Ponencia en el Simposio Internacional «José Carlos Mariátegui vive entre nosotros», celebrado entre el 12 y el 14 de junio de 2014 en Lima (Perú)
Si como consecuencia de las grandes guerras ocurridas en el pasado, el Siglo XX bien podría ser considerado el Siglo de las armas; por la evolución de la humanidad y los avances de la vida moderna, podría definirse el XXI como el Siglo de las Ideas. Con ellas, la Inteligencia del hombre, más poderosa que las armas, podrá cumplir un papel de primera magnitud.
Mariategui pareció percibir siempre este fenómeno. Por eso atribuyó incidencia decisiva a la ideología en el desarrollo social y en el ascenso de las luchas que asomaron en su tiempo. Tanto en sus escritos referidos a política como sus creaciones vinculadas a la literatura, el arte y otros; el Amauta puso énfasis en el rol de las ideas como fuerza renovadora en nuestro tiempo.
Consecuentemente, buscó afirmar su propio arsenal, a partir de la identificación del proceso concreto, con la evolución del pensamiento humano. El papel de la imaginación, el fenómeno del Mito, la fuerza de las motivaciones espirituales en la acción de los pueblos, estuvo en el centro del interés del Amauta que no perdió sin embargo nunca su amor por el análisis de los fenómenos reales, y que jamás dejó de otear el horizonte con ojo avizor, para precisar el futuro.
Para Mariátegui -lo recuerda en «El Alma Matinal y otras estaciones del hombre de hoy», el mito mueve al hombre. Sin un mito -dice- «la existencia del hombre no tiene ningún sentido histórico»
No contrapone esta base de su filosofía con un proceso social que se desenvuelve como una máquina en el marco de la incesante lucha de clases; sino que le da al pensamiento, a la idea, el lugar que le corresponde para convertirla en un instrumento eficaz para la acción liberadora.
Muchos años más tarde, un hombre de nuestro tiempo -Fidel Castro- diría «Un revolucionario debe darlo todo, estar dispuesto a darlo todo a cualquier precio por un objetivo concreto, por el triunfo de una idea, de una causa»
En otras palabras, la idea, el propósito, el objetivo del hombre -su causa- se convierte en mito. Y a partir de allí asoma como una vigorosa arma en la lucha por un mundo mejor. La inteligencia se pone al servicio de la vida y las ideas pasan a jugar un rol protagónico para la especie humana.
Si algo le reprocha Mariátegui a la burguesía, es precisamente eso, la de carecer de ideas, de no poseer un mito. «La burguesía no tiene ya mito alguno. Se ha vuelto incrédula, escéptica, nihilista». El proletariado, en cambio «tiene un mito: la revolución social».
Aníbal Ponce, quizá el argentino más parecido a Mariátegui por su lucidez y su compromiso con el pensamiento, desarrolla conceptos trasparentes referidos al papel de la inteligencia.
Hablando en 1926 de un incidente ocurrido en Milán cuando el alcalde fascista la ciudad resolvió disolver el Congreso Italiano de Filosofía porque uno de los expositores del evento dijo que «la autonomía espiritual no podía ser amordazada por cuanto el deber de profesores y estudiantes, era únicamente buscar la verdad»; Ponce, criticando acerbamente la inteligencia complaciente, comentó: «Hay algo aún más grave que la humillación de los inferiores: la servidumbre de la inteligencia». Los pensadores deben ser para su pueblo -añadió- «los vigías y los orientadores. Por eso cuando engañan y cuando adulan, su palabra adquiere a veces una repercusión nefasta».
Excelente función que tanto el peruano como el argentino entregaban a los hombres de pensamiento, buscando convertirlos siempre en procuradores del más alto compromiso humano: la lucha contra los mecanismos de horror que intentan maniatar a las sociedades y a las multitudes, para colocarlas al servicio de intereses deleznables. El combate por esta causa, sostiene Mariátegui, es la lucha final en la voz de los pueblos.
Hemos vivido ya una larga experiencia. Y hemos sido testigos de grandes victorias, y también de duras y sorpresivas derrotas. Más allá de identificaciones o diferencias puntuales con el socialismo que se construía en la antigua URSS, nadie puede negar que el país soviético fue, en su momento, un baluarte de los pueblos y un contrapeso seguro a la agresiva voracidad del impero. Cuando hoy falta, la gran potencia hegemónica se siente propietaria de un mundo unipolar y asume como privilegio, la tarea de doblegar la resistencia de pueblos y naciones a partir de una política de horror y muerte.
Quizá sea aún prematuro pretender hacer un análisis de lo ocurrido en el inmenso territorio euroasiático en las dos últimas décadas del siglo pasado. Pero es claro que pudiendo sentirnos identificados, o no, con el legado que entregó a la humanidad la patria de Lenin, con aciertos y errores; no podemos desconocer que de él, fluyen valiosas enseñanzas que hemos podido percibir y asimilar en nuestro tiempo.
Ellas nos permiten enfrentar grandes retos que se nos plantean en el escenario contemporáneo: el papel de las ideas en la hora actual y los elementos básicos del socialismo del futuro, que debe integrar la vida de los pueblos en la perspectiva de la historia. Diseñarlos, es también tarea de la Inteligencia en las condiciones de hoy. Bien podría ser su aporte esencial.
Dos fueron los rasgos distintivos del llamado «modelo» socialista que fracasó en la URSS; Por un lado, fue la expresión de una sociedad casi herméticamente cerrada; y -por otro- erigió al Estado como su protagonista principal.
Hay quienes gustan usar el tema para confirmar la vieja tesis de que no es posible construir el socialismo en un solo país, olvidando que intentarlo en un país o en varios, no es el resultado de una voluntad aislada, sino la expresión de una realidad, que fluye del desarrollo universal de la lucha de clases.
La Revolución Social triunfó en el viejo Imperio de los Zares, pero no en otros países. Algunos de ellos vivieron días inolvidables derivados de la Ola Revolucionaria de los años 20, pero sus procesos sociales fueron finalmente abatidos. Fue la realidad la que impuso a los bolcheviques, en su momento, la tarea de construir el socialismo sólo en su país.
Por lo demás, fue el capitalismo el que quiso aislar al mundo socialista del resto de la humanidad. A esa idea se debió la tesis del «telón de acero» que, en su momento, creyó indispensable levantar Winston Churchill como una manera de separar artificialmente a unos pueblos de otros.
Esa «cortina» obligó al socialismo a construirse de manera autónoma, sin tomar en cuenta el desarrollo de las sociedades más allá de sus confines. Probablemente por eso no alcanzó a percibir en su real dimensión el alto nivel alcanzado por la economía capitalista ni la necesidad de reorientar la suya para no caer presa de una competencia que lo pondría en derrota.
Fueron condiciones materiales del desarrollo de la sociedad, las que dieron lugar a una deformación estatista de la economía soviética. Aunque Lenin alcanzó a darse cuenta de esto y buscó corregir la deformación a partir de la NEP, lo real fue que el Estado se convirtió en a ex URSS en la herramienta única para el desarrollo. Y esto, constriñó severamente su capacidad creadora. Objetivamente, el Estado bloqueó todas las posibilidades de una sociedad que pudo haber florecido mejor.
El papel del Estado en la economía soviética no solamente impidió competencias fundamentales que podían estar en ámbitos privados, sino que, adicionalmente, dificultó a los ciudadanos atender requerimientos de poca monta que habrían podido ser absueltos sin resentimiento alguno para el modelo en marcha.
A esto hay que añadir la tendencia a invertir inmensos recursos en la carrera espacial, cuando las necesidades elementales de la sociedad soviética estaban aún lejos de ser atendidas y subsanadas. Gastos militares y presupuestos infinitos para la ayuda exterior -la solidaridad indispensable con pueblos y países- hicieron el resto.
No se puede negar que el régimen socialista en la URSS y en los países de Europa del Este cayó por sus propios errores y deformaciones, pero también por limitaciones del mismo esquema social que les dio origen. Además, por cierto, por el trabajo incesante el enemigo externo, que no descansó nunca promoviendo elementos de dispersión y disonancia que afectaron severamente la sociedad socialista en construcción.
Estos factores, en su momento, fueron percibidos por los más lúcidos exponentes del pensamiento revolucionario. Es clásica ya la carta, elaborada por Antonio Gramsci y que los comunistas italianos enviaron a mediados de los años 20 del siglo pasado a la dirección del Partido Comunista Soviético con referencia a su crisis interna. Pero es notable también el conjunto de apuntes que en diversos países expresaron la preocupación de hombres y pueblos ante fenómenos poco comprensibles.
Mariátegui tuvo una impresión clara de lo que debía ser el socialismo. Lo definió en distintas ocasiones y variados escenarios. Pero no perdió de vista nunca el hecho que la teoría de la transformación revolucionaria de la sociedad no debía salir de los libros, sino de la realidad. «Sólo el conocimiento de la realidad concreta puede darnos una base sólida para sentar condiciones sobre lo existente, permitiendo trazar las directivas de acuerdo con lo real», dijo el Amauta en uno de sus trabajos fundamentales, el referido al problema de las razas en América Latina.
Para el Amauta, el trípode del socialismo podía definirse como la integración de vértices complementaros: ética política, inteligencia para el análisis y dominio de la realidad. Todo eso, naturalmente, en el marco de una ideología, es decir, de una concepción del mundo y de la vida.
De ese modo fue como Mariátegui estudió y asimiló la realidad continental y el sentido de nuestras tareas. Estaba convencido que «los pueblos de América española se mueven en una misma dirección. La solidaridad de sus destinos históricos no es una ilusión de la literatura americanistas -dijo- Estos pueblos, realmente, no sólo son hermanos en la retórica, sino también en la historia».
Conceptos extraordinariamente semejantes a estos, podemos encontrarlos en la literatura política de Venezuela Bolivariana de nuestros días, pero también en los discursos de los mandatarios progresistas de la región. De una u otra forma, Evo Morales, Daniel Ortega, Rafael Correa, Nicolás Maduro, José Mujica, Cristina Kichner, Dilma Rouseff, Michele Bachelet y otros, dicen lo mismo cuando se trata de hablar del proceso continental y de la lucha que se libra hoy en nuestro continente contra el poder del Gran Capital y la política del Imperio.
Es esa voluntad integradora, la que se suma a la decisión irrevocable de transformar la realidad que nos agobia, y forjar un orden social nuevo, más humano y más justo; la que constituye el cimiento del socialismo del siglo XXI. De esa cantera saldrá el nuevo modelo social que habrá de construirse en el futuro.
¿Cómo será el socialismo del siglo XXI? Esa es una pregunta que aún no se puede responder porque no existe un proceso acabado. Por lo demás, nunca acabaran los procesos que se desarrollan en nuestro continente, por una razón muy simple: la historia no se detiene. En la medida que avancen las edificaciones ideológicas y políticas de los pueblos, irán también asomando nuevos retos y nuevas posibilidades para la evolución del hombre y de su pensamiento.
Hay, sin embargo, bases para definir algunos criterios. La Integración de las poblaciones latinoamericanas y caribeñas, será el eslabón principal en la nueva modalidad de desarrollo y en la afirmación del futuro. Nuestros países marcharán hacia la unidad continental, de la que tan sabiamente son hablara Bolívar. «Unidad, Unidad, Unidad, debe ser nuestra divisa».
Esa unidad, que será sn duda un largo proceso, sólo culminará cuando hombres y pueblos se sientan en capacidad de atender y resolver los grandes requerimientos, heredados del pasado.
Por lo demás, el socialismo del futuro implicará, en todos los casos, un cambio de clases en la conducción de los Estados. No podrán ser las costras burocráticas de antaño, ni sus partidos y movimiento obsoletos, los que tengan en sus manos las riendas del Poder en nuestras naciones. Estas fuerzas ya están condenadas por la historia y marcharán hacia su extinción. Hacia delante, el rol conductor de las sociedades en nuestro continente tendrá que estar, ineluctablemente, en manos de los trabajadores.
El término «trabajadores» debe ser, por cierto, evaluado con amplitud. El desarrollo científico técnico y la evolución de las sociedades, ha cambiado la composición de las clases, aunque no ha variado su esencia. Del mismo modo cómo la clase obrera que tomó el poder en la Rusia de los Zares en el año 17 del siglo pasado, no era igual a la Clase Obrera de la Comuna de París, en 1871; así tampoco la clase obrera de nuestro tiempo es igual a la del pasado. Por eso el término «trabajadores» luce más amplio, aunque no aspire a representar en términos puntuales a lo que históricamente se denominó «proletariado». Hoy, Clase Obrera, Proletariado y Trabajadores, asoman como expresiones en lo fundamental, equivalentes.
El nuevo orden social tendrá la posibilidad de expresarse mediante distintos caminos. Predominarán, sin embargo, las formas democráticas de gestión gubernativa, razón por la que las fuerzas más avanzadas se verán ante el apremio histórico de compartir, en un buen estrecho, posiciones de poder con las fuerzas que vayan siendo desplazadas. Un periodo de aguda confrontación y dura luchas de clases se escenificará en distintas modalidades en cada uno de los países de la región, lo que obligará a los pueblos a construir estructuras de Poder con genuino sustento popular. La Venezuela de hoy, lo confirma.
Esto nos lleva, en todos los casos a comprender la naturaleza de las fuerzas que objetan los cambios. Ellas, responden a los intereses históricos de las clases parasitarias que durantes siglos fueron dominantes. Pero en ningún caso podrán batirse solos contra los pueblos de modo exitoso para sus egoístas propósitos. Se cobijarán siempre a la sombra del Imperio y contarán en todos los casos en apoyo de éste. Esa realidad derivará en una constatación ineludible: nuestros procesos tendrán un claro sesgo antiimperialista. El antiimperialismo será el gran instrumento aglutinador de pueblos y naciones en lucha por la defensa de nuestra Independencia y Soberanía.
En estos países, el Estado tendrá que definir su rol, pero éste será sin duda, protagónico para el desarrollo. En otras palabras, el Estado deberá orientar y regular la economía, tener bajo su conducción áreas estratégicas y reservar para sí los esquemas de planificación del desarrollo, que no podrán quedar bajo conducción privada. No será omnipresente, pero tampoco inerte.
La nueva modalidad de gestión estatal, deberá ser eminentemente participativa. La vida ha acabado ya con los esquemas burocráticos del pasado, con formas anodinas de gestión y con las pautas elitistas que caracterizan aún la administración del Estado.
El sesgo común para todos, será el desarrollo de políticas inclusivas, que respeten la multiculturalidad, que sientan como suyas los legados de las culturas originarias y que respeten e integren a las poblaciones nativas, en todos los niveles de la gestión gubernativa.
La eficiencia en la gestión pública y la acrisolada honradez de funcionarios y dirigentes, será, por cierto, un requisito fundamental hacia delante. La etapa en la cual pequeñas camarillas de Poder hacían de las suyas, saqueaban el Estado y se enriquecían a costa de las grandes mayorías nacionales, quedará en el recuerdo como el espectro de un pasado vencido. Y las nuevas generaciones tendrán que aprender -como lección suprema- la idea que ética y política son expresiones siamesas. En palabras del Libertador, «Moral y Luces, serán los polos de nuestras Repúblicas».
En el mundo futuro, los pueblos estarán imbuidos por los más altos ideales. Como parte del acopio de pensamientos y acciones, estará, sin duda, el ejemplo de quienes lucharon en distintas épocas por afirmar los derechos de las poblaciones de nuestro continente, desde los años de Hatuey, Manco Inca y Caupolicán; hasta nuestros libertadores a partir de Tupac Amaru, y hasta San Martín, Bolívar y Antonio José de Sucre. Todos ellos alimentarán nuestra sociedad del futuro. Todos recordarán, entonces, lo que decía José Carlos Mariategui: «A Norte América capitalista, plutocrática, imperialista, solo es posible oponer eficazmente una América, latina o íbera, socialista».
Y con el Amauta en septiembre de 1928, diremos: «No queremos, ciertamente, que el socialismo sea en América calco y copia. Debe ser creación heroica. Tenemos que dar vida con nuestra propia realidad, en nuestro propio lenguaje, al socialismo indo-americano. He aquí una misión digna de una generación nueva». Muchas gracias
Gustavo Espinoza M. Presidente de la Asociación Amigos de Mariátegui
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