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Sobre los disturbios en Gran Bretaña

Los alegres muchachos de Tottenham

Fuentes: Rebelión

La noche del jueves 4 de agosto de 2011, Mark Duggan fue abatido a tiros por la policía en el barrio londinense de Tottenham, en el transcurso de un incidente aún no totalmente esclarecido en el que, por lo sabido más tarde (y contra la versión policial inicialmente difundida), el joven afrobritánico nunca disparó contra […]

La noche del jueves 4 de agosto de 2011, Mark Duggan fue abatido a tiros por la policía en el barrio londinense de Tottenham, en el transcurso de un incidente aún no totalmente esclarecido en el que, por lo sabido más tarde (y contra la versión policial inicialmente difundida), el joven afrobritánico nunca disparó contra los agentes que le mataron. Horas después, la concentración de repulsa que reunió a unos cientos de personas ante la comisaría de Tottenham inició una reacción en cadena de protestas callejeras que han derivado en disturbios muy graves, primero en distintos barrios de Londres y luego en otra media docena de ciudades británicas, con violentos choques con la policía, episodios de vandalismo y pillaje y la muerte de cinco personas (tres atropelladas, una tiroteada y otra apaleada), además de numerosos heridos, unas 3000 detenciones y daños materiales cercanos a los 150 millones de euros. Sólo la llegada a Londres de 16.000 policías, autorizados a emplear cañones de agua y balas de goma contra los tumultos, ha conseguido sofocar esta repentina oleada de violencia contagiosa.

No cabe sino condenar el derramamiento absurdo y cruel de sangre humana que en el transcurso de estos hechos se ha producido. Dicho lo cual, se hace necesario precisar que esta para nada debe asimilarse ni compadecerse con aquella otra condena, mendaz y miserable hasta el vómito, de quienes, como el primer británico David Cameron, su gobierno y sus fuerzas de seguridad (así como la práctica totalidad de la clase política británica, la clase corporativa de la City financiera londinense y aquella parte de la prensa británica que informa a su dictado), no pueden oponer a los vándalos de Tottenham más autoridad moral que la de constituir una trama criminal de rango muy superior, más organizada y mejor armada, acostumbrada a saquear países enteros en lugar de tiendas de ropa y electrodomésticos, y que recuenta sus muertos, no de uno en uno ni de cinco en cinco, sino por muchos cientos o miles, en las muescas de sus teléfonos Blackberry.

Informaba recientemente el diario The Guardian de cómo un soldado británico destacado en Iraq elaboraba y se adornaba con collares hechos con dedos de los iraquíes que su unidad abatía. Es sólo la penúltima noticia de la carnicería infinita iniciada por George W. Bush y lealmente respaldada por Tony Blair (con el apoyo incondicional del entonces opositor y hoy gobernante Partido Conservador) bajo la excusa de la «guerra contra el terror», de cuyas incontables y documentadas barbaries (matanzas, torturas, secuestros, desapariciones,…) el ejército de Su Majestad -otra vez, soportando la «pesada carga del hombre blanco» de la que hablase el apologeta del colonialismo Rudyard Kipling- es plenamente cómplice, tanto en los campos de batalla de Afganistán, Iraq y Libia como en su oscura retaguardia de vuelos secretos y prisiones clandestinas. Una guerra global, permanente e irrestricta «contra el terrorismo» (y de paso, contra la democracia) jaleada entusiásticamente desde los medios de Rupert Murdoch, el magnate de la comunicación que hace pocas semanas comparecía ante el Parlamento británico para tratar de explicar por qué sus empleados pinchaban teléfonos de víctimas de crímenes violentos para conseguir exclusivas de impacto, en un sonoro escándalo que además implicaba, e hizo dimitir, a la cúpula de la policía británica. Un Parlamento docenas de cuyos miembros han sido investigados y sancionados por haber desviado millones de libras del presupuesto de sus oficinas a amueblar sus domicilios particulares o pagar el salario del servicio doméstico, al mismo tiempo que el ejecutivo Cameron lanzaba un salvaje recorte de derechos y servicios sociales básicos sin precedentes en la historia moderna de Gran Bretaña. Una policía que en julio de 2005 ya mató a balazos a otro transeúnte desarmado, el brasileño Jean Charles de Menezes (casualmente o no, tampoco esta vez un anglosajón de clase media), en una supuesta operación antiterrorista que tardó años en esclarecerse y de la que no se derivaron responsabilidades penales para ningún agente o mando policial. Unos servicios secretos británicos que bajo una legislación antiterrorista de inspiración neoconservadora han violentado sistemáticamente los derechos civiles de las minorías raciales y los movimientos sociales (con numerosos casos documentados de espionaje ilegal, amenazas y chantajes) en su «guerra contra el terrorismo».

Y si este es el aspecto moral de la clase política y el aparato del Estado británico, la mirada dedicada al campo corporativo resultará aún más desoladora. En la lujosa City de Londres, capital financiera de Europa y de todo el planeta, operan los ejecutivos de los fondos de inversión que especulan con el precio de los alimentos y causan hambrunas espantosas a capricho en cualquier confín del mundo. También los directivos de las corporaciones de seguridad privada que ya comandan a decenas o cientos de miles de mercenarios («contratistas», en su argot profesional) en Iraq, Libia, Afganistán y otros lugares del planeta, como guardia pretoriana de las empresas transnacionales y escuadrones de la muerte contra la población local. Están los despachos de abogados que negocian y se lucran con los rescates de buques apresados por piratas en aguas del Índico o el Pacífico. Están, por supuesto, los analistas de las tres agencias de calificación que (con manejo de información privilegiada, evaluaciones fraudulentas y posición de cártel monopolista) están ejecutando un masivo ataque financiero contra las economías de la zona euro, lucrando escandalosamente a los grandes fondos de inversión tenedores de deuda pública europea y forzando una serie de recortes sociales sin precedentes que ya están provocando sufrimientos sociales y económicos enormes en países como España, Grecia y Portugal, así como el más completo descrédito moral de las clases políticas, sindicales y mediáticas de todo el Continente. Si existe algo remotamente parecido a un «centro» en la estructura difusa de la globalizada dictadura de los mercados, ese centro está en Londres. Bajo las fascinantes formas arquitectónicas de sus magníficas sedes corporativas, el distrito financiero de la City constituye el más vasto y terrorífico crematorio de carne humana de nuestro tiempo.

«Una parte de la sociedad británica está profundamente enferma», ha dicho David Cameron en una de sus airadas intervenciones públicas durante los disturbios, y resulta justo que sea él mismo quien lo reconozca, porque esa parte es muy sobre todo la que él mismo representa. La misma clase que, además de todos los saqueos y masacres anteriormente descritos, ha promovido -en aras de esa «austeridad» que sirve de dogma teológico central para el poder neoliberal- el tajante recorte de recursos en servicios sociales básicos (sanidad, educación, cultura…) en los barrios en que se han encendido las protestas, que ya soportan índices insoportables de desempleo, fracaso escolar o mortalidad infantil, y que además han sido y son objeto reiterado de episodios de violencia policial brutal e indiscriminada. Es cierto que no podemos solidarizarnos con quien, para expresar su indignación (o con la indignación de otros como coartada) apalea, atropella o dispara a un transeúnte. Pero esta condena no nos convierte en amigos, socios ni aliados de la casta inmunda de oligarcas, bufones y mercenarios que habita la gran corte transversal de la dictadura de los mercados. Hay que lamentar el mucho dolor humano inflingido inútilmente durante estas revueltas y condenar a los crueles descerebrados que lo han provocado. Y también cabe desear que (al margen de los uno, cien o mil indeseables que tristemente se les unieron), esos alegres muchachos y muchachas de Tottenham que noble y valientemente salieron a la calle a pecho descubierto para denunciar el asesinato a tiros de uno de sus convecinos por parte de una policía cruel, racista y corrupta, sean ahora capaces de reflexionar con mayor acierto acerca de las verdaderas causas y alternativas a su sufrimiento, al de sus familias y al de sus comunidades, y puedan así la próxima vez orientar mejor el destino de su ira y de su fuego. Episodios como los de Tottenham a buen seguro se reproducirán durante los próximos meses y años en la propia Gran Bretaña y en otros lugares de Europa, conforme los recortes de derechos sociales y la brutalidad represiva vayan alimentando la locomotora del descontento. Y el papel de las izquierdas ante estos motines no puede ser recomendar a las gentes que permanezcan en sus casas, aplaudir a los antidisturbios o respaldar al poder constituido, sino alentar y acompañar el imprescindible proceso de politización del justísimo descontento de los excluidos del régimen neoliberal, para que la rabia ciega se convierta en sensata indignación, y los inútiles estallidos de vandalismo indiscriminado devengan en insurrecciones eficaces contra esa monstruosa dictadura mercantil que -con un cada vez más fino y caricaturesco maquillaje democrático- padecemos hoy los hombres y mujeres de Europa.

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.