La política en Perú no es cuestión de proyectos, sino de personas. Es un denominador común de los países presidencialistas, donde la elección del Presidente no depende de las fuerzas parlamentarias. Estados Unidos nos enseñó lo que era el liderazgo y en América Latina casó muy bien, quizás por aquello que comentaba Lynch del buen […]
La política en Perú no es cuestión de proyectos, sino de personas. Es un denominador común de los países presidencialistas, donde la elección del Presidente no depende de las fuerzas parlamentarias. Estados Unidos nos enseñó lo que era el liderazgo y en América Latina casó muy bien, quizás por aquello que comentaba Lynch del buen entendimiento entre el presidencialismo y los patrones caudillistas. Perú no es la excepción; al contrario, podría considerarse el paradigma. El sistema de partidos era pobre cuando Fujimori ganó las elecciones cantando la canción del chino sobre un tractor, y el autoritarismo que siguió al autogolpe (disolución del parlamento, constitución aprobada para dicha y honra del dictador) produjo un efecto antibiótico que acabó con lo poco que quedaba. Sólo el APRA, histórico partido de orígenes socialdemócratas (fíjense en sus siglas: Alianza Popular Revolucionaria Americana) y algunos partidos de izquierda sobrevivieron al caos. Fuera los partidos, ¿quién los echaba de menos? En un país donde política es igual a corrupción, y donde el parlamento es la institución más desprestigiada, nadie.
Sin un sistema asentado de proyectos políticos, el escenario está predispuesto a las sorpresas electorales. Si hace seis años, sentado en la cafetería Haití del óvalo Miraflores, en Lima, o quizás en la Tiendecita Blanca, que tanto le gusta recordar a Vargas Llosa, hubiera usted participado en una tertulia de café de la tarde a la que los limeños, afortunadamente, siguen siendo tan proclives, cualquier peruano le hubiera tachado de desinformado si hubiera pronosticado el retorno de Alan García a la Presidencia de la República, ese mismo señor que nacionalizó la banca, mantuvo instalada a la corrupción, descontroló a la guerrilla y consiguió que la inflación fuera tan alta -más de 800% a principios de los noventa- como impredecible, hasta el punto de que el precio de la cuenta en el restaurante variaba desde el momento de pedir los platos hasta que se pagaba. Pero fíjense ustedes por donde, va y García se hace de nuevo con el poder, de eso hace ya cinco años. Es cierto que algo ayudó la embajada de Estados Unidos, que pocas cosas tiene tan claras como la necesidad de evitar un gobierno populista en Perú. No son elucubraciones; salió publicado en Wikileaks y, por lo tanto, es de conocimiento público.
La victoria de García sobre Humala en 2006 tuvo lugar, además de por no pocas denuncias de fraude, por la posición común entre todos los candidatos del establishment, los principales grupos económicos y los norteamericanos: «Todos contra Ollanta» era el lema. Humala, apadrinado por Chávez -el abrazo del oso-, era conocido desde que hace once años, como militar en activo, realizó un levantamiento en Locumba contra el régimen dictatorial de Fujimori. El salto a la política no tardó en llegar. A través de una propuesta renovadora («La gran transformación» era su lema), propuso una asamblea constituyente (Chile y Perú son los únicos países sudamericanos donde perviven constituciones de las dictaduras) y un nuevo rol del Estado en la economía, y encendió las esperanzas de una gran parte de la población peruana. Prácticamente todo el país votó por Ollanta. Lima, donde se concentra un tercio del voto nacional, inclinó la balanza hacia el líder de la coalición antiollanta, encabezada en ese momento por Alan García.
En esta ocasión, ante el debate de los candidatos presidenciales del último domingo de campaña, era inevitable sentir un déjà vu en las caras y las palabras que plagaron el oscuro plató del Sheraton. La presencia de Toledo, que había desperdiciado la posibilidad de iniciar un cambio desde el fondo cuando asumió el gobierno tras la caída del dictador; la hija de Fujimori, que reivindicaba el papel «histórico» de su padre y pedía la reinstauración de la pena de muerte; Castañeda, exalcalde de Lima, acosado por los numerosos casos de corrupción y destinado a un papel mediocre en el escenario político peruano; el exministro toledista Pedro Pablo Kuzcynski, alias PPK, con nacionalidad norteamericana, representante de la gerontocracia blanca (72 años, uno más de la esperanza de vida en Perú). Y Ollanta Humala. Propositivo, de piel oscura -como el 85% de los peruanos- y de mirada segura. ¿Cómo no recordar al Todos contra Ollanta de las elecciones anteriores?
Mientras Ollanta no despegaba del diez por ciento en todas las encuestas, los candidatos del establishment, seguros de que la amenaza no se iba a repetir, se habían insultado entre ellos, se habían acusado de mil y una perfidias, se habían sacado motes para burlarse unos de otros. Por el contrario, Ollanta había planteado sus propuestas dejando clara la diferencia entre el pasado y el futuro: cambio de la Constitución, más pensiones, más justicia, revolución en la educación. Cuando comenzó a despuntar en las encuestas, pasó a ser el centro de la atención. «La democracia está en juego», diría Toledo, lanzando el mismo mensaje que tan bien le resultó en la época de Fujimori; «sólo yo puedo salvar a la democracia», alegaría Castañeda ante los resultados de las encuestas en una hipotética segunda vuelta. De nuevo, como en el pasado, la política del miedo: detrás de Humala está Chávez. Es un candidato como la sandía: blanco por fuera y rojo por dentro. Un lobo con piel de cordero… Pero en esta ocasión la estrategia no parece que vaya a tener un buen resultado.
Se dice -a veces se acusa- a Ollanta Humala de haber cambiado. ¿Quién no lo ha hecho en el Perú durante los últimos años? Este tiempo ha cumplido objetivos macroeconómicos -crecimiento del PIB, estabilidad de la moneda-, pero la desigualdad es mayor que nunca -un diez por ciento de los hogares peruanos cuenta con menos educación y salud que en 2008-, el hambre aprieta y la corrupción sigue campando a sus anchas. En efecto, Ollanta ha cambiado: ya no discute, sino que propone; ya no va solo, sino en el marco de una coalición progresista -Gana Perú- que habrá promovido a históricos líderes al futuro Congreso; ya no esquiva las acusaciones de injerencia venezolana, sino que las enfrenta: las elecciones de Perú son un tema de los peruanos, ha reiterado. El cambio en Ollanta es indiscutible. Lo que es discutible es la falta de cambio en sus contrincantes, que siguen creyendo en el fomento del miedo para vencer a la voluntad de la mayoría. Seguramente por eso ha ganado Ollanta Humala: porque segundas partes no suelen ser buenas.
Rubén Martínez Dalmau. Profesor Titular de Derecho Constitucional. Universitat de València,
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