Hace 40 años, el 19 de julio de 1977, el Perú vivió la que finalmente sería considerada una de las más trascendentes jornadas del siglo XX: el Paro Nacional convocado por la CGTP y decretado por el Comando Unitario de Lucha, al que se sumaron organizaciones sindicales independientes de las centrales existentes, pero activas en […]
Hace 40 años, el 19 de julio de 1977, el Perú vivió la que finalmente sería considerada una de las más trascendentes jornadas del siglo XX: el Paro Nacional convocado por la CGTP y decretado por el Comando Unitario de Lucha, al que se sumaron organizaciones sindicales independientes de las centrales existentes, pero activas en la acción reivindicativa de los trabajadores.
Hoy todos recuerdan el escenario concreto en el que tuvo lugar esta movilización que comprometió a más de un millón de peruanos, y que generó un giro político en el país. Pocos, sin embargo, habrán de situar los hechos en el nivel que les corresponde, como parte de un sugerente periodo de la historia nacional. Veamos:
Desde comienzos del siglo XX se dio en el Perú la lucha por más altos salarios y mejores condiciones de vida para los trabajadores. En el inicio de esta batalla, se sitúa la formación de las primeras organizaciones sindicales, la lucha por la Jornada de las 8 horas, y el Mensaje de José Carlos Mariátegui referido al 1 de Mayo y el Frente Único. En la circunstancia, el deslinde entre la prédica del anarco sindicalismo y el mensaje clasista de Amauta, resultó, sin duda, la piedra angular de una historia rica en trascendentes episodios.
La muerte de Mariátegui, en abril de 1930 y la sucesión de gobiernos fascistas en los años 30, sembró el camino de los trabajadores, de opresión y de miseria. Y dejó una estela de sangre que frustró las expectativas del pueblo. El fin de la dictadura de Odría -1956- abrió paso al dominio de administraciones formalmente democráticas, empeñadas en salvaguardar los privilegios de la clase dominante. Pero como tampoco para «los de arriba» la dicha es plena, asomó en 1968 el Proceso de Velasco.
Entre 1968 y 1975 -como certeramente lo resumiera Héctor Cornejo Chávez un memorable debate en el que hizo papilla a su contrincante de entonces, el hoy santificado Luis Bedoya Reyes- «el Perú vivió 7 años de Revolución sin crisis» en contraste con «los 2 años de crisis sin Revolución», que significó el gobierno de Morales Bermúdez, entre 1975 y 1977.
En el Perú, en contadas ocasiones la clase dominante tuvo una clara sensación de miedo. Pero quizá la primera -y la que le dejó una huella que aún no se borra- ocurrió justamente cuando la voz ronca y tronante de «Juan Sin Miedo» abrió los ojos a las grandes mayorías nacionales e impulsó trascendentes reformas económicas y sociales de un claro sesgo anti imperialista y anti oligárquico. Quizá si el miedo comenzó en Washington, pero pronto se instauró en Lima, cuando la reforma agraria y la reforma de la industria, abrieron paso a una participación activa de campesinos y obreros en la construcción de un nuevo modelo social.
El Imperio se llevó la mano al cinto, al ver en el escenario continental a un núcleo de militares patriotas. «Los generales rojos» -dijo la Casa Blanca con voz trémula- cuando a Velasco no le tembló la mano para nacionalizar empresas norteamericanas. Y lanzó contra el Perú una lluvia de «Enmiendas» -la Hickenlooper, la Hollan, la Pelly- y amenazas que en lugar de intimidar a los gobernantes del Palacio Túpac Amaru -así llamó Velasco la antigua «Casa de Pizarro»-, los acicatearon para seguir en la brega.
El Proceso de Velasco significó también un conjunto de conquistas valiosas para los trabajadores. Pero ellas, no fueron tampoco, un obsequioso presente de los gobernantes. Ocurrió más bien que ellos abrieron campo a una confrontación social de amplio espectro, en la que los trabajadores pudieron -por primera vez en la historia- luchar sin tener las manos atadas. Así, una a una, lograron conquistas en fragorosos combates de clase.
El respeto a la organización sindical, al empleo, al derecho al trabajo, unidos a las mejores condiciones de vida para la población y los trabajadores; le dieron forma social a las transformaciones revolucionarias de entonces, y contra las que actuaron abiertamente la oligarquía y el Imperio. La caída de Velasco, fue producto de la acción concertada de una, y el otro; y abrió paso a un peligroso retroceso. Ese fue el significado del gobierno de Morales Bermúdez, que terminó entregando el Poder a los Partidos Tradicionales en los comicios del 80.
El Paro del 19 de julio del 77 no se hizo para restaurar el Perú Oligárquico. Ni para asegurar el dominio del capital financiero, ni preservar los privilegios de una clase envilecida y en derrota. Al contrario: se hizo para defender las conquistas sociales de los trabajadores y los avances del país, amenazados por la ya entonces creciente derechización del régimen. Por eso el Paro fue temido, y combatido por la reacción. Si alguien lo duda, podría revisar las páginas de la prensa reaccionaria de entonces: El Semanario de Alfonso Baella Tuesta -«El Tiempo»- hablaba de «El Martes Rojo», y lo atribuía a la «iniciativa de los comunistas».
El gobierno lo sintió del mismo modo. Por eso hizo uso de una estrategia extremadamente perversa: no se limitó a reprimir a sangre y fuego a los trabajadores dejando una dolorosa estela de 6 muertos y decenas de heridos; sino que -mediante los Decretos Legislativos 010 y 011- facultó a las empresas a despedir a más de cinco mil trabajadores.
De este modo el Gran Capital le cortó la yugular al movimiento obrero y desangró pérfidamente a los sindicatos. Todo el Estado Mayor de la Clase en todos sus niveles, fue seccionado. Todos los cuadros sindicales, esforzadamente forjados en la lucha y educados en una línea de clase por la CGTP, fueron dejados en la calle sin remordimiento alguno. A los gobernantes de entonces, y a los empresarios, les importó una higa el destino de los trabajadores y la suerte de sus esposas y de sus hijos.
Como lo acaba de recordar Francisco del Carpio aludiendo al tema de los Humala, el año 77, la burguesía fue «implacable y cruel». El Odio de Clase lo expresó en disposiciones patronales, que fueron refrendadas -todas- por el Ministerio de Trabajo de entonces.
Esa fue, si se quiere, la lección histórica de la Jornada de Julio de 1977. Nos enseñó que de los explotadores, sólo puede esperarse castigo y venganza.
Recordar, entonces los episodios ocurridos hace 40 años en el Perú, nos debe llevar a enarbolar tres banderas: la defensa resuelta del proletariado, el rechazo categórico a la política de los patronos y la lucha sin cuartel contra toda forma de opresión y explotación.
Gustavo Espinoza M. Colectivo de dirección de Nuestra Bandera.
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