Varios intelectuales y activistas de América Latina lanzaron este manifiesto hace unos días. Nos hacemos eco de ello por considerar que apunta en una dirección necesaria de plantearse y por tanto compartimos este texto para buscar la reflexión y el debate, tan necesarios. Pensamos que es un manifiesto para leerlo varias veces, desmenuzarlo y analizar […]
Varios intelectuales y activistas de América Latina lanzaron este manifiesto hace unos días. Nos hacemos eco de ello por considerar que apunta en una dirección necesaria de plantearse y por tanto compartimos este texto para buscar la reflexión y el debate, tan necesarios. Pensamos que es un manifiesto para leerlo varias veces, desmenuzarlo y analizar lo que propone. Gracias a Rossana Reguillo por publicarlo e invitarnos.
INTELECTUALES DE AMÉRICA LATINA HOY LANZAMOS ESTE MANIFIESTO
Reconocer que los seres humanos hacemos nuestra propia historia en circunstancias que no hemos escogido implica asumir el desafío de construir y darle potencia a voces que procuren intervenir en lo que será nuestro futuro. Urge contribuir a edificar nuevas formas de la imaginación porque nuestras economías y nuestras políticas son una encarnación de las coacciones que aceptamos como límites de nuestros pensamientos y aspiraciones. Traspasar las fronteras instituidas, socavar los cimientos sobre los que se erigen las desigualdades contemporáneas, es un desafío colectivo al que deseamos contribuir.
Reconocer que una gran parte de nuestros linajes teóricos, con epicentro en el viejo mundo, son a la vez indispensables e inadecuados para los mundos que vivimos, nos impulsa a multiplicar las redes latinoamericanas y a intensificar los esfuerzos para consolidar una geopolítica del conocimiento sur-sur. Conocimientos que no reniegan de muchos de los aportes decisivos de Occidente pero, al buscar un descentramiento, rechazan toda pretensión de jerarquía y preeminencia. El conocimiento no sólo es situado sino que es terreno de innumerables disputas y tiene efectos constitutivos en el mundo.
Somos plenamente conscientes de las actuales tensiones económicas, sociales y políticas que atraviesan América Latina y nos encontramos heterogéneamente enredadas en ellas. No podría ser de otro modo, ya que renunciamos a forzar una idea uniforme de nuestra región. La potencia política de América Latina no emanará de limitar la conceptualización de nuestra heterogeneidad. Necesitamos multiplicar las articulaciones sin ninguna fantasmagoría unificante. Nuestra apuesta, por tanto, es por un pluralismo contextual situado como una alternativa a los relativismos absolutistas y los totalitarismos hegemónicos. Aunque las definiciones dominantes tienden a sedimentarse y a menudo escapan del orden de lo discutible, los incesantes cambios acicatean los trabajos de la imaginación social. De hecho, el siglo pasado se cerró en un momento especialmente calamitoso para nuestra región, dominada por el neoliberalismo que vino a desarmar algunos de los logros de nuestras sociedades. Con diferencias entre uno y otro contexto, puede afirmarse que el post-neoliberalismo ha sido una nueva tendencia en varios países de la región. Si bien en ciertos países el neoliberalismo mantiene intacta su hegemonía cultural, también es cierto que en otros países ha entrado en crisis. No usamos ese término porque se hubieran revertido las políticas neoliberales en el continente, sino porque su coacción imaginaria -que contraindicaba reclamos de clases, políticas sociales universales, nacionalizaciones y estatizaciones, regulaciones públicas- entró en crisis como única referencia a partir de la cual un discurso público podía pretender audibilidad.
Sin embargo, no compartimos tampoco una misma mirada acerca de los «nuevos gobiernos» o el llamado «giro a la izquierda» sudamericano, ni creemos importante esforzarnos por hallar esa mirada compartida. Cualquier logro en mayor democracia efectiva, mayor soberanía, mayor igualdad, mayor justicia nos resulta relevante, porque nos preocupa la vida real de las personas concretas. Por ello, valoramos y defendemos los complejos procesos históricos que sacuden sentidos comunes, hegemonías culturales, y han hecho posible que un indio, una mujer o un obrero hoy sean presidentes. No porque ellos no puedan equivocarse, sino porque tienen el mismo derecho a acertar y a equivocarse que los varones blancos.
Quienes escribimos este manifiesto hemos percibido de maneras disímiles estos procesos. Nos unen, sin embargo, utopías de una igualdad heterogénea, de una libertad no sólo individual sino de colectividades, de una justicia no sólo como institución, sino como una práctica permanente en la vida cotidiana. Y nos une la convicción de que, para alcanzar igualdades, libertades y justicias, necesitamos mirar, simultáneamente, los imbricados planos de marcaciones de clase, de raza, de etnicidad, de género, de sexualidad, de generación y de lugares. Los modos específicos en que se entrecruzan en cada contexto local, regional o nacional y sus espectros también presentes en nuestras universidades.
La clase, convertida en un fetiche, secuestró los debates intelectuales en América Latina durante varias décadas, pero hoy observamos con preocupación que el descentramiento y su desestabilización como agente prioritario ha conducido a una amnesia de la misma y a minimizar su potencia teórica. En un contexto de hegemonía capitalista a lo largo de todo el planeta, la reflexión sobre las clases sociales sigue siendo urgente bajo la premisa de su involucramiento con otros factores sociales y su inevitable contextualización. No ser deterministas no implica evadir de modo persistente las tendencias y articulaciones históricas concretas, ni desconocer la existencia de confrontaciones que aluden a lenguajes sociales, que corren el riesgo de ser actualmente los clivages negados.
El capitalismo sigue siendo un sistema que genera desigualdad y explotación social, que no respeta nada ni a nadie en su voluntad de expandirse, se alimenta de la violencia y el exterminio de gentes y entornos naturales, instalando subjetividades frívolas basadas en el consumo y en simulacros de todo tipo. Sin embargo, hoy el capitalismo se legitima con la máxima de que la producción y el extractivismo a gran escala son los únicos medios para mejorar la distribución. Es peligroso observar cómo dicho precepto está llegando a naturalizarse. Las miserias cotidianas en América Latina contribuyen paradójicamente a hacer permeable toda épica productivista y extractivista. Es evidente que dicha narrativa es de un cortoplacismo pasmoso. Es cierto que el aumento de los productos exportables puede arrojar algunos beneficios desiguales en las sociedades. Incluso es cierto que si perspectivas neodesarrollistas acentúan políticas redistributivas efectivas los beneficios inmediatos para muchas familias pueden ser significativos. Sin embargo, negar que el productivismo y el extractivismo, con su invisibilización de los efectos ambientales, sociales y culturales, constituyen una nefasta ideología implica resignarse o celebrar los límites de la imaginación política contemporánea.
Esos límites implican creer que la justicia y la igualdad son exclusivamente un problema económico, cuando no puede haber mayor igualdad sin una revolución en las relaciones de clases, en los modos de clasificar a los miembros de nuestras sociedades en términos de sexo y género, en términos de raza y etnicidad, en términos de territorios y tradiciones. Hasta tanto no haya una redistribución del poder y de la imaginación social acerca de las posibilidades de acceso al poder, los enormes y sacrificados logros que nuestras sociedades puedan obtener estarán acotados y serán más vulnerables.
Así, los procesos de exclusión no podemos limitarlos a dimensiones estrictamente económicas o de derechos políticos, dado que comprendemos la sociedad a través de los anudamientos de los significados de las materialidades, las economías de los deseos, las frustraciones y las humillaciones. A nuestro juicio, las distinciones tan habituales entre las dimensiones o esferas -económica, política, social, sexual, cultural- pueden ser consideradas más o menos útiles a la hora de los análisis. Pero es muy evidente que en la vida social estas dimensiones se encuentran imbricadas. El género es también economía; el nivel de ingresos está racializado en nuestros países; la clase es una forma de vida.
Por tanto, para abordar estos procesos de exclusión no son suficientes discursos de la «inclusión» que parcelan el mundo en particularismos y políticas de la identidad fragmentadas que no toman distancia crítica del socavamiento de la potencialidad de las movilizaciones políticas conjuntas debido a las prácticas desarticuladoras que se han objetivado en marcos institucionales y de reconocimiento de derechos.
Las frustraciones de la modernidad eurocentrada que han sido evidenciadas en las últimas décadas han derivado en una serie de apologías a opciones anti-modernas donde indianidades orientalizadas aparecen como salvadores nativos ecológicos y transparentes garantes de privilegios epistémicos y políticos. No puede imaginarse un proyecto democrático que no sea constituido por las perspectivas que han sido subalternizadas por los modelos autoritarios de modernidad, pero las modernidades son mucho más densas y heterogéneas de lo que aparece en las narrativas anti modernas que hoy circulan. Estas desconocen no solo cómo las modernidades son sus condiciones de posibilidad, sino también el horizonte mismo de la ‘política’ y de la ‘utopía’. Más que narrativas que desechan ilusoriamente y de tajo una supuesta modernidad monolítica, necesitamos que las atrocidades civilizadoras que se han impuesto en nombre de la modernidad, no nos lleven a la simplificación de invisibilizar sus contradicciones y potencialidades.
En nuestros mundos académicos se percibe la reemergencia de una asepsia cientificista, que pone el énfasis en la productividad, los índices y otras formas de cuantificación como si tales mecanismos validaran las sospechas de una abstención respecto de las políticas de la teoría y los procesos de transformación social. En sus antípodas se erige una epistemología populista que idealiza los sujetos sociales, abdicando el análisis situado de sus contradicciones y legitimando descontextualizadamente el habla de los subalternos. Una política de la teoría construida desde la periferia requiere de un contextualismo radical que no rinda homenaje ni a la despolitización ni al amor acrítico. Un contextualismo radical que no acate ni desoiga a priori lo que distintos movimientos sociales proponen, sino que se tome tiempo para tomar en serio sus reclamos, para entender qué demandan, por qué y con qué efectos.
Frente a las asfixias de las narrativas teleológicas del pasado que juran certeza de sus propios pronósticos, se ha instalado la moda que coloca en el trono a la incertidumbre y a una concepción de la contingencia que se confunde con el puro azar. Resulta crucial asumir que los derroteros sociales y políticos no son naturales ni necesarios, pero tampoco descarnadamente arbitrarios. Allí la noción de «contingencia» realiza una contribución decisiva que no se confunde con el indeterminismo. El entierro de las nociones de causalidad mecánicas no puede trasladar al basurero de la historia la noción de que los contextos establecen un límite de lo posible, así como instituyen modalidades hegemónicas de confrontación.
El entusiasmo que desató el llamado «giro cultural» de fines del siglo XX, habilitó el pasaje del viejo reduccionismo economicista a un festín de símbolos desustancializados de un nuevo culturalismo. Este reduccionismo a lo cultural dejó de lado la estrecha relación de la significación con la organización de la vida económica y las prácticas políticas. La esterilidad de esta desvinculación confunde una distinción analítica con una distinción ontológica. La clave del estudio de lo cultural está en la búsqueda de las conexiones e influencias de todos los factores de la vida social. El problema es que muchas veces las políticas culturales quedan atrapadas entre una visión sustancialista del arte que lo propone como salvación incuestionable a los vacíos espirituales de la contemporaneidad y una visión instrumentalista que solo intenta medir su impacto económico y sus efectos sociales. El arte y las prácticas simbólicas tienen la valiosa potencialidad de poner en cuestión imaginarios socialmente asentados, aunque no debe olvidarse que también pueden ser vehículos de reificaciones y cerramientos estetizantes.
Los lenguajes del poder son múltiples e intervienen diferencialmente. Pero lo cierto es que las lógicas del sentido común son abordadas, socavadas, enfrentadas no sólo por grandes discursos y grandes obras, sino por el arte, la música, las historias locales, por silencios, por la quietud, por miradas desviadas. Si bien las metáforas teleológicas son muy antiguas, invitan a pensar hacia adelante. Tornan inaudibles las voces de los nostálgicos, de aquellos que sienten en sus cuerpos que todo tiempo pasado fue mejor. Nosotros escogemos mirar hacia atrás pero no con el deseo de regresar. No porque creamos en alguna dura linealidad de la historia. No porque pensemos que exista algún tipo de evolución necesaria. No porque, en sus contextos, no podamos valorar los logros que muchas de nuestras sociedades han obtenido. Sino simplemente porque sabemos que la historia es cambio y que la nostalgia es sólo un modo de intervención para configurar futuros inexorablemente específicos.
La hendidura que erosione esta dicotomía pretende comprender las diferencias contextuales. Necesitamos transformar los horizontes del debate, los límites sedimentados de los modos convencionales de conceptualizar y articular lo social a una nueva imaginación política y social radicalmente contextual de América Latina. Necesitamos confluir y enredarnos con todos aquellos que desde las movilizaciones sociales y las organizaciones políticas, las instituciones universitarias y las diversas formas de producción de conocimiento, trabajan cotidianamente para desestabilizar las certezas de lo inevitable, del cinismo paralizante, en aras de ampliar las fronteras de lo pensable, de lo decible, de lo que es dado hacer y transformar. Multiplicar y potenciar esas capacidades y esas vinculaciones para la construcción de un poder que despliegue una imaginación instituyente, que potencie nuestro sur con otros sures apuntalando las construcciones cotidianas e institucionales de mayor igualdad, democracia sustantiva y justicia social.
Ver firmas impulsoras del Manifiesto en el Blog de Rosana Reguillo: Viaducto Sur