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No hemos sabido explicarnos

Fuentes: El País

Con el paso de los días no parece que bajen más tranquilas las aguas que acarrea el Tratado constitucional de la Unión Europea. A decir verdad, y en virtud de la enjundia de los problemas, del catastrofismo que impregnó tantas declaraciones y de la imprevisión que los responsables comunitarios han mostrado, a duras penas podía […]

Con el paso de los días no parece que bajen más tranquilas las aguas que acarrea el Tratado constitucional de la Unión Europea. A decir verdad, y en virtud de la enjundia de los problemas, del catastrofismo que impregnó tantas declaraciones y de la imprevisión que los responsables comunitarios han mostrado, a duras penas podía ser de otra manera. Sin respuestas mayores, las disputas, que prosiguen, dan cuenta de una crisis que transciende las propias discusiones sobre el Tratado. Entre quienes están aportando más desatinos no nos contamos -creo- muchos de quienes en febrero nos inclinamos por rechazar el texto en cuestión, y ello por una prosaica razón: como quiera que nadie nos escucha, lo suyo es concluir que no existimos.

Pero vayamos a lo nuestro, a lo de los desatinos, y enunciemos el primero. Si uno escarba en los muchos argumentos esgrimidos en las últimas semanas, descubre que los responsables de la UE rechazan haber cometido errores mayores. Ha fallado simplemente -se nos cuenta- la comunicación o, en su caso, se ha revelado un puñado de hechos imponderables. Lo de «no hemos sabido explicarnos» supone cierto guiño condescendiente hacia muchos de los detractores del Tratado -no habrían entendido bien este último-, con el paralelo designio de esquivar, eso sí, cualquier discusión sobre lo principal. Recientemente, un funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores español atribuyó el no mayoritario en Francia a una mezcla de miedo, incertidumbre y desmemoria. Inevitable resultaba concluir que a sus ojos lo que la UE aportaba era valentía, tranquilidad y conciencia de la historia. Semejante percepción, que dibuja un canon intocable y un sinfín de enfermizos comportamientos, apenas ilumina -me temo- lo que tenemos entre manos. Y eso que el funcionario en cuestión estaba muy lejos de la simpleza irritante de la que hacen gala tantos de nuestros tertulianos que, pundorosamente entregados a una singular caza de brujas, atribuyen a todos los detractores franceses del Tratado un visceral antieuropeísmo y un xenófobo repudio de la incorporación de Turquía a la UE.

Lo del canon algo tiene que ver, por cierto, con la plástica imagen que invocaba días atrás un eurodiputado del Partido Popular: en uno de los debates verificados en Francia se hizo al poco evidente que los detractores del Tratado ni siquiera tenían a bien saludarse -tales eran sus diferencias-, algo que felizmente no sucedía con los partidarios de aquél, gentes, por lo que parece, pulidas, sensatas y sociables… La idea no es sino un trasunto de otra que, mil veces repetida las últimas semanas, recuerda que en el frente del no se han dado cita posiciones ideológicas muy dispares -nadie en su sano juicio lo negará- y olvida, claro, que otro tanto ha sucedido en el del sí. No llevo tan lejos mi ceguera como para no percatarme de que, por fortuna, hay diferencias inequívocas entre Rodríguez Zapatero y Acebes.

El discurso común en muchas de las instancias directoras de la UE revela, por otra parte, reticencias sin cuento a la hora de asumir lo que en lógica democrática se antoja insorteable: una revisión del Tratado y de su procedimiento de elaboración. No sólo eso: parte sin rebozo del designio de esquivar tres hechos. Así, no da crédito a lo que con certeza ha ocurrido, por extraño que parezca, a menudo: los ciudadanos han sopesado un texto y han llegado a la conclusión, sin más, de que no les gustaba. En segundo término, ignora que semejante decisión mucho le ha debido a la conciencia de que el Tratado en modo alguno pone freno a la rapiña de la globalización, entroniza -como el grueso de sus antecesores- la mitología de la competitividad, alienta un nuevo retroceso de los derechos sociales y ratifica, en fin, las numerosas carencias democráticas de la UE realmente existente. En tercer lugar, y para rematar, el discurso que nos ocupa prefiere olvidar que en una parte de la ciudadanía ha despuntado la intuición de que, todo lo anterior de por medio, el Tratado le corta las alas al proyecto histórico de la socialdemocracia consecuente, percepción que fuera de micrófonos expresaron entre nosotros, por cierto, cuadros significados del Partido Socialista.

Qué llamativo es, por lo demás, que con encomiable pundonor los analistas se hayan preguntado un millón de veces por qué han votado no tantos franceses y holandeses, y que en cambio se cuenten con los dedos de una mano los que han tenido a bien interrogarse por las razones que han conducido a otros muchos a votar sí. Pareciera, de nuevo, como si el comportamiento de los primeros reclamase, por su patología, una atención que no debe levantar, en cambio, la cortés, cívica y previsible conducta de los segundos. Por detrás de esta retorcida asunción se aprecia, claro, la paralela sugerencia de que los detractores del tratado no disienten, hablando en propiedad, de éste, sino que, con malas artes, se han servido de las consultas correspondientes para pasar factura a sus gobernantes. ¿No habría que perfilar un argumento similar, bien que con resultado diferente, para dar cuenta de lo que ocurrió entre nosotros en febrero? ¿No tuvo singular relieve entonces el hecho de que los dos principales partidos de ámbito estatal y la abrumadora mayoría de los medios se inclinasen por el sí, sin prestar mayor atención al contenido expreso del Tratado?

Al amparo de lo anterior, entre los desatinos hay uno que asume la forma de una franca omisión: por mucho que uno busca y rebusca, pocos son los que muestran algún sonrojo por lo acaecido en febrero. Sobran los datos para concluir, sin embargo, que el Gobierno español se inclinó por un referéndum celebrado en fecha muy temprana para así eludir la estela de la agria disputa francesa que se adivinaba y hacer otro tanto con los imaginables efectos negativos que se derivan, en estas horas, de la pelea por los fondos comunitarios. Más allá de ello, no tengo conocimiento de que los partidarios del Tratado, a diferencia de los detractores de éste, se aviniesen a organizar ningún debate plural. La cómoda adhesión al mitin que no merece réplica parece ilustración cabal de la liviandad democrática de su apuesta. Qué no decir, en fin, de esa patética campaña institucional a cuyo amparo media docena de famosos leyó con arrobo un puñado de artículos inocuos. Aunque el mejor retrato de tanta miseria lo aportó, acaso, lo que le sucedió a un colega: su invitación a leer «la Constitución» -éramos los detractores los únicos que la formulábamos- fue tildada de elitista por un partidario de aquélla…

Agregaré, con todo, una nota de moderado optimismo: quiere uno creer que ante tanto dislate no son pocos nuestros conciudadanos que han caído en la cuenta de algo que está implícito en lo sucedido en Francia: si allí, con una discusión abierta y plural, se impuso el no, cabe preguntarse qué mérito corresponde a nuestro sí, forjado sin debate alguno. Semejante recelo, que obliga a alejarse de toda autocomplacencia, lo están alimentando en las últimas semanas quienes se empeñan en negar que hay una crisis que afecta a las esencias, y no a los accidentes. Ahí están quienes porfían en defender las fórmulas de ratificación parlamentaria del Tratado -a menudo los mismos que han procurado subrayar, con inequívoca estulticia, que más de doscientos millones de ciudadanos habían dado su con anterioridad a las consultas francesa y holandesa-, como está el propio Giscard d’Estaing, quien no ha dudado en proponer una repetición del referéndum galo. Pero está también, y en suma, el repunte de un aparente pragmatismo que pretende ser indoloro, pero que configura una agresión en toda regla al buen sentido: posterguemos los referendos que intuimos vamos a perder -ya los convocaremos si llegan tiempos mejores- y mantengamos en pie aquellos que sabemos que vamos a ganar.

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y autor de No es lo que nos cuentan. Una crítica de la Unión Europea realmente existente (Ediciones B)