacio público, porque hasta uno de los testigos presenciales declaró a la BBC que el joven brasileño «parecía llevar encima un cinturón explosivo del que salían cables». ¿Hubiera testificado eso mismo ante un tribunal de justicia? ¡No le quepa al lector la menor duda! Además, creyéndolo así sinceramente. El miedo ayuda a ver cosas inexistentes que permiten justificarlo y vencer así la penosa sensación de cobardía personal. Ha ocurrido siempre y seguirá ocurriendo.
Hay quien acepta con resignación desmanes policiales como el aquí comentado, porque los considera el precio a pagar por una mejor seguridad. Pero ¿pensaría lo mismo si él o alguno de sus allegados fueran los que tuvieran que pagar con su vida esos métodos antiterroristas? Para Menezes, el dilema entre seguridad y libertad se resolvió trágicamente y sin derecho a apelar. Añadiré un patético detalle final. Tras los fallidos atentados del pasado jueves, un día antes de ser ejecutado en público, el brasileño había confiado a un amigo suyo que, asustado por lo ocurrido ese día en el Metro londinense, se iba a comprar una moto para viajar en superficie. No tuvo tiempo de hacerlo. La Policía que debía proteger a la vez su seguridad y su libertad puso fin a su vida. Poco segura está una sociedad en la que cualquier ciudadano puede correr la suerte de mister Menezes.
* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)