Quince años después de los Acuerdos de Paz que pusieron colofón a una sangrienta guerra civil, un documental -«Militantes, una paz interrumpida»- viene a reconocer la lucha y el sacrificio de aquéllos guerrilleros que empeñaron su vida en construir una Guatemala con unos mínimos de justicia y dignidad. El Centro de Solidaridad con África y […]
Quince años después de los Acuerdos de Paz que pusieron colofón a una sangrienta guerra civil, un documental -«Militantes, una paz interrumpida»- viene a reconocer la lucha y el sacrificio de aquéllos guerrilleros que empeñaron su vida en construir una Guatemala con unos mínimos de justicia y dignidad. El Centro de Solidaridad con África y América Latina (CEDSALA) ha presentado en Valencia este documental realizado por la asociación guatemalteca Tzuk Kim Pop, con la dirección de Henry Morales y Ana Bueno Bayo, para rescatar la memoria histórica de los oprimidos y las víctimas.
El relato arranca en 1944, con el triunfo de la revolución de octubre y el periodo de apertura política en el que nace el Partido Guatemalteco de los Trabajadores. Una década después Jacobo Arbenz es derrocado por el imperialismo norteamericano. Con este punto de partida, el documental se presenta como una sucesión de testimonios y experiencias en la montaña, en el frente guerrillero, de vivencias y opiniones «militantes», sin ni siquiera una voz en off que las engarce, que mantiene en lo alto la bandera de la dignidad hasta que en 1996 se firman los Acuerdos de Paz y llega, con la desmovilización, el sentimiento de utopía irrealizada.
Lisandro Cifuentes («Tío Cruz») apunta las causas del nacimiento del movimiento revolucionario de los años 60. Son estructurales y, en buena medida, continúan vigentes hoy: «la pobreza, la exclusión, la marginación de siglos y la humillación de Guatemala hizo que la gente se levantara en armas frente a las dictaduras militares; la represión fue muy severa», recuerda «Tío Cruz».
En el caso de Everardo López, otro de los testimonios que figuran en el documental, fueron decisivos sus orígenes: procedía de una familia muy pobre, con pocas posibilidades de alimentarse e ir a la escuela y con una vivienda precaria. Toda la familia tomó partido y se incorporó a la guerra revolucionaria. Esta decisión suponía afrontar muchos riesgos y no amedrentarse ante la represión. Como le ocurrió a Eva Francisco («Adelia»), en cuya aldea el ejército asesinó a 300 personas, entre otras, su hermana mayor. «A los niños les cogían por los pies y les estrellaban la cabeza contra el suelo; esto me motivó a alistarme en la guerrilla», relata. El marido de «Vilma» perdió la vida en combate en 1982. Quedó viuda y a solas con su hija, pero esto no le hizo abandonar el frente.
«José» llegó a Guatemala desde Zaragoza. Este sacerdote vinculado a la Teología de la Liberación evoca cómo empezó a «pelear y sufrir con el pueblo guatemalteco; entonces dejas de sentirte internacionalista y pasas a formar parte de la batalla, como uno más». Pese a que sufrió un secuestro por parte de los militares, prefiere que en la memoria se retenga «la saña y la crueldad con la que se empleó el ejército de Guatemala en colaboración con israelíes y gringos; la política de tierra arrasada y la injusticia ligada a la explotación y al racismo». Efraín Ríos Montt, general y presidente de la República afirmaba en 1982: «Si los indígenas están con nosotros, los alimentaremos; si no, los mataremos».
Y así lo hicieron, como cuenta un exguerrillero: «Cayeron muchos compañeros; recuerdo que a uno el ejército lo secuestró y lo quemó vivo; hubo muchos torturados y desaparecidos; al principio no vimos que la lucha tendría un coste tan elevado». «Viví diez años en la selva; se trata de vivir al día porque la jornada siguiente no sabes si podrás hacerlo; lo que hicimos realmente fue entregar nuestra existencia por el futuro de Guatemala», explica otro camarada.
Por su carga emotiva, algunos testimonios trascienden la condición de anécdota y llenan de sentido toda una existencia. Es lo que le sucedió a Carolina Enríquez («Úrsula»), de profesión docente, cuando un alumno le identificó en unas imágenes de televisión pese a llevar su rostro oculto bajo un pañuelo. Aún recuerda el impacto que le dejaron las palabras del estudiante, que le espetó: «Yo también quiero ingresar en la guerrilla y luchar con mi pueblo». «Úrsula» insiste en el sentido global que adquiría la lucha, sin el que resulta imposible entender las acciones de la guerrilla: «Todas las acciones tenían un sentido político y eso nos distinguía de bandidos o delincuentes; cuando en la capital atacábamos al poder económico, es porque lo considerábamos nuestro enemigo de clase».
Algunos colectivos incorporados a la guerrilla merecen una singular mención en el reportaje. Es el caso de las mujeres. En la montaña se actuaba entre iguales con independencia del género. De hecho, las mujeres «sensibilizaron» y dotaron de conciencia al movimiento sobre la necesidad de su participación en igualdad de condiciones. Así lo recuerdan algunas excombatientes del campamento de Tululche. Los estudiantes se sumaron, asimismo, a la batalla contra el imperialismo. Muchos de ellos provenían de la universidad. En la década de los 60 y 70 no se entendía el estudio y la formación desvinculados de las luchas sociales.
Pero la sociedad guatemalteca había cambiado 36 años después, cuando se firmaron los Acuerdos de Paz entre el gobierno y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG). Al miedo de la población por la represión brutal se agregaba el cansancio y el desgaste de los combatientes. Se había llegado a una situación de empate, que parecía justificar el inicio del diálogo pero «José» interpreta con cierta amargura: «Descuidamos la preparación política para los tiempos de paz; se suscribieron unos acuerdos que se han incumplido, en parte por nuestra responsabilidad y también por culpa de los partidos políticos».
«Úrsula» añade información sobre el contexto en el que se firmaron los acuerdos: «Al imperialismo norteamericano ya no le interesaba mantener conflictos armados, sino la instauración de regímenes civiles. Y así lo hicieron en Guatemala. Pero, en el fondo, continuaban vigentes el poder económico y las estructuras militares de toda la vida», explica la docente. «Tampoco querían dejar que Guatemala se les escapara, como sucedió con Nicaragua». Tras una guerra de exterminio -denominada civil– que se saldó con 250.000 muertos, pocas cosas cambiaron en el país centroamericano. Pero ello no implica que la lucha fuera en balde. El documental arranca con unas palabras del Che: «Si el presente es de lucha…el futuro es nuestro».