Traducido para Rebelión por María Luján Leiva
«No somos la hez sino seres humanos. Existimos. ¿La prueba? Los autos están quemándose». Así, con una frase epigráfica, un sauvageon entrevistado por Le Monde ha resumido la revuelta en los guetos que inflaman el otoño francés. La tendencia a ver la sombra de los imán atrás de cada reivindicación de las banlieues, la acusación de comunitarismo que desde hace años se les endosa obsesivamente a cualquier minoría que exija reconocimiento y respeto, pero sobre todo a la racaille (la hez según Sarkozy) de los barrios llamados sensibles, se revelan hoy por lo que son: miedo a que los descendientes de los colonizados, ciudadanos franceses de jure aunque tratados de facto en modo par a los indígenas de las colonias, decidan existir como seres humanos, rompiendo el muro de la segregación y hacerse visibles en el espacio público.
Hoy lo hacen, ciertamente, de la manera más desordenada posible, confiriendo a los actos de vandalismo la función de decir aquello que por ahora no puede decirse de otra manera: por demasiado tiempo la palabra les ha sido confiscada. En modo «irresponsable» – según la mayor parte de los observadores y de los políticos, de derecha y de izquierda – ocupan el espacio mediático y por consiguiente político: hasta ahora inaccesible, extraño, prohibido. En el tiempo en que los medios de comunicación hacen y deshacen la realidad, ellos, conquistando la escena, hacen vacilar a un ministro que algunos ya veían presidente de la república. Los sauvageons, los salvajes evocados por Chevenement en el 98, cuando era ministro del interior, los «pequeños terroristas de barrio» que Sarkozy quería domar con los instrumentos del antiterrorismo, los voyous (los vándalos) de los cuales hay que sanear los barrios populares con ácidos corrosivos, como osa repetir el mismo ministro, constriñen la política a ocuparse de ellos: una política hasta ahora lejana como la luna de las cités espectrales, administradas generalmente como las viejas colonias.
Cierto, las respuestas hasta ahora no son reasegurantes: podando las promesas de la vaguedad, lo que queda es el toque de queda, la detención indiscriminada de cientos de niños, adolescentes, muchachos sospechados de haber participado en las revueltas, la idea de expulsar a los extranjeros condenados por la violencia urbana, incluso a aquellos con permisos de residencia de larga duración, la propuesta de bajar la obligación escolar a 14 años para hacer posible la entrada al trabajo a la edad de 14 a 16 años en modo paternalista y solapado, la gran cuestión social que la revuelta ha denunciado se traduce en la condena definitiva de los jóvenes de las 752 «zonas urbanas sensibles» a su destino de despojos.
Para analizar lo menos banalmente posible las raíces y el sentido de la revuelta de los guetos franceses, es totalmente vana la antinomia entre «economicismo» y «culturalismo» que algún docto comentador ha pronunciado polémicamente. La condición en las cités no podrían ser más ejemplares para mostrar el perverso círculo vicioso que liga la cuestión económico-social, el racismo colonial, el «modelo de integración», la respuesta identitaria, la etnización del conflicto. A tal punto que, si hay una categoría que puede restituir el sentido de la condición de los «indígenas de la república» es la de casta, repropuesta recientemente por la socióloga feminista Christine Delphy, que la entrelaza con las de clase y de género; y tomada por quien escribe en el recientemente publicado libro (La Guerra dei simboli. Veli post coloniali e retoriche sull´identita. Dedalo. Bari, 2005). En efecto, para la mayor parte de los hijos y nietos de la inmigración colonial no hay posibilidad ni esperanza de movilidad social: parecen condenados a heredar el status de sus padres o abuelos, o incluso a ser desclasados. El hecho mismo que estos ciudadanos/nas franceses sean definidos inmigrantes de segunda o tercera generación es un indicio de cómo el racismo colonial transforme un status, que por definición debiera ser situacional o transitorio, en una característica casi biológica y hereditaria. Entrevistado por Liberation, un joven de la banlieu ha declarado icásticamente: «Nos hablan de integración, pero nosotros somos franceses, no tenemos necesidad de ser integrados. Tenemos necesidad de ser insertados socialmente». ¿Pero cuál inserción social es posible cuando, como ha revelado una investigación, quien tiene una apellido que suene árabe o africano tiene una posibilidad seis veces menor de ser convocado para una entrevista de trabajo, con respecto a un coetáneo franco-francés?
Si une tal condición de discriminación, marginación y segregación es por la mayoría considerada como natural es también porque al imaginario colectivo francés no es extraña una ideología o al menos un inconsciente de tipo colonial, a menudo enmascarados con la retórica apelación a la vocación universalista de la patria de los derechos del hombre. La sombra del racismo colonial, se alarga sobre la misma «gestión» de la revuelta de estos días: el estado de emergencia y el toque de queda han sido declarados invocando una ley del 1955 que se remonta a la guerra de Argelia.
La revuelta de los guetos franceses muestra al rey desnudo: contribuye a develar que la retórica universalista es hoy una máscara del dominio. El modelo denominado de integración republicana, fundado sobre el reconocimiento de los derechos individuales universales, evidencia todas sus resquebrajaduras a la par del modelo multiculturalista y del anglosajón. El fuego encendido en las cités consume la ilusión de la asimilación sin inserción social y exalta la paradoja, en el modo de mayor escarnio posible: dos modelos de integración que se pretenden opuestos producen efectos sociales comparables y la misma forma de revueltas urbanas. Las instituciones y la cultura mainstream francesa han despreciado siempre el modelo estadounidense como productor de guetos, continuamente evocando y estigmatizando el fantasma del «comunitarismo» y bien, para descifrar el sentido de la revuelta de las banlieues, la comparación más oportuna es la de las revueltas de los guetos negros estadounideses. Con una diferencia, expresada por Fulvio Colombo en un lúcido editorial: en ocasión de los incendios de Watts (1964), de Washington (1968) incluso de Los Angeles (1992), a ningún político o periodista se le ocurrió insultar a los revoltosos.
Quien se ha mofado de Prodi por sus palabras previsoras debería ponerse a reflexionar. Un modelo de welfare state como el francés, más sólido y universal que el de otros países europeos (para no hablar de Italia), se quiebra bajo los golpes de la globalización neoliberal pero también pos los automatismos ciegos de la discriminación y el racismo colonial, en modo tal de producir guetos y revueltas urbanas. Allí donde las políticas de protección social son más débiles o inexistentes, donde los pozos de marginación y de exclusión – de inmigrantes y autóctonos – son propios de periferia del Tercer Mundo, donde el desprecio y el insulto público contra los extraños al modelo whasp a la italiana son práctica institucional ¿porqué deberían sentirse preservados del riesgo de revueltas urbanas?
Bastante más previsor, el Consejo de Europa, en un extenso informe del 2004 sobre la violencia en las sociedades democráticas, ponía en guardia sobre el riesgo de desintegración social: un número creciente de personas, escribía, está entrampado en una especie de tierra de nadie social, que está en riesgo de convertise en gueto. La exclusión, agregaba, no es el resultado de incapacidades individuales o de inadaptación social, sino un proceso de alejamiento de una parte de la población de la esfera productiva. Que al menos se comience a escucharlos, reconocimiento y respeto.
Annamaría Rivera: Antropóloga y docente de la Universidad de Bari, Italia. Ha publicado en octubre de este año el libro «La guerra dei simboli – Veli post coloniale e retoriche sull´alterita» (Dedalo.Bari.2005) donde analiza el debate público sobre el uso del velo en Francia en el contexto de creciente racismo y exclusión.