Traducido para Rebelión por Juan Vivanco
Un hilo secreto lleva del Palazzo Chigi [sede del gobierno italiano] al secuestro de Abu Omar, el imán capturado en Milán y torturado en Egipto. Un secreto oculto en una llamada telefónica hecha desde el despacho de Gianni Letta, el poderoso subsecretario al que Silvio Berlusconi puso al frente de los servicios de inteligencia. Hace unos días, como ha podido averiguar L’Espresso, desde ese número interno de la Presidencia del Gobierno alguien llama a la embajada italiana en Belgrado. Tiene muchísima prisa. Quiere hablar inmediatamente con el jefe de seguridad del embajador, un brigada de los carabineros que hasta hace año y medio ha trabajado en la sección antiterrorismo del ROS [grupo operativo especial] de Milán. Curiosa coincidencia: a la misma hora, en la Fiscalía de Milán, el brigada está revelando una de las historias más comprometedoras para el gobierno Berlusconi y los servicios italianos de inteligencia: la verdadera historia del secuestro de Abu Omar.
El suboficial cuenta que en la hora H, más o menos a las 12 del 17 de febrero de 2003, los que abordaron al imán en la calle Guerzoni, a medio camino entre el centro de Milán y las afueras, no eran sólo agentes de la CIA; también participaron en el secuestro unos militares italianos. Lo sabe porque ese día el brigada de los carabineros, cuyo nombre en clave es Ludwig, estaba con ellos.
Se desmontan así tres años de versiones oficiales que, una tras otra, siempre han negado la presencia de italianos en el comando que secuestró a Abu Omar. Empezando por las declaraciones del ministro Carlo Giovanardi, a quien Berlusconi encargó el año pasado que hablase en el parlamento: «Es impensable» dijo Giovanardi en nombre de todo el gobierno «que se haya autorizado de ninguna manera una operación de este tipo ni menos aún que en la misma hayan participado aparatos italianos». El general Niccolò Pollari, director del Sismi (el servicio secreto militar) también ha desmentido categóricamente la colaboración de Italia. Hace unas semanas este mismo general ha vuelto a decir en Bruselas, ante la comisión del parlamento europeo que indaga sobre las operaciones secretas de la CIA: «Nosotros no hemos prestado ninguna ayuda ni tampoco hemos participado ni respaldado este tipo de actividades».
El brigada Ludwig no es el único italiano incluido en el sumario. Se está procediendo a identificar a otros cómplices o testigos; tendrían que ser carabineros, agentes secretos o, como hipótesis más remota, agentes privados contratados para la operación. Pero de momento el suboficial es el único que se expone a ser procesado y encarcelado por secuestro de persona. Porque el mes pasado el ministro de Justicia saliente, Roberto Castelli, ha renunciado definitivamente a presentar en EEUU la demanda de extradición de los agentes de la CIA que operaron en Italia, los 22 agentes usamericanos del comando que secuestró a Abu Omar, cuya detención ya había solicitado hacía un año el fiscal adjunto de Milán, Armando Spataro. El ministro también ha rechazado la solicitud de la Fiscalía de Milán para que se transmita a la Interpol la orden de captura internacional. Gracias a Castello los agentes de la CIA podrán viajar por todo el mundo sin correr el riesgo de que los detengan y entreguen a Italia. Como oficiales públicos, los secuestradores pueden ser condenados hasta diez años de prisión, sin contar las agravantes de las torturas infligidas al imán. ¿Hay un pacto de silencio para que los carabineros y los otros italianos incluidos en el sumario sean los únicos que den la cara? Quizá sea éste el motivo de la misteriosa llamada telefónica hecha desde el número interno de Palazzo Chigi.
Ludwig debe su nombre en clave a su pelo rubio y su aspecto alemán. Después del secuestro de Abu Omar no le fueron mal las cosas: le destinaron al cuerpo de seguridad de la embajada en Belgrado, generalmente reservado a los agentes del Sismi. Pero en la sección antiterrorista del ROS de Milán es donde empiezan y acaban sus días del Cóndor: la participación en la que, por su apodo, ya empieza a conocerse como «operación Ludwig». La sección antiterrorista es la misma que lleva años tras la pista de los terroristas de al-Qaida. Junto con la DIGOS de Milán es uno de los equipos de investigación más activos de Europa. Tras el 11 de septiembre la CIA visitaba con frecuencia las oficinas del ROS, en el gran cuartel situado a una manzana del Palacio de Justicia. El agente norteamericano que hacía de enlace con los carabineros era Robert Seldon Lady, de 52 años, nacido en Honduras y jefe de la CIA en Milán. Era un hombre corpulento, con la barba apenas blanqueada por la edad y unas manos grandes como palas. Lady, Bob para los amigos, figuraba en la lista de los 22 agentes entregada al ministro Castelli y salió de Italia justo a tiempo de evitar ser detenido.
En las investigaciones sobre al-Qaida, entre 2001 y 2004, Bob se puso a disposición de los agentes italianos y proporcionó informaciones, fotografías, micrófonos y tecnología avanzada. También hizo muchos amigos tanto en el ROS y en la DIGOS como entre los agentes de los regímenes norteafricanos que operan en Milán. En 2002, unos días antes de Navidad, les invitó a todos a una fiesta. La cita era en una cabaña reformada que Bob había comprado en las colinas de Penango, provincia de Asti. Le faltaban pocos meses para la jubilación y había decidido quedarse en Italia con su mujer.
Bajo el cielo gris de la tarde los agentes secretos e investigadores del antiterrorismo cruzan el corto camino que lleva de la verja de entrada a la casa. Abrazos, apretones de manos. Felicitaciones y copas de vino del país. Según la podido saber L’Espresso, el brigada Ludwig era uno de los invitados, muy amigo de Bob Lady. También había un capitán de su misma unidad del ROS. Un oficial seleccionado semanas antes por el Sismi como aspirante a los servicios secretos.
¿Es posible que en tres años nunca se percatara de que, con el secuestro de Abu Omar, un brigada y quizá otros subordinados de su unidad se habían puesto a las órdenes de un servicio secreto extranjero? Cuando los espías de Milán se reunieron en la cabaña de Penango faltaban tres meses para la guerra de Irak. Los planes de la invasión ya se estaban ultimando. Y quizá en un cajón de la embajada usamericana de Roma ya había un informe para que Washington diera vía libre a la operación Ludwig. El objetivo tenía un nombre largo: Hassan Mustafa Osama Nasr, nacido en Alejandría el 18 de marzo de 1963. En las mezquitas de la avenida Jenner y la calle Quaranta de Milán le conocían como Abu Omar. El ministerio del interior le había concedido el estatuto de refugiado político y la Digos le seguía los pasos desde hacía tiempo, pues se sospechaba que el imán estaba reclutando combatientes y kamikazes para mandarlos a Irak a una guerra ya inminente. Quizá ese día de diciembre, en su casa del Piamonte, Bob le explicara a Ludwig las intenciones de la CIA. Quizá le contara que Abu Omar planeaba poner una bomba en el autocar de los alumnos del Instituto Americano de Milán, aunque la Digos no ha podido verificar nunca este plan. Bob y Ludwig volvieron a verse en las oficinas del ROS y luego cenaron juntos en casa de Ludwig cada vez que Bob tenía que quedarse en Milán por motivos de trabajo.
El 16 de febrero de 2003, por lo que ha podido saber L’Espresso, los dos van a la calle Guerzoni. Es domingo y hay poco tráfico. Quizá pasan por delante del edificio de la calle Conte Verde 18, donde vive Abu Omar con su mujer Nabila Ghali en un piso que les ha facilitado la mezquita de Jenner. Después de la inspección, Bob le entrega un teléfono móvil a Ludwig y le repite lo que tiene que hacer. El brigada del ROS tiene que abordar a Abu Omar y pedirle la documentación. Nada más. Sólo si la aparición de un coche patrulla o de la policía municipal entorpece la operación, mostrará su tarjeta de carabinero. En cambio, los agentes de la DIGOS ya no son un problema, porque han levantado la vigilancia a Abu Omar hace por lo menos dos meses.
A la mañana siguiente, el 17 de febrero, Ludwig va a la oficina. A todos sus colegas les han mandado a Cremona, a un servicio. Él se queda en Milán y a la hora convenida -cuenta- acude a la cita en moto. Tiene que esperar a su contacto en la plaza Maciachini. Un coche se detiene. El hombre que está al volante, su único ocupante, le llama por su nombre en clave. Es italiano. Ludwig sube al coche. Pasan tres manzanas, giran en la calle Guerzoni y enseguida ven a Abu Omar, que va a pie. Es la hora H. Como en una película de espías, Bob Lady, director de la operación, permanece oculto. El brigada baja del auto y pide la documentación. El imán dice que no entiende. El otro repite la pregunta en inglés. El imán le entrega el pasaporte. De pronto, de una furgoneta aparcada al lado, sale un grupo de hombres. Es posible que alguno sea norteamericano, pero el que da las órdenes es italiano, habla sin acento extranjero. Agarran a Abu Omar, que grita pidiendo socorro. El brigada Ludwig se aparta para no ser arrollado. En menos de 30 segundos la furgoneta sale hacia las afueras. El brigada permanece inmóvil, con el pasaporte de Abu Omar en una mano y el móvil de Bob en la otra. Mete las dos cosas por la ventanilla del coche que le ha llevado hasta allí. El conductor italiano acelera y se va. Poco después suena el móvil personal de Ludwig. Es un oficial de los carabineros que quiere tener noticias de su subordinado. Tal vez sea una coincidencia, pero las antenas de móviles de los tejados del barrio registran la posición, los números y la duración de las conversaciones. En la acera de enfrente una mujer egipcia ha visto a los agentes en acción y se lo cuenta a una amiga. Al cabo de un par de días toda la comunidad árabe de Milán sabe que han secuestrado a Abu Omar. Se pone una denuncia en la Digos. La investigación parece fácil: bastaría con pedirles a Telecom y las demás compañías los datos del tráfico telefónico en la zona a la hora del secuestro. Pero los resultados no llegan hasta octubre y no sirven para nada, porque no se refieren a las llamadas del 17 de febrero sino a las del 17 de marzo. Ocho meses después hay que volver a investigar desde el principio. Los nombres de otros italianos que colaboraron con la CIA podrían esconderse tras los números de teléfono móvil. Sobre todo los que no tenían titular. Una cobertura obtenida gracias a la complicidad de algunas compañías telefónicas. Como ha descubierto L’Espresso, cientos de fichas Sim se entregan periódicamente a los servicios secretos sin ser registradas. Números fantasmas de usar y tirar después de cada operación sucia.
Fuente: L’Espresso http://www.espressonline.it/eol/free/jsp/detail.jsp?idCategory=4821&idContent=1522775&m2s=null
Juan Vivanco es miembro de Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingúística.