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Reunión de Jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea

Merkel y Sarkozy llegan a la cumbre sin los deberes hechos

Fuentes: Gara

La tercera fase de la Unión Monetaria trajo la moneda única y unas condiciones de convergencia basadas en dos objetivos: que la tasa de endeudamiento no superara el 60% del PIB y que el déficit fuera inferior al 3% del PIB. La tercera fase llegó, pero los objetivos se fueron al garete. Por eso necesita el euro entrar en la cuarta fase, la que garantice su futuro. Alemania tiene un plan, pero llega sin los deberes hechos a la cumbre. Se anuncia otra noche toledana en Bruselas pero, sobre todo, se anuncia una negociación durísima para los próximos meses y años, si finalmente, como parece, la reforma de los tratados se hace en dos fases.

La disciplina fiscal en la Unión Monetaria exigida por la reforma de los tratados pactada en Maastricht, que cuenta con instrumentos de control y sanción, saltó por los aires en cuanto la crisis reventó en 2008. La Unión Europea ha necesitado casi cuatro años para llegar a un Consejo Europeo en el que puedan sentarse las bases de la cuarta fase de esa Unión Monetaria, la que permita reforzar la arquitectura institucional.

Pero esa arquitectura institucional reforzada de la zona euro, que en teoría deberá salir de la reforma parcial de los tratados que se nos anuncia, arroja hoy más preguntas que respuestas, más dudas que certezas sobre su configuración final y su imbricación en la actual arquitectura comunitaria a 27. ¿Cómo va a encajar la cumbre semestral de jefes de Estado y de Gobierno del euro que se nos anuncia con los actuales consejos europeos? ¿Cómo se ensamblarán los gabinetes de crisis mensuales de los ministros de Economía y Finanzas de la zona euro con los consejos de ministros del ramo a Veintisiete? ¿Qué pintará la Comisión Europea en esa cuarta fase de la Unión Monetaria? ¿Qué papel tendrá el Parlamento Europeo, que puede ser el gran damnificado de este proceso, en esa «nueva» zona euro?

Las líneas maestras del plan Merkel-Sarkozy son conocidas, aunque ayer trascendieron algunas ideas nuevas que, previsiblemente, saltarán a la mesa de negociación en este Consejo Europeo, como la instauración de esa cumbre semestral de jefes de Estado y de Gobierno de la zona euro que se sumará a las reuniones mensuales de lo que algunos llaman ya el «Gobierno del euro» mientras dure la crisis (es decir, un gabinete de crisis permanente en toda regla) y la creación de un presidente permanente de los «consejos europeos del euro» (¿desaparecerá entonces el puesto de presidente del Eurogrupo? ¿Cómo encaja ese nuevo puesto con el de Herman Van Rompuy, que en teoría debía presidir esas cumbres del euro, y el del anunciado supercomisario de Economía encargado de coordinar las relaciones entre los 27 de la UE y los 17 del Eurogrupo, reservado ya para Olli Rehn?). Se nos anuncia, además, un «eurogrupo ministerial» que asegure la aplicación de las decisiones adoptadas en las cumbres del euro.

Una cumbre de alto riesgo

Son demasiadas preguntas para un Consejo Europeo de alto riesgo. Angela Merkel y Nicolas Sarkozy llevan un año pergeñando las condiciones de esta cuarta fase de la Unión Monetaria, y lo previsible es que saquen adelante su propuesta, con las enmiendas o cambios que estén dispuestos a aceptar. En la intensa ronda llevada a cabo estos últimos días con los embajadores permanentes de los estados ante la Unión y con algunos gobiernos, Van Rompuy, siguiendo las directrices de Merkel y Sarkozy, ha arrancado un consenso suficiente para sentarse ante la mesa con ciertas garantías.

Pero no con todas; ese consenso básico no garantiza un compromiso absoluto y vinculante sobre todos los detalles aún pendientes de negociación y acuerdo, y en la Unión Europea, quizás como en ningún otro lugar, el diablo está en los detalles, y a la Unión le cuesta un mundo cerrar las negociaciones, como demostró en Lisboa.

Que la arquitectura del euro (y la del conjunto del entramado comunitario) tiene lagunas, y hasta océanos, es obvio… y antiguo: buena parte de lo que está pasando ahora estaba, si no previsto, sí anunciado, y la mayoría de los puntos que hoy parecen tan novedosos se hallaban ya en el debate en torno al Tratado de Maastricht. De hecho, el debate doctrinal en torno a algunos de los elementos que ahora están sobre la mesa de negociación están ahí desde finales de los ochenta, cuando se discutía, por ejemplo, sobre la conveniencia o no de que la Unión Económica y Monetaria necesitase para su buen funcionamiento la imposición de restricciones a la libre articulación de las políticas presupuestarias de los estados miembros.

Lo que entonces argumentaban quienes defendían ese control sobre los presupuestos estatales es, en buena medida, lo que ha sucedido ahora: gobiernos insolventes, crisis de deuda pública y riesgo de impago.

El problema es que la Unión Europea, al menos su zona euro, ya no puede retrasar más su estabilización, como sea, ante las perturbaciones existentes.

Se asegura ahora que vamos hacia una unión fiscal, y que eso será un instrumento clave para lograr esa estabilización, pero ya en los noventa se aducía que ni tan siquiera las restricciones fiscales tendrían por sí mismas fuerza suficiente para evitar déficits excesivos. Quiere decirse con este apunte que este debate no es nuevo, que la Unión lleva muchos años inmersa en esta disputa y que ha perdido mucho tiempo en una batalla en la que, finalmente, perdió de vista la realidad, lo que se avecinaba.

Los hechos han revelado como inútil, o insuficiente, la mera imposición de límites cuantitativos sobre el déficit público (3% del PIB) y sobre la deuda pública (60% del PIB) fijada en el Tratado de la Unión Europea, firmado en Maastricht en febrero de 1992. Su incumplimiento, pese a los instrumentos sancionadores y de control existentes, fue tan masivo que dejó éstos obsoletos o, cuando menos, claramente insuficientes.

De ahí que sean los hechos los que estén forzando la máquina comunitaria (la de la zona euro, al menos) para pasar a la cuarta fase, a la fase que esboce el camino hacia una arquitectura política que acompañe a un gobierno económico y monetario más obvio y, sobre todo, eficaz. Pero esto quedará, sin duda, para una reforma posterior.

¿Es necesaria la reforma?

Seguramente, no. Técnicamente, los tratados ya ofrecen las posibilidades suficientes para que Angela Merkel y Nicolas Sarkozy aprieten el acelerador para imponer, con algunos retoques, los criterios de estabilidad y convergencia. Herman Van Rompuy insistió ayer en que no todas las soluciones pasan por una reforma de los tratados que obligue a un incierto y seguramente largo proceso de ratificación. Van Rompuy teme, además, que una negociación en torno a una reforma en profundidad puede abrir una brecha enorme en el seno de la Unión a Veintisiete, con unas consecuencias hoy impredecibles, pero en cualquier caso serias.

Pero la cuestión es que Berlín quiere, o necesita, un mensaje político de calado. El incumplimiento masivo de los criterios de convergencia enterró los mecanimos de control y sanción ya existentes, lo que obliga a cambiar el método y, sobre todo, a flexibilizar la adopción de decisiones para poder imponer, precisamente, el cumplimiento de esos criterios, o si no… Ese «o si no…» es, en buena parte, lo que se comenzará a discutir en la cena de hoy. El plan Merkel-Sarkozy habla de sanciones automaticas y de la capacidad o competencia del Tribunal de Justicia Europeo sobre los presupuestos de los estados miembros, pero no termina de cerrar o dar cuerpo a esa amenaza.

Mayorías cualificadas

Una de las dos cuestiones básicas que sobrevolarán sobre este Consejo Europeo será, precisamente, cómo será ese mecanimos de sanciones automáticas para los malos alumnos del euro que pongan en peligro al conjunto de la eurozona. Ni Merkel ni Sarkozy han ofrecido detalles de ese mecanismo. Se ha hablado de muchas cosas, como el bloqueo de ayudas e incluso la supresión de los derechos de voto en el Consejo, pero nadie se atreve a poner sus cartas sobre la mesa en torno a la autoridad que monitoreará y aplicará los castigos. Sólo hay una cosa clara, y ésa es precisamente la clave del movimiento del Gobierno alemán: el derecho de veto comenzará a desaparecer. Es decir, la adopción de decisiones por unanimidad será suprimidad con mayor celeridad de la pactada en el Tratado de Lisboa, donce Berlín cedió a la presión del resto para aceptar que la entrada en vigor de la toma de decisiones por mayoría cualificada en cada vez más ámbitos, incluido éste, se atrasaba hasta 2014. Alemania ya no puede esperar tanto tiempo ni, seguramente, la propia Unión Europea.

Merkel ha exigido que los acuerdos se adopten por una mayoría del 85% de los votos. En «positivo», o en «negativo». Esto significa que, si debe haber sanciones porque los datos de un estado miembro del euro así lo demanden, quien trate de evitarlas deberá conseguir un apoyo del 85% de los votos. Lo que augura que la reticencia a esta norma será enorme.

En todo caso, Berlín exige abrir el melón de la reforma de los tratados, porque el firmado en Lisboa, a los ritmos pactados, no le sirve.

¿Reforma a 27 o a 17?

La segunda cuestión clave que sobrevolará esta cumbre es, precisamente, la arquitectura institiucional que exigirá el paso a la cuarta fase de la Unión Económica y Monetaria, una arquitectura institucional que alejará aún más a aquellos estados sin euro que ya hoy se sienten como socios de segunda. En este sentido, el papel y la posición de Londres será clave para el futuro de la cumbre y de la posterior negociación. ¿Qué contrapartidas exigirán Londres y otros, como Polonia, ante la creación de estructuras «exclusivas» para la zona euro?

Merkel ha amenazado con una reforma a 17 (los del euro) si no es posible cerrarla a 27, pero esto parece improbable, porque significaría dinamitar la arquitectura comunitaria y dejaría a la Comisión y al Parlamento Europeos fuera de juego y, de momento, la UE no puede permitirse semejante desbarajuste, aún no, al menos.

http://www.gara.net/paperezkoa/20111208/308454/es/Merkel-Sarkozy-llegan-cumbre-sin-deberes-hechos