La motosierra de Milei no sólo fue un símbolo de los neoliberales de Uruguay, Colombia y otros países. En los 70s fue usada por los militares de Stroessner en Paraguay.
Caaguazú, Paraguay. Marzo-Abril de 1972—En la Capital de la madera, 171 miembros de la tribu Aché son desalojados de sus tierras y llevados a una reserva. Como en Chile, como en Bolivia o como en Brasil, los indios que se resisten son masacrados con machetes, de la misma forma que se limpia el terreno para extender las tierras de los hacendados, vanguardia de los capitales interesados en invertir en la explotación de los bosques y la minería paraguaya. Los machitos son vendidos como esclavos para el trabajo en los campos; las hembritas para placeres sexuales. Como en tiempos de la conquista española, muchos mueren por las pestes de los blancos que sus cuerpos no conocen. El misionero James Stolz observa que, para algunos, tener un indio aché es un signo de estatus, como tener un tigre, porque son más blancos y más feroces que los miembros de otras tribus.
En Asunción deben esperar a que el 21 de enero de 1974 el New York Times publique un artículo sobre esta matanza para darse cuenta de lo que estaba ocurriendo en su país. El régimen del general Adolfo Stroessner le restará importancia al asunto, estimando que se trata de menos de mil indios aché. Además, no pocos ciudadanos tienen una repulsión histórica por los indios de su país indio. El coronel Tristán Infanzón afirma que “en Paraguay no tenemos ningún problema con los indios; ellos representan el cuatro por ciento de la población”. Para el coronel la cosa es obvia: las acusaciones tienen una motivación política de los radicales de izquierda.
Un año antes, en 1971, el antropólogo alemán Mark Münzel había acusado a Stroessner de abusos contra los derechos de los pueblos indígenas, exterminados o desplazados de sus tierras. Pero las naciones civilizadas no reaccionan. En Paraguay no hay comunismo. Paraguay es una dictadura amiga—amiga de Washington, de los capitales, de las transnacionales y del progreso que no mitiga la pobreza pero promueve la violencia.
Más de veinte años atrás, en 1949, el general Stroessner había apoyado el golpe de Estado del general Raimundo Rolón contra el presidente poeta Juan Natalicio González, electo el año anterior, quien en apenas meses en la presidencia había tenido la pésima idea de nacionalizar la American Light and Traction Company (CALT). Finalmente, el 5 de mayo de 1954, Stroessner derrocó al presidente electo Federico Chávez, quien, poco antes, había propuesto armar a la policía nacional e impulsar reformas sociales que fueron del desagrado de los bancos internacionales, como el FMI. Chávez era demasiado nacionalista, que para un país latinoamericano no tiene nada que ver con alguna idea de superioridad racial, propia del Primer mundo; significaba que era, o parecía ser, independentista e insumiso.
De esta forma, y al igual que en muchos otros países latinoamericanos, luego del breve desaliento a las dictaduras fascistas o pronazis en América Latina como consecuencia de la guerra de los Aliados contra el Eje, todo había vuelto a la normalidad y, una vez más, Washington apoyaba de forma abierta y de forma secreta a los dictadores de extrema derecha que, naturalmente, son los protectores de los capitales del Primer mundo. Así se sucedieron golpes de Estado en Guatemala, en Bolivia y en otros países, para restaurar el viejo orden militarista y dictatorial bajo la bandera de la vieja Libertad anglosajona.
El general Alfredo Stroessner, hijo de bávaros alemanes, aficionado al sexo con jovencitas y perteneciente a la clase selecta del país guaraní, había dado asilo a criminales nazis como Josef Mengele, pero esto nunca fue un problema. La CIA se había encargado de enviar a otros criminales nazis a la región como Klaus Barbie, Walter Rauff y Friedrich Schwend para apoyar sus dictaduras amigas. Stroessner será reelecto siete veces como candidato único a la presidencia hasta 1989 sin que se escuchen voces críticas de Washington sobre la “perpetuación en el poder” de su dictador amigo. Por el contrario, no habrá bloqueo ni acoso sino apoyo económico y moral para que se pruebe el éxito social que nunca llegará. Paraguay se convertirá en uno de los países más pobres de América del Sur, pero la literatura de Washington y de los grandes medios internacionales harán que ese dato pase desapercibido. La prensa extranjera más sarcástica definirá su gobierno como “el régimen nazi de los pobres”.
Aparte de los capitales privados, Washington había invertido cientos de millones de dólares para apoyar su dictadura. A cambio, Stroessner ofreció lo que mejor sabía hacer: eliminó la disidencia interna (calificada invariablemente como “comunista” y como “enemigos de la libertad”, según los manuales de la CIA y según los cursos de la School of the Americas) a los pocos críticos que se animaron a de decir algo. Como es natural, durante la dictadura de Stroessner los oficiales paraguayos serán enviados a la School of the Americas en Panamá tanto como en Fort Benning, Georgia, para ser formados, junto con otros futuros dictadores latinoamericanos, en literatura política (según la cual todo activista por los Derechos Humanos es un comunista que, además, debe ser eliminado) y en técnicas de tortura y represión.
También (como Colombia en la guerra de Corea, como Argentina en la guerra de Kuwait) Paraguay había enviado tropas a Vietnam y había apoyado la invasión a República Dominicana en 1965.
Para proteger la libertad en su país, el general Stroessner había impuesto la ley marcial y el Estado de sitio, el que durará más de tres décadas, por la cual las libertades civiles se convirtieron en irrelevantes o inexistentes cuando los acusados no pertenecían a la clase dirigente. Para proteger los intereses de las compañías extranjeras, su régimen continuará desplazando a los comunistas y a los indios sucios de sus tierras improductivas.
Bajo Stroessner, Paraguay participará en la mafia de generales de Chile, Argentina, Bolivia, Paraguay, Uruguay, Brasil y Estados Unidos, conocida como Operación Cóndor, la que eliminará a miles de disidentes desde Washington hasta Tierra del Fuego, pasando por Europa. Sus logros aparecerán flotando en el Río de la Plata, en el Río Paraguay o no aparecerán nunca y se llamarán desaparecidos.
Por supuesto que el sadismo mágico no fue una excepción en Paraguay. Antes de la navidad de 1975, el secretario del partido comunista, Miguel Ángel Soler, será picado vivo con una motosierra y el presidente Stroessner seguirá la escena vía telefónica para su propia satisfacción. Haciendo uso de las novedades tecnológicas de la época, varias sesiones de tortura y asesinato de este tipo serán grabadas para luego ser enviadas a sus familiares.
El 22 de diciembre de 1992 el abogado y docente Martín Almada descubrirá una monumental colección de informes policiales escondidos en un sótano de Lambaré con miles de fichas conteniendo los datos, los métodos de tortura y la ejecución de disidentes. Los documentos probarán la implicación directa de Washington y del Plan Cóndor en el terror impuesto en el Cono Sur durante décadas. Para entonces, más de 70.000 paraguayos disidentes habrán sido asesinados o desaparecidos durante este régimen de terror que Asunción y Washington protegen en nombre de la patria, vida, de la libertad y de los derechos humanos.
De una forma u otra, más aquí o más allá, después de siglos de civilización y progreso, el despojo de tierras, la tortura, el abuso sexual, el genocidio, la muerte y la mentira continúan tan campantes como si nada. De la misma forma que Stroessner es conocido como “El viejito bueno”, Washington continuará siendo el Líder del mundo libre.
Del libro La frontera salvaje: 200 años de fanatismo anglosajón en América latina (2021)
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