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Nosotros, los pueblos de Europa

Fuentes: La Estrella Digital

Con este mismo título ha publicado hace poco Susan George un interesante libro (Icaria, Barcelona 2006) cuyo subtítulo explica el contenido: «Lecciones francesas para repensar Europa y el mundo». Ahora que se acaban de reunir en Madrid representantes de los países que -con referéndum o sin él- dieron su aprobación oficial al llamado Tratado para […]

Con este mismo título ha publicado hace poco Susan George un interesante libro (Icaria, Barcelona 2006) cuyo subtítulo explica el contenido: «Lecciones francesas para repensar Europa y el mundo». Ahora que se acaban de reunir en Madrid representantes de los países que -con referéndum o sin él- dieron su aprobación oficial al llamado Tratado para una Constitución Europea (TCE), son más necesarios que nunca manuales como el publicado por la politóloga francesa, vicepresidenta de ATTAC-Francia, con la que el colaboré en algunas actividades del Transnational Institute de Amsterdam, a cuyo Consejo de Dirección pertenece.

El libro comentado no tiene desperdicio y, para los lectores españoles -tanto si votaron a favor como en contra del citado tratado-, es una referencia obligada cuando el inmanejable conjunto de 27 países heterogéneos y dispares que se pretende gobernar desde Bruselas da señales de un funcionamiento cada vez menos fluido. Y cuando, además, produce cierto sonrojo la principal cita a la política española que contiene el libro en cuestión: la frase del ministro español de Justicia que, antes del referéndum efectuado en nuestro país declaró, según un diario británico: «No tenemos necesidad de leer la Constitución Europea para saber que es buena». Lo que viene a recordar que, al contrario del pueblo francés, que abiertamente debatió el texto propuesto, el español votó bastante a ciegas un documento que comprometía seriamente el futuro europeo.

En realidad, el texto del tratado es de tal aridez que casi está justificado acudir a votar sin haberlo leído o abstenerse. Frente a la vanidosa y autosatisfecha apreciación del presidente de la comisión que lo gestó (Giscard d’Estaing dijo que había logrado «un texto fácilmente legible, límpido y bastante bien escrito: lo digo así, con total soltura, porque fui yo el que lo redactó»), Susan George reproduce un fragmento del artículo III-192, 2, c, suficiente para justificar a quienes arrojaron a la papelera el ejemplar que pretendían estudiar:

c)

contribuir, sin perjuicio del artículo III-334, a la preparación de los trabajos del Consejo a que se refieren el artículo III-159, los apartados 2, 3, 4 y 6 del artículo III-179, los artículos III-180, III-183 y III-184. el apartado 6 del artículo III-185, el apartado 2 del artículo III-186, los apartados 3 y 4 del artículo III-187…

Se entiende así que el ministro López Aguilar viniera a reconocer públicamente que la lectura del Tratado era innecesaria y que bastaba, una vez más, con fiarse de los burócratas europeístas que garantizaban su inherente bondad.

Pero no es todo tan bello como lo pintan los reunidos en Madrid para felicitarse a sí mismos por haber superado el obstáculo de la consulta popular o parlamentaria. El mismo Giscard aseguró el año pasado en una entrevista: «Me decepcionó que [en el texto del TCE] se haya dedicado tan poca atención al pueblo. Muy poca… percibo una demanda que proviene del pueblo y nosotros tendríamos que ir a su encuentro, hacer la mitad, o al menos un tercio del camino, pero no lo hemos hecho… No se puede construir una sociedad únicamente sobre la base de los intereses, es necesario un mínimo sentimiento de pertenencia».

Esta implícita acusación de quien tanto hizo por el Tratado debería suscitar sospechas, al menos, de que no es oro todo lo que reluce. Según S.G., esa ausencia del pueblo en el texto constitucional, que Giscard denuncia, se debe a que el pueblo europeo «no tenía estrictamente nada que hacer ni con esta Constitución ni con esta Europa que el texto pretendía regentar. El primer derecho y el primer deber de un pueblo es callarse. Debe contentarse con lo que sus amos, en su bondad y sabiduría, quieran darle, o sea, poca cosa».

El libro afirma que «un viento nuevo sopla desde ahora en Europa gracias al ‘no’ de Francia». Soslayando el evidente chovinismo de la frase, es indudable que ha sido ese viento el que ha llevado a Madrid a los partidarios oficiales del Tratado. En las últimas páginas del libro se lee: «Hay también millones de personas que, verdaderamente, son proeuropeas y que votaron ‘sí’ por temor a una regresión más profunda [que la que a juicio de S.G. aqueja hoy a Europa] y más rápida. Estas personas pueden ser nuestros aliados en la construcción de la Europa del bien común». Añade que «hay que esperar que el espíritu de innovación, de creatividad y de progreso social se imponga definitivamente sobre las tentaciones bárbaras que tan a menudo ganaron en el curso de la historia. El desprecio a los débiles, la religión del dinero y el rechazo a compartir son, en nuestra época, tan bárbaros como lo era el colonialismo y la esclavitud en otros tiempos y, en el límite, igual de destructores para todos nosotros».

Cabe discrepar o coincidir con las tesis escuetamente expuestas en este breve libro, pero encuentro obligado concluir este comentario con las mismas palabras con las que Susan George concluye su obra: «Otra Europa es posible».


* General de Artillería en la Reserva