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No es lo que nos cuentan

Fuentes: Rebelión

Quienes se han entregado a la defensa del tratado constitucional de la UE gustan de repetir un argumento que tiene su miga: la razón primera para respaldar el texto en cuestión la aporta, a sus ojos, el hecho de que la Unión es un islote de prosperidad, de derechos y de libertades en un mar […]

Quienes se han entregado a la defensa del tratado constitucional de la UE gustan de repetir un argumento que tiene su miga: la razón primera para respaldar el texto en cuestión la aporta, a sus ojos, el hecho de que la Unión es un islote de prosperidad, de derechos y de libertades en un mar proceloso. Olvidemos lo que en otras circunstancias habría de ocupar nuestra atención: semejante forma de razonar, que esquiva cualquier consideración sobre el tratado en sí, se asienta en la frágil intuición de que éste –de la mano de mercaderes y fortalezas envueltos en retórica hueca– tiene que ratificar, por su rica gracia, las virtudes reseñadas.

Mayor enjundia tiene el cometido de examinar si esas virtudes son tales, y de hacerlo a sabiendas de que, de siempre, la UE ha escapado de los discursos genuinamente críticos. Y es que sobran los motivos para concluir que la Unión no es ese dechado de venturas que tantos aprecian. La generosa autopercepción que emite mucho le debe a la soterrada invención de una tradición que dibuja sin rebozo un permanente progreso, se desentiende de los desatinos que han marcado el devenir europeo, arrincona las excepcionalidades –una celtibérica televidente, que ignoraba al parecer el apoyo de EEUU al general Franco, se preguntaba hace poco cómo «los europeos» podemos odiar al gigante norteamericano y olvidar lo que hizo por nosotros con ocasión de las dos guerras mundiales…– y emplea la paz labrada tras 1945 como un arma arrojadiza dirigida contra quienes demandan algo más de imaginación, de ciudadanía consecuente y de justicia, y algo menos de mercado.

Con esos mimbres se han forjado varios mitos. El primero bebe de una vieja distinción que sugiere que hay un modelo de capitalismo «europeo» vinculado con los Estados del bienestar y afortunamente diferente del patrón norteamericano. Hora es de preguntarse en qué ha quedado nuestro capitalismo de vocación social luego de dos decenios de neoliberalismo floreciente: asistimos a una progresiva fusión de los patrones invocados, en manifiesto provecho, claro, del estadounidense. Si entre nosotros perviven elementos vertebradores de los Estados del bienestar –nadie en su sano juicio lo negará–, ello es así antes en virtud de una inercia del pasado que de resultas de un proyecto estrictamente contemporáneo. En modo alguno puede sorprender, entonces, que la UE se regocije con una globalización desbocada similar al que alientan los gobernantes norteamericanos, como lo revelan, al amparo de una apuesta por un paraíso fiscal de escala planetaria, el derrotero de la cumbre que la OMC celebró en Cancún en 2003 y ese lamentable fiasco desregulador que es el Acuerdo General sobre el Comercio y los Servicios.

Aunque, en comparación con lo que ocurre a su alrededor, el balance de la UE en materia de derechos y libertades es más saludable, no faltan tampoco los borrones, engrosados al amparo de las secuelas de los atentados del 11-S. Ahí están las nuevas leyes antiterroristas y el tratamiento elocuentemente represivo del «problema» de la inmigración, palpables, por doquier, de un tiempo a esta parte. En la trastienda despunta un pertinaz déficit democrático –curioso eufemismo éste, forjado con el lenguaje de la economía– que no hay mayor interés en aminorar: nuestros gobernantes poco más demandan de la ciudadanía, emisora de molestos ruidos, que una callada aceptación de lo que llega de arriba. Así lo testimonia, sin ir más lejos, el malhadado referéndum que tenemos entre manos.

Pongamos sobre la mesa un tercer mito: para muchos la UE es, por su cara bonita, un agente internacional abiertamente comprometido con la paz, la justicia y la solidaridad. Basta con echar una ojeada a la condición de tantos de nuestros dirigentes –Durão Barroso, por ejemplo– para percatarse de que algo chirría en el argumento. A la hora de formular un juicio sobre la política exterior de la Unión, más provechosa es la evaluación crítica de lo que Francia y el Reino Unido hacen, respectivamente, en el África subsahariana y en Irak; de la liviandad objetiva de las ayudas al desarrollo, acompañada de una sórdida racanería con los socios recién llegados; de la doble moral que, en relación con la justicia penal internacional, ha acabado por exhibir la UE en Afganistán, o del designio de mirar hacia otro lado ante lo que sucede en Palestina o en Chechenia. La misma instancia que retira presurosa privilegios comerciales a países del Tercer Mundo anegados por draconianos programas de ajuste los mantiene incólumes, en cambio, en el caso de Israel.

Un cuarto mito que adoba a la UE viene a afirmar que en su seno se aprecia un irreductible propósito de contestar la hegemonía norteamericana. Qué difícil es apuntalar esa percepción cuando han amainado los espasmos de independencia que Francia y Alemania blandieron dos años atrás al tiempo que todos los miembros de la UE reclaman hoy para sí, con singular empeño, la condición de aliados de EEUU. Aunque hay que prestar oídos a la confrontación que mantienen el euro y el dólar, y a la presunta condición productiva que impregna al capitalismo propio de la UE, por lo que cuentan menos atraído por pulsiones especulativas, nada sería más ingenuo que concluir que al amparo de la moneda comunitaria se barruntan filantrópicos designios. Digámoslo con claridad: siendo saludable que aparezcan contrapesos en el camino de la hegemonía norteamericana, hay que calibrar con tino la naturaleza precisa de aquéllos, no vaya a ser que a su amparo emerjan elementos tan ruines como los que distinguen el comportamiento planetario de EEUU. La principal de las taras que, dicen, acosan a la diplomacia de la UE –la división que arrastran sus miembros– bien puede ser un elemento de contención, no en vano desdibuja el horizonte de una imaginable defensa de intereses tan obscena como la avalada por los gobernantes norteamericanos.

El lector, que no está obligado a hacer propias las consideraciones anteriores, debe preguntarse, aun así, si gobernantes y medios no han abrazado entre nosotros una visión de la UE infelizmente lastrada por lugares comunes y ejercicios de autocomplacencia. Y es que, no sin paradoja, los valores que menciona el título primero del tratado constitucional –una filigrana retórica– sólo encuentran reflejo cristalino en la actitud de quienes, con espíritu contestatario, prefieren disentir, y hacerlo de manera franca, en estas horas.

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y firmante del manifiesto «Para construir otra Europa digamos no al tratado constitucional».