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Mario Vargas Llosa, Perú y la doctrina del «mal menor»

Fuentes: Rebelión

Estos tiempos postmodernos de relativismo absoluto, de conceptos líquidos y maleables, de criterios volubles y categorías difusas, cuyo objetivo no es otro que sembrar confusión con intenciones de dominación, se han visto enriquecidos con una nueva aportación: la doctrina del «mal menor». Si bien esta expresión es casi ancestral y remite a la idea -por […]

Estos tiempos postmodernos de relativismo absoluto, de conceptos líquidos y maleables, de criterios volubles y categorías difusas, cuyo objetivo no es otro que sembrar confusión con intenciones de dominación, se han visto enriquecidos con una nueva aportación: la doctrina del «mal menor».

Si bien esta expresión es casi ancestral y remite a la idea -por otra parte lógica- de que, entre dos males, siempre será mejor optar por el que menores consecuencias genere, su traslación a la escena política y su reiteración entre los reproductores de realidades artificial e interesadamente construidas ha adquirido una singular relevancia antes y tras la segunda vuelta de las elecciones peruanas.

La alternativa que se planteaba entre Alan García y Ollanta Humala y el temor a que los desheredados del Perú pudieran elegir a este segundo y, con ello, a un Presidente que les prometía algo similar a lo que Chávez en Venezuela o Morales en Bolivia están ofreciendo a sus pueblos -esto es, la recuperación de su dignidad como ciudadanos y el acceso a los réditos de las riquezas naturales de las que son propietarios pero de las que en poco se benefician-, sembró el pánico entre la oligarquía local, ramificación nacional del capital colonial transnacional que sigue dominando Perú.

Ante esta disyuntiva, y dado el historial que acompañaba a Alan García, era necesario generar argumentos que justificaran lo injustificable: pedir el voto para un candidato con una infausta, desastrosa e indecente gestión del país durante su anterior mandato presidencial entre 1985 y 2000.

Es ahí donde surge el planteamiento de que, a pesar de su historial, el voto por Alan García era un «mal menor» frente a la posibilidad de que las elecciones fueran ganadas por su oponente, Ollanta Humala, siendo su eximio proponente y defensor el escritor peruano Mario Vargas Llosa.

Aparece así, por arte de birlibirloque, la engañosa doctrina del «mal menor» entre dos opciones que en absoluto son asimilables porque, si de la incapacidad de García hay constancia manifiesta, de Humala sólo cabía el prejuicio infundado, el juicio de valor tendencioso sobre un futurible y no sobre un registro histórico. De García sabemos que fue un mal para Perú y no hay dudas al respecto; pero a Humala se le niega la posibilidad de demostrar sus dotes de gestor, atribuyéndosele una menor capacidad aún que quien no tuvo ninguna, Alan García, sin más justificación que el convencimiento y la creencia y, sobre esa base, reclamando que el resto del electorado lo asuma como un acto de fe. ¿Cabe mayor desfachatez?

Un «mal menor» hubiera sido optar entre Toledo frente a García; o entre García frente a Fujimori; pero no entre García y quien no ha conocido gobierno, en este caso, Humala. Porque, puestos a ser maliciosos, ¿a quién hubiera debido considerarse como el «mal menor» cuando Vargas Llosa se enfrentó a Fujimori en las elecciones de 1990?

Cuando no se puede argumentar basta con pontificar

¡Qué duda puede caber a estas alturas de que la doctrina caló entre el electorado y tuvo su efecto! Alan García es el nuevo Presidente de Perú tras una apretada victoria electoral ante Ollanta Humala. El advenedizo estuvo a punto de arrebatarle la Presidencia al «pestoso» García (¿qué otro epíteto puede utilizarse si no para un candidato al que sus electores votaron «tapándose la nariz»?).

Y para que el nuevo Presidente no vaya a cometer los mismos errores del pasado, las advertencias, revestidas bajo el ropaje más amable del consejo, no tardaron en llegar.

En concreto, el propio Mario Vargas Llosa lanzaba esos avisos para navegantes en su artículo «La segundad oportunidad» publicado por El País el pasado 18 de junio.

En ese texto, el escritor realizaba un análisis se supone que pausado, porque habían transcurrido ya un par de semanas desde las elecciones peruanas, pero que, sin embargo, rezuma la visceralidad del neoliberal converso, el rencor de quien quiso y no pudo, la intolerancia de quien contempla lo diferente como inaceptable. En definitiva, uno de esos artículos que no tienen desperdicio y que, frente al respeto que merece el escritor cuando se dedica a la literatura, despiertan el repudio cuando desgrana sus opiniones políticas.

Y, así, Vargas Llosa comienza el artículo planteando que las elecciones en Perú constituyen, ante todo, «un serio revés para Hugo Chávez, el cuasi dictador (sic) venezolano».

De entrada, resulta sorprendente que un artesano de la palabra, un escritor de su prestigio y solera, utilice el término «cuasi» dictador para referirse al Presidente del país que mayor número de procesos electorales democráticos ha ganado en la región con el aval de limpieza otorgado por toda la comunidad internacional que, invariablemente, ha estado presente en cada uno de esos comicios.

Además, ¿qué es un «cuasi dictador»? ¿Un dictador pequeñito? ¿Un dictador a medias? ¿Un dictador sin poderes extraordinarios? ¿Un dictador que dicta pero al que nadie obedece? ¿Un dictador que quiere y no puede? Igual mereceríamos alguna explicación de Vargas Llosa sobre tan novedoso concepto político.

Pero, al plantear la cuestión en estos términos, el escritor también olvida que los procesos electorales de la magnitud de una elección presidencial son importantes, ante todo, para el país que los celebra y, aunque tengan repercusión internacional, su trascendencia debiera quedar minimizada por las consecuencias que la elección tendrá sobre la cotidianeidad de la ciudadanía. La principal preocupación de Vargas Llosa parece ser, más allá de la victoria de Alan García, el que Chávez no haya visto satisfechas sus expectativas de que se produjera un giro hacia un gobierno de izquierdas en Perú. Como en casi todo en la vida: cuestión de prioridades.

Una vez proclamada la que considera que ha sido la victoria de Perú sobre Chávez y «sus ambiciones megalómanas», lo siguiente es felicitar a los votantes de Lourdes Flores que apoyaron a Alan García porque, en su opinión, «han hecho bien», a pesar de que «en la memoria de todos está todavía fresca la catastrófica gestión» de éste.

Y es que, reconocida la evidencia del desastre que supuso para Perú la gestión de García, Vargas Llosa tenía que ofrecer alguna razón para justificar su posición y no la encuentra más que en la aseveración de que «el líder aprista respetó en líneas generales la democracia» y que, sin embargo, con el comandante Ollanta Humala en el poder, tenía «la seguridad casi absoluta de que la frágil democracia que tenemos los peruanos se hubiera desintegrado una vez más».

Al igual que García reclamaba de sus votantes una segunda oportunidad basándose en que había aprendido de sus errores anteriores -y los peruanos así debían creerlo-, el insigne escritor justifica su posición sobre la soberbia que subyace en los actos de fe cuando se utilizan como argumentos. Y, de esa forma, cuando no encuentra razones para defender su posición, Vargas Llosa se permite el lujo de pontificar sin más.

Pero es más, para Vargas Llosa, García debe ser el presidente que realice la transición definitiva de Perú hacia una sociedad avanzada y, como ejemplos de transiciones exitosas, no se le ocurren otras que las de Chile y España. Transiciones en las que, como escribía Santiago Alba, los torturadores, por un lado, y los herederos de los vencedores de una guerra civil, por otro, se avinieron a perdonar a los torturados y a los vencidos, a los represaliados, a los exiliados, a los humillados con el fin de configurar un sistema que, bajo una pátina aparente de democracia formal, sólo tolera la posibilidad de votar a partidos funcionales al mantenimiento y profundización del sistema capitalista[1]. Las transiciones de Chile y España son, en ese sentido, ejemplos paradigmáticos de transformaciones que configuran estructuras políticas puestas al servicio de la economía capitalista y de la impunidad de los que durante decenios violaron las libertades y derechos más básicos de la mayor parte de la población. Y, como tales, así son ofertadas en el mercado mundial de lo políticamente correcto y deseable, lugar en el que Vargas Llosa se desenvuelve «como pez en el agua».

Las realidades de Perú que Vargas Llosa parece desconocer

Lo que Vargas Llosa se niega a aceptar es que los peruanos estén dispuestos a rechazar ese tipo de democracia en la que él tan ciegamente cree. Una democracia que se limita a transferir migajas hacia las clases populares de Perú; esas que se han movilizado en torno a la figura de quien les ofrecía algo diferente porque lo que les ofertaba García, con el respaldo de Vargas Llosa, es precisamente lo que hasta ahora han tenido y que tan mal les ha resultado.

De ahí la agresividad que acabó adoptando el debate electoral en torno a la figura de Chávez como referente último de Humala. Los peruanos son conscientes de que en Venezuela están ocurriendo cambios que, en mayor o menor grado, posibilitarán la construcción de una sociedad diferente basada en reglas políticas y económicas distintas. Son cambios que, efectivamente están «empoderando» a las clases populares venezolanas más allá de esa limitada concepción revestida de florida retórica que emplea el Banco Mundial para, en última instancia, solicitar elecciones libres y políticas asistencialistas a los gobiernos con problemas de desatención de las necesidades básicas de sus poblaciones.

Darle poder a los pobres sólo puede significar otorgarles poder de decisión hasta sus últimas consecuencias y eso incluye la posibilidad de romper con las reglas del juego precedentes y construir un nuevo marco de relaciones de convivencia a todos los niveles.

Porque, además, los peruanos, como antes los venezolanos o los bolivianos, tienen razones más que fundadas para repudiar la democracia formal en la que aparentemente viven. Algunos datos que ofrecía el último Latinobarómetro, elaborado por una institución independiente a partir de más de 19.000 encuestas en 18 países de América Latina, y que Vargas Llosa parece desconocer, dan fe de ese hastío.

De entrada, los peruanos son los latinoamericanos que más desconfían del mecanismo democrático más básico, las elecciones. Así, tan sólo el 13% de ellos considera que los procesos electorales en los que participan son limpios; pero, además, más de la mitad (el 51%) estima que las elecciones no sirven para cambiar nada o, lo que es igual, la mayoría del país rechaza, por inútil, el sistema democrático formal en el que tanto confía Vargas Llosa.

Pero, más grave aún es que la situación de impotencia con el sistema democrático es tan elevada que un 52% de la población apoyaría un gobierno militar que, al menos, contribuyera a mejorar su situación económica.

De hecho, tan sólo el 40% de los peruanos creen que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno y sólo el 13% está satisfecho con el funcionamiento del sistema democrático en su país. Y es que difícilmente puede ser de otra forma cuando, por un lado, la aprobación popular del máximo representante político del país, el presidente saliente Alejandro Toledo, era la más baja de toda América Latina (el 7% en el momento de su salida); y, por otro lado, el aparato institucional del Estado se percibe como un nido de corrupción, tal y como lo refleja el hecho de que los peruanos consideren que, de cada 100 funcionarios públicos, 74 son corruptos o que tan sólo el 10% estime que los impuestos recaudados serán gastados adecuadamente.

Pero la desconfianza y el descrédito no se limitan tan sólo al terreno de la política. La economía de mercado, el otro gran pilar del discurso neoliberal de Vargas Llosa, también es objeto de rechazo por la mayor parte de la población.

Así, tan sólo el 12% de los peruanos -adviértase la coincidencia con el porcentaje de los que están conformes con la democracia en su país; probablemente, serán los mismos- se muestra satisfecho o muy satisfecho con la economía de mercado. Nada de extrañar si se considera que, precisamente, la profundización en los procesos de mercado, la apertura desaforada de la economía peruana o el desprecio por las formas tradicionales de producción acontecidos en los últimos años en Perú han dado lugar a que el 67% de la población considere que sus padres vivían mejor que ellos. ¡Todo un avance!

La intensidad que ha tenido la internacionalización de la economía peruana y sus efectos sobre las condiciones de vida de la clase trabajadora -¡para qué hablar ya de los empleados en el sector informal, de los desempleados o de los directamente excluidos de la actividad productiva!- son igualmente reveladores acerca de lo que piensan esos trabajadores con respecto a la economía de mercado: sólo el 5% de los peruanos siente que las leyes laborales de su país protegen su condición de asalariado y el 79% de los trabajadores está preocupado o muy preocupado por quedar en desempleo en los próximos dos meses.

Pero es que hay más. Y es que, mientras Vargas Llosa considera que la solución de los problemas de Perú pasa por la intensificación de la apertura económica y la profundización en los mecanismos mercantiles, resulta que prácticamente la mitad de los peruanos (el 49%) da la espalda a su planteamiento y considera que la empresa privada no es necesaria para el desarrollo del país. Y, además, todo ello se redondea con el dato de que casi el 70% de la población estima que las privatizaciones de empresas estatales no han sido beneficiosas para el país.

Frente a estos datos, reflejo de la voluntad de los ciudadanos de su país, Vargas Llosa no ofrece más que la consabida retahíla de su rancio discurso neoliberal. Un discurso que, tras su mecánica aplicación durante los años de mandato de Fujimori y Toledo, ha concedido una elevada estabilidad macroeconómica a Perú a cambio de la pervivencia en la pobreza de 14,5 millones de peruanos de una población de 27 millones.

Una estabilidad que permitía que, al tiempo que la economía crecía durante los años de Toledo a un promedio del 5%, el número de pobres se redujera tan sólo a poco más del 2% anual y que, en las regiones más pobres, aquéllas de población mayoritariamente indígena, como Huancavelica, incluso aumentara en un 4% anual. En esa región, por ejemplo, el 97% de los niños menores de 11 años viven en la pobreza.

Una estabilidad lograda al coste de que el gasto social del gobierno peruano sea de 170 dólares per cápita cuando el promedio de Latinoamérica es de 610 dólares.

Ésta es la estabilidad que tan querida le resulta a Vargas Llosa y la realidad que tan sangrantemente parece desconocer cuando, desde el cinismo, pide el voto para y defiende la elección de quien forma parte de la oprobiosa historia reciente de Perú… ¡Si Mariátegui levantara la cabeza!

Alberto Montero Soler ([email protected]) es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga y colaborador habitual de Rebelión.



[1] Santiago Alba Rico, «La pedagogía del millón de muertos». http://www.rebelion.org/noticia.php?id=32765