La Unión Europea está inmersa en un auténtico caos desde el referéndum irlandés. Y las declaraciones de sus principales mandatarios no han hecho sino alimentar la confusión. Los todavía Veintisiete iniciaron anoche en Bruselas un Consejo Europeo de crisis, aparentemente con un único objetivo: ganar tiempo, al menos hasta octubre.
Pero ganar tiempo («comprar tiempo», decían ayer algunos medios digitales del entorno comunitario) no será suficiente. La Unión Europea necesita poner orden en el gallinero que es hoy. Pero ni la Comisión, ni el Parlamento, ni mucho menos el Consejo, trabajan en esa línea. Curiosamente, la mayoría de sus representantes se han puesto de acuerdo en un discurso que es ya una constante: el desprecio a la voz y al voto de los ciudadanos, hasta el punto de que el luxemburgués Jean-Claude Juncker, político de peso en el entramado comunitario, recriminó públicamente a Merkel y Sarkozy por menospreciar a los votantes irlandeses al declarar que el proceso de ratificación del Tratado de Lisboa continuaría pese al rechazo irlandés.
El «no» de los irlandeses y las contradictorias declaraciones posteriores de los líderes europeos han creado una confusión notable, que el Consejo Europeo de Bruselas difícilmente podrá disipar. La cumbre arrancó ayer marcada por estas dudas:
¿Puede la UE hacer caso omiso del rechazo irlandés? No, ni puede ni debe, aunque ninguna de estas dos consideraciones han importado nunca a los dirigentes europeos. Es conocido que las reformas de los tratados sólo pueden entrar en vigor si todos y cada uno de los estados lo ratifican. Técnicamente, el Tratado de Lisboa está muerto.
Entonces, ¿qué opciones tiene la Unión? No muchas, y ninguna realmente de su agrado. De entrada, ni los 26 pueden echar a Irlanda ni Irlanda puede pedir al resto que siga como si no hubiera pasado nada, ya que eso supondría un enorme desprecio hacia sus propios conciudadanos. Pero muchos de los 26 ya han pedido seguir, de momento, como si no pasara nada, algo que Juncker y otros han criticado y que ex eurodiputados como Jens-Peter Bonde han calificado de «acto criminal e ilegal». Otros, con más humor, opinan que Merkel también podría pedir que se celebre de nuevo el partido que su selección perdió en esta Eurocopa con Croacia.
1.- «Plan B». Se ha hablado mucho de si lo tienen o no. Siempre hay uno, aunque nunca lo reconocerán (queda feo -¿es que tenían otro mejor y no nos lo han contado?- y refleja poco convencimiento con el anterior). La cuestión clave es que el Tratado de Lisboa era, en realidad, el «plan B» del que fuera rechazado en referéndum por franceses y holandeses.
2.– Cambiar el texto. Cambiar lo que de facto ya es el «plan B» no tiene mucho sentido. Con esta ya es la segunda Conferencia Intergubernamental (sistema de negociación utilizado por los estados para reformar los tratados) seguida que concluye en fracaso. La anterior experimentó con la Convención de Giscard D’Estaing para presentar un rostro supuestamente más cercano a los ciudadanos (intento fallido, porque las aportaciones «externas» morían en el oscurantismo del Presidium), y esta última repitió el habitual esquema opaco y secretista. Además, entre los actuales gobiernos de los Veintisiete ya no hay mucho margen para negociar las dos grandes cuestiones: el nuevo reparto de poder (especialmente en el Consejo de Ministros, pero también en la Comisión y Parlamento europeos) y, relacionado directamente con esto, el sistema de toma de decisiones (mayorías cualificadas, unanimidad, minorías de bloqueo…). Estos temas se pactaron en las dos últimas negociaciones, y costó tanto hacerlo que reabrir el melón podría ser muy arriesgado para la propia Unión.
3.- Pactar concesiones para Irlanda y convocar otra consulta. Algo habitual. Concesiones se han negociado muchas veces; de hecho, con Dinamarca se hizo tras Maastricht y con Irlanda tras Niza, y la Unión está bien surtida de cláusulas de salvaguarda de todo tipo. El objetivo sería garantizar (en la medida de lo posible) un resultado afirmativo en un segundo referéndum. Pero no se hizo con Francia y Holanda y, además, los irlandeses han hablado claro en esta ocasión. Y seguiría siendo una alternativa arriesgada. Por otra parte, parece que la UE necesita con urgencia que el nuevo entramado institucional entre en vigor (por una cuestión, por ejemplo, de eficacia), y un segundo referéndum significaría perder mucho tiempo.
4.- Echar a los irlandeses. Una tentación para aquellos que los consideran unos «desagradecidos» (por todo el dinero que han recibido de Bruselas y bla bla bla), pero choca con las propias normas de la Unión y tampoco es una opción muy presentable. Podrían haber, desde luego, fórmulas para suavizar esta cuarta posibilidad: una de ellas contemplaría aplicar el Tratado de Lisboa a los restantes 26 (siempre que quienes aún no lo han ratificado lo hagan, claro) y mantener a Irlanda con un estatus especial; otra fórmula implicaría que Irlanda saliera temporalmente del proceso de integración europeo hasta que hiciera sus deberes.
5.- Ir, descaradamente, hacia una Unión de distintas velocidades. De hecho, la actual Unión a Veintisiete ya camina (o cojea) a distintas velocidades: tanto en cuestiones de moneda como en temas de defensa, colaboración policial y judicial, o incluso en cuestiones de derechos de circulación o trabajo. Así que quienes alzan la voz para criticar que varios estados puedan avanzar en la integración a mayor velocidad que el resto o bien son unos hipócritas o simplemente temen quedarse eternamente en una segunda o tercera velocidad. El actual modelo de Unión puede soportar el alcance o dimensión de las actuales disparidades, pero el modelo no aguantará que un grupo se constituya en una vanguardia que exija un esquema institucional distinto. En ese caso estaríamos ante otra cosa, y no sólo ante el actual Objeto Político No Identificado. Pero, aunque la opción de las cooperaciones reforzadas ha ido concretándose cada vez más en las sucesivas reformas de los tratados, probablemente sea demasiado prematuro aún considerar seriamente esta opción. Es muy posible que, finalmente, sea el propio tamaño de la Unión la que provoque, en un futuro próximo, una «ruptura» desde dentro. Especialmente si el proceso de ampliación no queda congelado, como pretenden algunos.
¿Cómo se resolverá el conflicto entre los votantes europeos y sus élites? Se trata de un conflicto evidente, tanto por los fracasos cosechados en los últimos referéndums celebrados como, sobre todo, por la bajísima participación ciudadana en las elecciones al Parlamento Europeo (que, conviene no olvidarlo, debe renovarse dentro de un año). La pregunta, quizás, debería formularse de este otro modo: ¿Extraen la Unión y sus estados miembros alguna conclusión o enseñanza de esta enorme brecha entre poder y ciudadanos? Seguramente sí, otra cuestión es que quieran abordarla. Y el euro (con sus ventajas, pero también con sus desventajas, especialmente por haber permitido el desaforado descontrol en los precios) ya no es suficiente para sostener la idea europea. Y el que la UE se conozca cada vez más tampoco garantiza que el afecto hacia ella aumente en la misma proporción, porque en igual medida saltan a la palestra características negativas inherentes al actual modelo comunitario: burocracia exagerada, déficit democrático (el Parlamento gana capacidad de codecisión -siempre que Lisboa entre en vigor, claro-, pero el poder de los estados sigue siendo definitivo) y oscurantismo en la toma de decisiones. Un dato: cerca del 85% de las leyes comunitarias se pactan a puerta cerrada en 300 grupos de trabajo más o menos secretos. Y otro dato más, cuando menos curioso: el primer ministro irlandés reconoció, tras la consulta, que no había leído el Tratado de Lisboa. La cuestión es que la UE no quiere plantearse a sí misma las preguntas correctas, y en lugar de ello parlotea sobre si Irlanda debe hacer o no un segundo referéndum.
¿Qué puede suceder en el Consejo Europeo de Bruselas? Como hemos apuntado, la Unión intentará ganar tiempo, entre mensajes ambiguos hacia Irlanda y llamamientos a proseguir con el proceso de ratificación para no dar la impresión de que su esqueleto institucional sigue bloqueado. Para ello, la ratificación de Gran Bretaña les ha venido al pelo, puesto que podrán reivindicar que sigue vivo. Pero todos se citarán para el Consejo Europeo informal de octubre. Hoy abordarán otros temas, para justificar la cumbre, como la crisis financiera y el precio de carburantes y alimentos. Pero está por ver que sean capaces de ir más allá de las típicas actitudes voluntaristas en su afán por hacer ver que la UE es aún útil. También hablarán de ampliación, pero desde la premisa de que no están para muchas aventuras. Y probablemente habrá un guiño hacia Cuba.
Tres dilemas para terminar: ¿Es una catástrofe para el actual modelo de Unión el «no» irlandés? Sí. ¿Están en crisis? Desde luego. ¿Habrá solución en octubre? Maybe…
Algunos datos esclarecedores
Analizar la relación entre el escrutinio de las urnas y la configuración parlamentaria es a veces muy esclarecedor. Tres ejemplos relacionados con los tratados de la Unión: el voto del «no» en Irlanda «discrepó» con todos los diputados del Dail, excepto 2; el 55% de los franceses votó contra el 90% de sus parlamentarios hace dos años; en Holanda, fue un 62% contra el 80% del Parlamento; y en Dinamarca el «no» venció al deseo del 90% del Parlamento.