Traducido para Rebelión por Diego Ameixeiras
Creo que Jean-Bertrand Aristide se comprometió con una significativa reforma social e económica, algo desesperadamente necesario para Haití y reivindicado por el pueblo desde las favelas.
Sus pocos meses en el poder fueron de considerable importancia. Así fueron reconocidos por agencias internacionales, a pesar de los esfuerzos inmediatos de los EEUU para debilitar su régimen, culminados, meses más tarde, con un golpe militar brutal. Este proceso supuso el inicio de un reino de intenso terror apoyado, efectivamente, por las administraciones de Bush padre y, más específicamente, de Clinton -época en la que Aristide fue trasladado a Washington para ser «civilizado» y encuadrado en un «curso intensivo de capitalismo», como se dijo en aquella época. En 1994, retornó a Haití en compañía de las bayonetas de los marines, comprometido con la reproducción de las mismas duras políticas neoliberales prometidas por el candidato (favorito de los EEUU) derrotado en las elecciones de 1990 -un ex-funcionario del Banco Mundial, depositario de apenas un 14% de los votos. A partir de entonces, Washington empezó a lucrarse con la violencia y la subversión. Finalmente, esta situación provocó que el resultado de las votaciones de 1990 fuese revertido y se instauraron políticas dictaminadas por los EEUU (rechazadas aplastantemente por la población), todo en una situación en la que se garantizó a los inversores grandes recompensas por su esfuerzo generoso y altruista para «restaurar la democracia» y proteger los derechos humanos. El presidente electo había sido devuelto a su cargo, atado y amordazado por restricciones políticas.
De ahí en adelante, la historia empieza a embarullarse, y resulta difícil juzgar cuál sería el rumbo exacto tomado por Aristide. En tales circunstancias, no restaban muchas alternativas -que se redujeron con la administración Bush asegurando préstamos y el rechazo francés a la hora de considerar compensaciones por el fraude, razón por la que, como castigo a la liberación de Haití, el país fue estrangulado económicamente.
¿Y por qué razón debían intervenir los EEUU? Es una costumbre profundamente arraigada. Washington se quedó profundamente consternada con la liberación de Haití, en 1804, e intentó impedirla con todos los mecanismos posibles, uniéndose con vigor en el esfuerzo de castigar al país por el crimen de convertirse en el primer país libre y de hombres libres en el hemisferio occidental -un mal ejemplo para una sociedad basada en la esclavitud. Años más tarde, teniendo en cuenta los nada despreciables propósitos comerciales, extractivistas y estratégicos en la región, Alemania y Reino Unido se disputaron su control. Con el pretexto de defender a los norteamericanos de los Hunos, Woodrow Wilson invadió el país, y el régimen militar impuesto en Haití a lo largo de diecinueve años acabó causando serios estragos. El parlamento fue obligado a permitir que el país fuese invadido por corporaciones norteamericanas y la región fue abandonada en manos de una brutal guardia nacional.
A lo largo de la década de 1980, el país fue reproyectado como zona exportadora, un lugar en el que resultaba barato fabricar pelotas de béisbol bajo durísimas condiciones de trabajo. La elección de Aristide, en 1990, disparó las alarmas de siempre: un sacerdote populista que abogaba por la despreciada teología de la liberación, preocupado con las necesidades de las minorías pobres, un posible»virus», que podría «infectar» a otras personas con ese tipo de pensamiento maligno. Y así ha sido hasta hoy.
Haití fue la colonia más rica del mundo, fuente de muchas de las riquezas de Francia. Ahora es un país que tendrá suerte si consigue sobrevivir a algunas generaciones. No es un caso único en el mundo. El Bangladesh de hoy, símbolo de miseria y desastre, fue la corona del Imperio Británico. Existen más casos, pero sus ejemplos son considerados como impropios, porque interfieren en la auto-imagen preferida del imperialismo, la de la benevolencia.